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¡Ay!, llegó una noche en que, en un barrio lúgubre repleto de talleres y de tabernuchas llenas de humo, por la que iba a ser definitivamente la última vez, y nada más que a medias (ya que, al llegar a la escena de la seducción, la película empezó a parpadear antes de interrumpirse), pude ver... [todo el final de la carta está deteriorado].

VII

Saludó el comienzo de este siglo próspero y sereno (más de la mitad del cual ya hemos vivido Ada y yo) poniéndose a trabajar en su segundo cuento filosófico, una «denuncia del espacio» (que nunca acabaría, pero que, en visión retrospectiva, constituye un prefacio a su Textura del Tiempo). Un fragmento de este tratado, de un estilo más bien amanerado, pero desafiante y sólido, apareció en el primer número (enero de 1904) de una revista mensual americana, hoy famosa, El artesano Puede leerse un comentario del mismo en una de las cartas trágicamente correctas (todas han sido destruidas, excepto ésta) que su hermana le enviaba por correo alguna que otra vez. Aquel tipo de correspondencia no clandestina se había iniciado con el acuerdo tácito de Demon, después del intercambio epistolar que siguió a la muerte de Lucette.

Y, triste, por encima del Cáucaso,

el Demonio vuela lentamente.

Bajo él, el glaciar Bek brilla

como la faceta de un diamante.

Parecería, en efecto, que de continuar ignorándose mutuamente Van y Ada, habrían podido suscitar más sospechas que la carta siguiente:

Rancho de Agavia

5 de febrero de 1905

Acabo de leer Reflexiones en Sidra, de Ivan Veen, y lo considero un gran libro, querido profesor. Las «flechas perdidas del destino» y otros muchos rasgos poéticos me han recordado las dos o tres veces en que viniste a nuestra casa de campo para tomar el té y probar nuestros muffins hace una veintena de años. Yo era entonces, como recordarás (frase presuntuosa), una niña modelo que practicaba el tiro de arco cerca de un jarrón y de una balaustrada; tú eras un escolar tímido (del que podría ser que yo estuviese un poquitín enamorada, o eso decía mi madre) y recogías sumisamente las flechas que yo había perdido en los bosquecillos perdidos del castillo perdido en que transcurrió la infancia de la pobre Lucette y de la muy feliz Adette, y que hoy es un Hogar de Negros Ciegos. Mi madre y Lucette habrían aprobado seguramente la opinión de Dasha, que deseaba que Ardis fuese piadosamente ofrecido a su secta. Dasha, mi cuñada (tienes que verla pronto, sí, sí, es mucho más soñadora, y encantadora, e inteligente que yo), que es la que me ha dado a conocer tu libro, me pide que te diga que espera «renovar» el trato contigo —quizás en Bellevue, en Mont-Roux (Suiza)—, en octubre. Creo que en cierta ocasión conociste a Miss «Kim» Chantas; pues bien, exactamente ése es el tipo de nuestra querida Dasha. Es una artista en la percepción y persecución de la originalidad; se consagra a toda clase de estudios, de los que yo ignoro hasta el nombre. Ya acabó con Chose, donde enseñaba Historia (sale histoire, como solía decir Lucette, ¡qué gracioso y qué triste!). Para ella, tú eres el beau ténébreux, porque un día, llegado en alas de libélula, poco antes de mi matrimonio, asistió (quiero decir, simplemente, un hermoso día, me pierdo en mi estilo, mi peristilo) a una de tus conferencias sobre los sueños, y, al terminar ésta, se acercó a hablarte de su última pequeña pesadilla cuidadosamente mecanografiada en cuartillas ordenadas y cosidas, y tú la miraste sombríamente y te negaste a recoger el informe. En resumen, se ha dirigido al tío Dementiy para que éste exhorte al beau ténébreux a ir al Mont-Roux, Hotel Bellevue, en octubre, hacia el día 17, según creo, pero él se ha limitado a reír, y a decir que es a Dashenka y a mí a quien corresponde arreglar las cosas.

Así pues, otra vez «felicitas», querido Ivan. Las dos pensamos que eres un artista maravilloso, 'inevitable, que también debería «limitarse a reír» cuando críticos cretinos (y particularmente los críticos ingleses de clase baja-alta-media) motejan tu estilo de «preciosista», como el granjero americano que encuentra «peculiar» a su párroco porque entiende el griego.

P.S.:

Dushevno klanyayus («me inclino anímicamente»: construcción vulgar e incorrecta que supone la penosa imagen de un alma haciendo reverencias) nashemu zaochno dorogomu professoru (ante nuestro querido aunque invisible profesor) o kotorom mnogo slishal(del que tanto he oído hablar) ot dobrago Dementiya Dedalovicha sestritsi (al excelente Demnon y a mi hermana).

S uvazheniem(con respeto).

Andrei Vinelander

El espacio amueblado ( Furnished Space), que sólo conocemos en la medida en que está amueblado y lleno, aun cuando su contenido sea la «ausencia de substancia» —noción que ofrece igualmente un asidero a la mente—, es de naturaleza principalmente acuática, al menos en nuestro planeta. Es en esa forma como acabó con Lucette. En otra forma, más o menos atmosférica, pero no menos gravitacional y repugnante, acabó con Demon.

Una mañana de marzo de 1905, en la terraza de Villa Armina, sentado como un sultán en una alfombra, entre cuatro o cinco desnudas perezosas, Van abrió indolentemente la edición de Niza de un diario americano. En lo que era la cuarta o quinta catástrofe aèrea del nuevo siglo, una gigantesca máquina voladora se había desintegrado inexplicablemente a quince mil pies sobre el océano Pacífico, entre las Islas Lisianski y Laisanov, en la región de Gavaille. La lista de «personalidades» desaparecidas comprendía al jefe de publicidad de unos grandes almacenes, el capataz interino de la división de láminas de acero de una empresa de reproducciones facsímiles, el administrador de una firma de discos, el socio principal de un bufete de abogados, un arquitecto de gran experiencia anterior en materias aeronáuticas (en este caso hubo una primera chapuza imposible de arreglar), el vicepresidente de una compañía de seguros, otro vicepresidente, esta vez de un consejo regulador, aunque quizás...

—Yo hambrienta —dijo una macizabelleza libanesa, de quince cálidos veranos de edad.

—Llama —contestó Van, continuando en un estado de curiosa fascinación la lectura de aquel catálogo de vidas etiquetadas: el presidente de una sociedad de venta al por mayor de vinos y licores, el director de una compañía especializada en la instalación de turbinas, un fabricante de lápices, dos profesores de filosofía, dos «informadores» (que ya no tenían nada de que informar), el interventor adjunto de un banco de comercio al por mayor de vinos y licores (error de linotipia, palabras desplazadas), el interventor adjunto de una compañía de gestión, un presidente, el secretario de una agencia de Prensa...

Los nombres de aquellos importantes personajes y los de otras ocho decenas mal contadas de hombres, mujeres y niños silenciosos, muertos en el aire azul, no debían ser revelados al público antes de que todos sus parientes hubieran podido ser avisados; pero la relación pormenorizada de aquellas simples abstracciones resultaba demasiado impresionante para que un anticipo suficiente de la misma no se ofreciese sin demora al lector, a modo de aperitivo, y ya a la mañana siguiente Van supo que el presidente de un banco, perdido en la mutilación final del texto, era su padre.