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«Las flechas perdidas del destino de cada persona quedan dispersas a su alrededor», etc. ( Reflexiones en Sidra.)

Van había visto por última vez a su padre un día de primavera de 1904, en su casa. Otras personas estaban presentes: el viejo Eliot, el agente de la propiedad inmobiliaria, dos abogados (Grombchevski y Gromwell), el doctor Aix, experto en objetos de arte, Rosalind Knight, la nueva secretaria de Demon, y el solemne Kithar Sween, banquero que se había convertido en autor «de vanguardia» a los sesenta y cinco años; a lo largo de un único y milagroso año, había producido The Waistline, sátira en verso libre sobre las costumbres culinarias anglo-norteamericanas, y Cardinal Grishkin, interminable relato de una sutilidad deliberada, escrito en loor de la Iglesia de Roma. El poema no era mucho más que el parpadeo de un buho; en cuanto a la novela, había sido ya calificada de «seminal» por críticos jóvenes y famosos (Norman Girsh, Louis Deer, y muchos más), todos los cuales la alababan en tono reverente... pero tan agudo que el oído de una persona corriente no era capaz de captar gran cosa de toda aquella volubilidad de tiple; todo parecía, sin embargo, muy apasionante, y tras una enorme batahola de ensayos in memoriamaparecidos en 1910 («Kithar Sween: el hombre y el escritor», «Sween, aristócrata y poeta», «Kithar Kirman Lavehr Sween: ensayo de biografía»), sátira y novela cayeron en un olvido tan completo como la supervisión efectuada por nuestro capataz interino sobre la regulación de la experiencia anterior, o el edicto de Demon.

La conversación de sobremesa trató principalmente de negocios. Demon había adquirido recientemente una islita en el Pacífico, idealmente redonda, con una casa rosa sobre el promontorio verde, y una playa arenosa que, a vista de pájaro, parecía un volante festoneado, y quería vender el pequeño y precioso palazzode East Manhattan, que Van no quería. El señor Sween, codicioso profesional cuyos gruesos dedos se adornaban con refulgentes sortijas, dijo que él podría comprarlo si Demon incluía en el trato algunos cuadros. La propuesta no tuvo éxito.

Van prosiguió sus investigaciones personales hasta el día en que fue nombrado para la cátedra de filosofía «Rattner», en la Universidad de Kingston (¡sólo tenía treinta y cinco años!). El Consejo no se decidió a aquella elección sino ante la fuerza de las circunstancias, dramáticas circunstancias, pues los otros dos candidatos, sabios de sólida reputación, de mucha más edad y cualificaciones, y apreciados hasta en Tartaria (comarca que habían visitado a menudo, amistosos y complacientes) habían desaparecido misteriosamente (muertos, tal vez, bajo nombres falsos, en el accidente nunca explicado que ocurrió sobre el sonriente océano) «a la undécima hora»: en efecto, estaba previsto que la cátedra perdería su dotación si permanecía vacante más tiempo del autorizado por los reglamentos de Kingston, para dar así su oportunidad a otra, hasta entonces menos codiciada, aunque no menos estimable. Van no tenía ninguna necesidad de aquel honor, y no lo estimó gran cosa, pero lo aceptó con un espíritu de buen chico perverso, o de perversa gratitud, o simplemente en recuerdo de su padre, que había andado algo metido en el asunto. No se tomó el cargo demasiado en serio, y redujo al más estricto mínimo (una docena por año) el número de sus conferencias, que pronunciaba en un tono de zumbido nasal, debido principalmente a un nuevo modelo de «registrador de voz», difícil de encontrar en el mercado, que llevaba disimulado en el bolsillo del chaleco, al lado de una caja de píldoras antisépticas Venus, mientras movía los labios en silencio y pensaba en la página inacabada que le aguardaba bajo la lámpara aún encendida de su mesa de despacho, entre las hojas esparcidas de su manuscrito.

