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—Nos damos cuenta —dijo Robert Robinson aproximándose a su nevera portátil, para volver a servirse—, nos damos perfecta cuenta de qug el doctor Veen está enteramente absorbido por sus interesantes trabajos —yo a veces lamento haberme retirado—. Pero, ¿cree usted, Lucy (¡a su salud!), que aceptaría cenar mañana con nosotros, y con usted, y quizá con Otra Pareja, que seguramente le encantará conocer? ¿Deberá mandarle una invitación en regla la señora Robinson? ¿Y la firmaría usted también?

—No sé, estoy muy cansada —dijo Lucette—. Y este rock and roll empeora. Creo que voy a subir a mi conejera para tomar una de sus Quietus. De todos modos, cenemos todos juntos mañana. Realmente, necesitaba una bebida fresca. Estaba deliciosa...

Cuando dejó el receptor nacarado Lucette se cambió de ropa. Se puso un pantalón negro y una camisa limón (que tenía previsto ponerse a la mañana siguiente), buscó en vano una hoja de papel de cartas sin membrete ni ornamento, arrancó una hoja en blanco del Diario de Herb, y trató de encontrar algo divertido, chispeante y anodino para redactar un parte de suicidio. Pero había pensado en todo salvo en aquella nota, de modo que partió en dos pedazos su vida en blanco y los tiró al W.C. Se sirvió otro vaso de agua de una botella sujeta por una cadenita, se tragó una tras otra cuatro píldoras verdes, y, chupando la quinta, se dirigió al ascensor, que, en un abrir y cerrar de ojos, la transportó de su suite triple a la alfombra roja del bar de la cubierta de paseo. Dos jóvenes del género babosa estaban deslizándose de los rojos hongos de sus taburetes, y cuando se dirigían a la salida el mayor dijo al más joven:

—Tú puedes burlarte de tu lord, pequeño, pero yo... ¡oh, no! Lucette bebió un «poney cosaco» de vodka Klass, bebida detestable, pero eficaz, tomó otro, y fue apenas capaz de tragarse un tercero, porque un vértigo loco la invadió. ¡Nada como loco y escapa de los tiburones, Tobakovich!

No llevaba el bolso consigo, y estuvo a punto de caerse del asiento ridículamente convexo al meter la mano en el bolsillo en busca de un billete perdido.

Beddy dee—dijo Toby, el barman, con una sonrisa paternal que ella tomó por una insinuación picaresca—. Es hora de dormir, señorita —añadió, dándole unos golpecitos en la mano. Lucette retrocedió, indignada, y se esforzó en contestar con altivez, y con voz clara:

—Mi primo Mr. Veen le pagará a usted mañana y le partirá los dientes de paso.

Seis, siete, no, aún más, una decena de escalones para llegar arriba. Diez escalones. Hay que ayudarse con los brazos. Dimanche. Déjeuner sur l'berbe. Tout le monde pue. Ma belle-mère avale son rátelier. Sa petite chienne?después de mucho correr, da un par de arcadas y vomita tranquilamente un puddingrosa en la nappe del pic-nic. Aprés quoise aleja, balanceándose como un ánade al andar. Estos escalones son algo serio. Para izarse hasta el puente Lucette hubo de colgarse de la barandilla. Subía en zigzag, como una lisiada. Al alcanzar su meta sintió el impacto sólido de la noche negra y la movilidad de la morada fortuita que estaba a punto de abandonar.

Aunque nunca hasta entonces se hubiera Lucette sumergido en la muerte —no, en el «mar», Violeta— desde una altura parecida y en medio de un tal desorden de sombras y reflejos serpentiformes, entró casi sin ninguna salpicadura en la ola que se encorvó para darle la bienvenida. Aquel final perfecto fue echado a perder por el gesto instintivo que le llevó inmediatamente de nuevo a la superficie, cuando ella, durante su última noche en tierra, había decidido abandonarse a la ola en la lasitud del narcótico, en caso de tener que llegar a tal extremo. La muy simple no se había ejercitado en la técnica del suicidio como lo hace a diario, por ejemplo, el paracaidista en caída libre en el elemento de un futuro capítulo. El tumulto de las aguas y la indecisión de Lucette que no sabía a dónde volver sus miradas en medio de las tinieblas, la espuma pulverizada y la opacidad de los tentáculos de sus propios cabellos, hicieron que no pudiese distinguir las luces del paquebote, que hemos de imaginar como una masa de tinieblas con mil ojos, alejándose poderosamente en un triunfo despiadado. Y, miren por dónde, he perdido la nota siguiente. Ya la he encontrado.

