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Después de una pérdida semejante me parece inevitable que se quiera recoger el más mínimo detalle, cada uno de los cabos sueltos, cada jirón deshilachado del pasado inmediato. Yo había asistido con ella a la mayor parte de la proyección de una película titulada Castillos de España(o algo así), y el galán libertino estaba siendo conducido al último de ellos cuando me decidí a dejarla en manos de los Robinson, con los que nos habíamos encontrado en la sala. Me metí en la cama. Vinieron a llamarme hacia la una de la madrugada, hora marítima, pocos segundos después de que se precipitara por la borda. Los esfuerzos por encontrarla se prosiguieron de un modo razonablemente extenso, pero por fin, tras una hora de confusión y esperanza, el capitán hubo de tomar la horrible decisión de continuar la travesía. Si se hubiese dejado sobornar, seguiríamos dando vueltas al sitio fatal.

Como psicólogo, sé el poco sentido que tiene especular sobre si Ofelia no habría acabado por ahogarse, de todas maneras, sin la ayuda de una rama traidora, aunque se hubiese casado con su Voltemand. Considerando la cuestión impersonalmente, creo que, si V. la hubiese amado, ella habría muerto en su cama, con el pelo blanco y el alma serena. Pero, puesto que no amaba verdaderamente a la desdichada virgen, y puesto que ningún acopio de ternura carnal puede llegar a pasar por amor verdadero, y, sobre todo, puesto que aquella fatal muchacha andaluza que acababa de volver a entrar en escena era inolvidable, no tengo más remedio, querida Ada, querido Andrei, que llegar a esta conclusión: no había cosa alguna imaginable que hubiera podido impedir que ella pokonchila soboy(pusiese fin a su vida). Puede que en otros mundos más edificantes y moralmente más profundos que esta burbuja de fango existan restricciones, principios, consolaciones —incluso un cierto orgullo— que lleven a hacer feliz a una mujer a la que no se ama verdaderamente; pero, en este planeta, las Lucette están perdidas de antemano.

He tenido que destruir algunas pobres cositas que le pertenecían: una pitillera, un vestido de noche de tul, un libro francés abierto por la descripción de un pic-nic; porque no podía soportar su vista. Quedo vuestro seguro servidor.

Hijo mío:

He seguido al pie de la letra las instrucciones de tu carta. Tu estilo epistolar es tan retorcido que hubiera sospechado la presencia de un código cifrado de no saber que perteneces a la escuela de los decadentes, en compañía de ese viejo pícaro, Leo, y del tísico Antón. Me importa un bledo que te hayas acostado o no con Lucette, pero sé por Dorothy Vinelander que la pobre niña había estado enamorada de ti. La película de la que hablas no puede ser otra que La última locura de Don Juan, en la que Ada, efectivamente, hace (a la perfección) el papel de una muchacha española. La mala suerte persigue la carrera artística de la pobre niña. Howard Hool se quejó, después del estreno, de que le habían hecho representar un híbrido imposible de dos «Don»; que Yuzlik, el director, había concebido inicialmente su «fantasía» como una adaptación de la novela de Cervantes; que ciertos restos del guión original se quedaron pegados al nuevo tema como copos de lana sucia, y que, si se seguía atentamente la banda sonora, se podía oír en la escena de la taberna a un compañero de jarana llamar a Hool en dos ocasiones «Quicks». Hool pudo comprar y destruir cierto número de copias, y otras han sido confiscadas por los abogados de Osberg, el cual pretende que la escena de la gitanilla está plagiada de una de sus propias tramas. En consecuencia, es imposible comprar una bobina de esa película, que se desvanecerá como el humo del proverbio en cuanto haya acabado el circuito de cines de provincias. Ven a cenar conmigo el 10 de julio. Traje de etiqueta.

Querido amigo:

A mi marido y a mí nos ha impresionado profundamente la espantosa noticia, fue a mí —¡y no lo olvidaré nunca! —a quien la pobre chica se dirigió, casi en vísperas de su muerte, para arreglar las cosas en el Tobakoff, que siempre está lleno, y que ya no volveré a tomar, un poco por superstición y un mucho por simpatía hacia la dulce y tierna Lucette. Yo estaba tan contenta por haber puesto de mi parte todo lo posible, porque alguien me había dicho que tú también estarías a bordo. Por otra parte, también ella me lo dijo: parecía muy feliz de pasar unos días sobre cubierta con su querido primo. La psicología del suicidio es un misterio que ningún sabio puede explicar.

Nunca he derramado tantas lágrimas, la pluma se me cae de los dedos. Volveremos a Malbrook a mediados de agosto. Siempre tuya,

Córdula de Prey-Tobak.

Van:

Andrei y yo hemos quedado profundamente conmovidos por los detalles complementarios que nos proporciona tu cara (¡es decir, insuficientemente franqueada!) carta. Ya habíamos recibido, por mediación de mister Grombchevski, una nota de los Robinson, que no se perdonan, pobre gente, haberle dado ese medicamento contra el mareo, una dosis excesiva del cual, junto con los efectos del alcohol, debió disminuir su capacidad de supervivencia... si cambió de idea una vez en el agua, negra y fría. No puedes saber, querido Van, hasta qué punto me siento desgraciada, tanto más, ¡ay!, cuanto que bajo los árboles de Ardis no habíamos aprendido que pudiera existir tanta desdicha.

Mi único amor:

Esta carta no será nunca confiada al correo. "Dentro de una caja de acero será enterrada bajo un ciprés en el jardín de nuestra Villa Armina, y si, por azar, dentro de quinientos años sale a la luz, nadie sabrá quién la ha escrito, ni para quién. Por otra parte, no habría sido escrita en absoluto si tu última línea, tu grito de desdicha, no fuese mi grito de triunfo. La carga de esta fiebre tiene que ser... [el final de la frase había sido borrado por una mancha de humedad cuando la caja fue exhumada en 1928. La carta continúa así]:...de vuelta a los Estados Unidos, me lancé a una búsqueda singular. En Manhattan, en Kingston, en Ladore, en docenas de ciudades, perseguía incansablemente, de cine en cine, el film que no había [aquí la tinta está completamente borrosa] en el barco, y cada vez descubría en tu representación una nueva muestra de glorioso martirio, una nueva convulsión de belleza. Ése [ilegible] es una perentoria refutación de las infames instantáneas del infame Kim. Artística y ardisíacamente hablando, el mejor momento es una de las últimas imágenes: aquélla en que sigues descalza a Don Juan, que atraviesa una larga galería de mármol y marcha hacia su destino, el cadalso del lecho de cortinas negras de Doña Ana, en torno al cual revoloteas, mi mariposa zegrí, enderezas una vela que se tuerce cómicamente y cuchicheas al oído de la dama, que frunce el ceño ante consejos tan encantadores como inútiles; y en la escena siguiente aventuras una mirada por encima de la mampara morisca y, de pronto, estallas en una risa tan natural, tan desarmante, tan deliciosa, que uno se pregunta si existe alguna forma de arte que pueda prescindir de esa explosión erótica de alegría juvenil. ¡Y pensar, mi Aurora de España, que tu cabriola mágica no dura en total más que once minutos reloj en mano! ¡Cuatro o cinco escenas de dos a tres minutos cada una!