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Van tenía demasiado calor, y se sentía incómodo en su camisa de seda y su traje de franela gris, uno de los más viejos de su guardarropa, que había elegido porque le hacía más esbelto... pero habría sido mejor no ponerse aquel chaleco que le estaba demasiado justo. Se sentía nervioso como un chiquillo ante su primera cita. Se preguntó qué debía parecerle más deseable: que la presencia de Ada quedase desde el primer instante diluida entre la de los demás, o que se las arreglara para estar a solas con él, al menos durante los primeros minutos. ¿Era verdad, como se lo aseguraban las putas bien educadas, que las gafas y el bigotito negro le hacían parecer más joven?

Cuando por fin llegó ante la fachada blanca con toldos azules del Bellevue (que, aun siendo el lugar favorito de los ricos estotilandeses, rheinlandeses y vinelandeses, no alcanzaba la superclase del viejo, inmenso y simpático «Trois Cygnes», con su pátina leonada y sus dorados), Van descubrió con consternación que su reloj estaba todavía lejos de marcar las siete, la más temprana hora de la cena en los establecimientos del país. Volvió a cruzar la avenida y tomó un doble kirsch con un terrón de azúcar en un café. En la repisa de la ventana de los lavabos yacía el cadáver disecado de una mariposa-colibrí. Felizmente, los símbolos no existen ni en los sueños ni en los intervalos de la vida de vigilia.

Van empujó la puerta giratoria del Bellevue, tropezó con una maleta de colores chillones, e hizo su entrée a un ridículo paso de carrera. El portero reprendió con dureza al desgraciado mozo del delantal verde que había dejado el objeto en aquel lugar. Sí, esperaban al señor en el salón principal. Un turista alemán corrió detrás de Van para rogarle, con exuberancia y no sin humor, que dispensase a la maleta culpable, cuyo propietario resultó ser.

—Si es así —observó Van —no debería usted permitir que los balnearios peguen sus adhesivos de propaganda en sus propios apéndices íntimos.

La réplica era absurda, y todo el episodio exhalaba una leve aura paramnésica... Un instante después Van recibía en la espalda un mortal balazo de pistola (son cosas que pasan, algunos turistas están completamente desequilibrados), y entraba en una nueva fase de su existencia.

Se detuvo en el umbral del gran salón, pero apenas había comenzado a escrutar el diseminado contenido humano de éste, cuando se produjo una súbita agitación en cierto grupo alejado. Ada, sin consideraciones a la etiqueta, se precipitaba hacia él. Su impulso solitario y apresurado agotó en sentido contrarío todos sus años de separación, mientras dejaba de ser la extranjera de brillo de jade y alto peinado a la moda para volver a ser la jovencita de brazos pálidos y vestida de negro que nunca había dejado de pertenecerle. En aquel particular recodo del tiempo, ellos eran los únicos personajes notoriamente activos y puestos en pie en la inmensa sala, y muchas miradas les siguieron cuando se reunieron a medio camino, como en el centro de un escenario. Pero lo que habría debido ser, en el punto culminante de aquella aproximación majestuosa, del éxtasis que aparecía en los ojos de Ada y en el fulgor de sus joyas, una gran explosión de amor, estuvo envuelto en realidad, por un incongruente silencio. Sin inclinarse, Van se llevó a los labios y besó la mano de cisne de Ada, y luego quedaron el uno ante el otro, mirándose a los ojos, él jugando con unas monedas en el bolsillo del pantalón, bajo la chaqueta «corcovada», ella manoseando su collar, como si cada uno reflejase, por así decirlo, la luz incierta a la que catastróficamente había quedado reducido todo el esplendor de su mutua acogida. Ella era más Ada que nunca, pero un resplandor de elegancia nueva se había añadido a su encanto salvaje. Sus cabellos, aún más negros, estaban peinados hacia atrás, y realzados, por encima de la nuca, en un moño brillante. Y la línea Lucette de su cuello desnudo, fino y recto, impresionó a Van como una sorpresa desgarradora, Trató de construir una frase sucinta (para advertirla de la estratagema que les permitiría concertar una cita), pero aun no había acabado de aclararse la garganta cuando ella le interrumpió con una orden mascullada: Sbrit'usi! (¡Fuera ese bigote!) y, dando la vuelta sobre sus talones, le condujo al fondo del saóln, a aquel rincón remoto desde el que tantos años había tardado en salir a su encuentro.