Pasó en Kingston una veintena de tristes años —entreverados con viajes al extranjero—, como un personaje oscuro, en torno al cual no se creó leyenda alguna, ni en la universidad ni en la población. Poco amado por sus austeros colegas, desconocido en los cafés del lugar, nada añorado por sus estudiantes varones, se retiró en 1922, y vivió desde entonces en Europa.

VIII

Llegamos mont roux bellevue domingo

hora cena adoración pena arco iris.

Este audaz telegrama fue entregado a Van, junto con el desayuno, en el Manhattan Palace de Ginebra, el sábado 10 de octubre de 1905. El mismo día partió para Mont-Roux, al otro extremo del lago, y se instaló, según su costumbre, en el Hotel des Trois Cygnes. El conserje, un hombrecillo frágil, pero de una antigüedad casi mitológica, había muerto cuatro años antes, durante la última estancia de Van. En lugar de la cara acartonada de Julien y su sonrisa discreta de complicidad misteriosa, que el viajero veía encenderse como una lámpara tras una pantalla de pergamino, el viejo y grueso Van encontró, dándole la bienvenida, el rostro rosado y redondo de un botones recién ascendido, que ahora llevaba librea.

—Lucien —dijo el doctor Veen, mirando por encima de sus gafas—, como su predecesor sabía muy bien, yo puedo recibir toda clase de visitantes extraños, magos, damas enmascaradas, locos, que sais-je?, y espero milagros de discreción de nuestros tres cisnes mudos. Aquí tiene una propina preliminar.

Merci infiniment—dijo el conserje, y, como de costumbre, Van se sintió infinitamente conmovido por la cortés hipérbole, que, a decir verdad, no favorecía nada la extinción del pensamiento filosófico.

Reservó dos habitaciones espaciosas, la 509 y la 510, un salón Viejo Mundo de muebles en verde dorado y un encantador dormitorio con el anexo de un cuarto de baño cuadrado, que era evidentemente una habitación transformada (hacia 1875, fecha en la cual el hotel había sido renovado y ambiciosamente mejorado). Van leyó con anticipada emoción estas palabras escritas en un letrero octogonal delicadamente colgado de su cordoncillo rojo: Do not disturb —Prière de ne pas déranger. Cuelgue este aviso del picaporte exterior de la puerta. Informe a la telefonista. (También en francés e inglés. Más escueto en inglés, en una versión impersonal que no sugiere la dulce voz de la chica del teléfono: «Telephone».)

Van encargó a la florista de la planta baja un mar de orquídeas, y al camarero del piso un bocadillo de jamón. Sobrevivió a una larga noche (en la que los grajos de los Alpes importunaban a un alba sin nubes) en una cama que apenas medía los dos tercios del fabuloso lecho del apartamente inolvidable que habían ocupado doce años antes. Tomó el desayuno en su terraza, sin hacer el menor caso de una gaviota llegada en vuelo de reconocimiento. Comió tarde, y se concedió una siesta opulenta. Se dio un segundo baño para ahogar el tiempo, y tardó un par de horas en llegar a paso de paseo, y deteniéndose un banco sí y otro no, al nuevo Bellevue Palace, situado exactamente a ochocientos metros al sureste.

Una barca roja echaba a perder el espejo azul (¡en tiempos de Casanova habría habido centenares de ellas!); los cisnes estaban allí, para el invierno, pero las fúlicas no habían regresado todavía.

Ardis, Manhattan, Mont-Roux, nuestra pequeña pelirroja ha muerto. El maravilloso retrato de Padre por Vrubel, esos diamantes dementes que me miran con fijeza, que están pintados dentro de mí.

Con el ornato que le prestaba la cálida incandescencia de los castaños ensortijados, el Monte Rousset, cuyas pendientes boscosas se alzan por detrás de la ciudad, se mostraba digno de su nombre y de su reputación otoñal, y, en la orilla opuesta del Leman (Leman quiere decir El Amante) se dibujaba a lo lejos la cima del Sexo Negro, el Peñón Negro.