El cielo no era menos despiadado y negro, y el cuerpo de Lucette, su cabeza, y, sobre todo, aquel maldito pantalón, seguían atascados en el Océano Nox, ene, o, equis. Cada sorbo de sal amarga y helada le hacían repetir un sabor de anís nauseabundo, y su cuello y sus brazos estaban cada vez más humedecidos (no: entumecidos). Cuando empezaba a perder la estela de sí misma, pensó que convenía revelar a una serie de huidizas Lucettes (encargándoles que se pasasen la información de boca en boca, como en el espejismo de un palacio de cristal) que la muerte no era otra cosa que una reunión más completa de los infinitos fragmentos de la soledad.

No vio pasar ante ella, como en un relámpago, toda su existencia, según todos habíamos temido. El caucho rojo de una querida muñeca se quedó tranquilamente descompuesto entre los nomeolvides de un arroyo inanalizable. No obstante, mientras nadaba en redondo, como un Tobacoff amateur, en un círculo de pánico fugitivo y de insensibilidad misericordiosa, distinguió algunas imágenes singulares. Vio un par de zapatillas de piel de marta que Brigitte se había olvidado de poner en la maleta; vio a Van enjugarse los labios antes de contestar, dejar la servilleta sin decir nada, y levantarse de la mesa al mismo tiempo que ella; vio a una chica de largo pelo negro inclinándose ágilmente, al pasar, para acariciar a un dackel coronado de flores medio desechas.

El capitán hizo botar una motora potentemente iluminada. Van, el profesor de natación, y Toby, encapuchado con un chubasquero amarillo, estuvieron en la patrulla de rescate. Pero un gran trozo de mar había huido, y Lucette estaba demasiado fatigada para esperar. Luego la noche se llenó del traqueteo de un viejo y robusto helicóptero, pero su diligente haz de luz no encontró más que la negra cabeza de Van, el cual, precipitado al mar por un viraje de la canoa, gritaba interminablemente el nombre de la ahogada sobre las aguas negras surcadas de espuma laberíntica.

VI

Padre:

En este sobre encontrarás una carta cuyo objeto se explica por sí solo, y que tendrás la bondad de leer y transmitir a la señora Vinelander, cuya dirección ignoro, si no tienes inconveniente. Para tu propia edificación, te diré —aunque la cosa no tenga mayor importancia en el punto al que hemos llegado— que Lucette no ha sido nunca mi amante, contrariamente a lo que un repugnante imbécil cuyas huellas he perdido ha dado a entender en su informe sobre la tragedia.

Me han dicho que el mes próximo vuelves al Este. Di a tu actual secretaria que me llame a Kingston, si deseas verme.

Ada:

Deseo corregir y completar el relato de su muerte publicado aquí antes de mi regreso. No viajábamos «juntos». Embarcamos en dos puertos diferentes y yo ignoraba que ella estuviese a bordo. Nuestras relaciones siguieron siendo las mismas que habían sido siempre. Pasé con ella todo el día siguiente (4 de junio), salvo las dos horas de antes de la cena. Estuvimos tumbados al sol. Ella disfrutó de la brisa vivificante y del agua salada y clara de la piscina. Hacía todo lo posible por parecer despreocupada, pero pronto me di cuenta de que las cosas iban muy mal. La relación romántica a la que se abandonaba, el apasionamiento que cultivaba, no podían ser cortados por la lógica. Y, para colmo, una persona con la que le era imposible competir, entró inopinadamente en escena. Los Robinson, Robert y Rachel, los cuales sé que tenían la intención de enviarte una carta por intermedio de mi padre, fueron los penúltimos en hablar con Lucette aquella noche. El último fue un barman, a quien le extrañó lo anormal de su conducta: la siguió hasta el puente y la vio saltar, sin poder impedirlo.