La primera persona a quien le presentó, una vez llegados a la isla de butacas y autómatas de figura humana reunidos en torno a una mesa baja, en cuyo centro había un cenicero de bronce, fue la cuñada prometida, una dama bajita y regordeta, vestida en un tono gris institutriz. Era de cara ovalada, cabellos castaños cortos, tez amarillenta, ojos de color azul de humo y nada risueños, y tenía una pequeña verruga bastante parecida a un grano de maíz maduro sobre la aleta de la nariz, como un ornamento añadido en una última ocurrencia por la naturaleza a la curva hipercrítica de la fosa nasal (algo no infrecuente en las caras rusas fabricadas en serie).

La mano que se tendió a continuación pertenecía a un señor alto y hermoso, particularmente sólido y cordial, que no podía ser otro que el Príncipe Gremin del increíble libreto. Su enérgico y franco apretón de manos hizo sentir a Van un deseo irresistible de lavar con líquido desinfectante todo contacto con cualquiera de las partes públicas del marido. Pero cuando Ada, otra vez radiante, hizo las presentaciones agitando una invisible varita mágica, el personaje al que Van acababa tontamente de tomar por Andrei Vinelander quedó metamorfoseado en Yuzlik, el talentudo director de aquel Don Juan en el que se había encarnizado el destino hostil. «Vasco de Gama, supongo», marmuró Yuzlik. A su lado, ignorados por él, desconocidos por Ada, y hoy muertos, hace mucho tiempo, de enfermedades anónimas, se encontraban, en actitudes serviles, los dos agentes de Lemorio, el brillante actor (un patán barbudo de genio excepcional —también olvidado hoy —a quien Yuzlik deseaba apasionadamente para su próxima película). Ya dos veces, en Roma y en San Remo, Lemorio había faltado a su compromiso, enviándole sucesivamente, para establecer «contactos preliminares», a aquellos dos personajes de aspecto miserable e incompetente, virtualmente locos, a los que Yuzlik no tenía ya nada que decir una vez agotados todos los temas de conversación (las habladurías del momento, la vida amorosa de Lemorio, el hooliganismo de Hoole, así como los hobbies de los tres hijos de Yuzlik y del hijo adoptivo de los agentes, un lindo muchachito eurasiático que había resultado muerto recientemente en una pelea de night-club... lo cual acababa pronto con ese tema de conversación). Ada había recibido con alegría la presencia real e inesperada de Yuzlik en el vestíbulo del Bellevue, no sólo porque dicha presencia contrapesaba la falsedad y la incomodidad de su primera noche, sino además porque ella esperaba conseguir un papel en What Daisy Knew; por lo demás, y aparte de que la turbación de su espíritu no le dejaba permitirse el lujo de cuidar de sus encantos profesionales, pronto comprendió que, si Lemorio aceptaba su propio papel, exigiría el codiciado por Ada para alguna de sus amantes.

Finalmente Van llegó ante el marido de Ada.

Había asesinado al bueno de Andrei Andreievich Vinelander con tanta frecuencia, de un modo tan radical, al fondo de tantas tenebrosas callejuelas, que aquella noche el pobre hombre de horrible y fúnebre traje cruzado, cara blanda y pastosa, rasgos disconformes, ojos de perro triste llenos de bolsas y frente punteada de gotas de sudor, presentaba todos los signos deprimentes de una resurrección innecesaria. Por un descuido más bien subliminal, Ada olvidó presentar a los dos hombres. El propio esposo pronunció su nombre, patronímico y apellido, con la entonación didáctica de la voz en off de una película educativa rusa. «Qbnimemsya, dorogoy» (abracémonos, viejo amigo), añadió, con voz más vibrante, sin duda, pero con la misma expresión lúgubre (que recordaba curiosamente la de Kosygin, el alcalde de Yukonsk, recibiendo un ramo de flores de una girl-scouto inspeccionando los daños producidos por un terremoto). Su aliento exhalaba un olor que Van identificó asombrado como el de un enérgico tranquilizante a base de neocodeína, prescrito en casos de pseudobronquitis psicopática. Cuando el sombrío rostro de Andrei se aproximaba al suyo, Van distinguió cierto número de verrugas y excrecencias diversas, ninguna de las cuales ocupaba, sin embargo, el provocador lugar en que se instalaba el codicilo nasal de su hermana. Llevaba el pelo, de un color pardo sombrío, tan corto como el de un soldado; se lo cortaba él mismo, a tijera. Tenía el aspecto correcto y cuidado del patricio estociano que se baña una vez a la semana.