Pasamos todos al comedor. Cuando alargaba el brazo para anticiparse al gesto de un camarero que trataba de abrir la puerta, Van rozó a su pasado, y su pasado (que continuaba jugando con el collar) le recompensó con una mirada oblicua «a lo Dolores».
La colocación de los comensales fue confiada al azar.
La vieja pareja formada por los dos agentes de Lemorio —los cuales, para no estar casados, vivían desde hacía bastante tiempo como marido y marido en sus bodas de plata cinematográficas —siguió junto en la mesa, entre Yuzlik, que no les dirigía la palabra, y Van, que estaba siendo torturado por Dorothy. En cuanto a Andrei (el cual hizo una ligera señal de la cruz sobre su indesabotonable abdomen antes de atarse la servilleta alrededor del cuello) se encontró situado entre hermana y esposa. Pidió la «cart de Van» (lo que causó al verdadero Van un dulce regocijo), pero, como era amante de las bebidas fuertes, sólo echó un vistazo a la lista de «blancos suizos» antes de conceder la palabra a Ada, quien pidió en seguida champagne. A la mañana siguiente la dijo que su primo proizvodit udwitel'no simpatichnoe vpechatlenie (causaba una impresión notablemente simpática). La panoplia verbal del buen hombre casi se reducía a lugares comunes rusos notablemente simpáticos, pero, como no le gustaba hablar de sí mismo, hablaba tanto menos cuanto que el monólogo sonoro de su hermana (que rompía contra las orillas rocosas del islote de Van) le magnetizaba, le hipnotizaba y absorbía por entero su atención pueril. Dorothy, con un modesto lamento, se lanzó al preludio del relato tanto tiempo diferido de su pesadilla favorita («Naturalmente, no ignoro que los malos sueños son una zhidovskaia prerogativa de sus enfermos»), pero cada vez que el analista recalcitrante levantaba los ojos del plato para mirar a su vecina, su atención se fijaba con tanta insistencia en la cruz griega, de tamaño casi eclesiástico, que brillaba en un pecho desprovisto de cualquier otra posible causa de interés, que Dorothy creyó oportuno interrumpir su relato (que parecía la erupción de un voícán onírico) para decir:
—Deduzco de sus escritos que es usted terriblemente cínico. ¡Oh, yo comparto plenamente la opinión de Simone Traser de que un punto de cinismo es el ornamento natural del verdadero varón! Pero, no obstante, prefiero advertirle, por si tratase de hacer alguna, que no admito las bromas antiortodoxas.
Pero ya Van tenía más que suficiente de su loca vecina (loca con una locura sin interés). Llegó por poco a restablecer el equilibrio de su vaso, casi volcado por un gesto que había hecho para atraer la atención de Ada, y dijo, sin venir mucho a cuento, y en un tono que Ada calificó poco después de mordiente, amenazador y enteramente inadmisible:
—Mañana por la mañana quiero acapararte, querida. Como quizás te han hecho saber mi abogado, o el tuyo, o ambos, los depósitos de Lucette en diversos bancos suizos... —Ya continuación colocó un informe preparado e inventado in toto de la situación de los bienes de Lucette—. Te propongo, si no tienes otras obligaciones (su mirada interrogativa evitó a los Vinelander y se dirigió sucesivamente a los tres cineastas, que sucesivamente inclinaron la cabeza en señal de imbécil aprobación), que vayamos los dos a ver a Maître Jorat, o Ratón, he olvidado el nombre, mi asesor, enfin, que vive en Luzon, a media hora de coche. Me ha dado ciertos documentos que están en mi hotel, y que es necesario que suspires, quiero decir, que firmes con un suspiro, porque se trata de un asunto enojoso. ¿Entendido? Entendido.
—Pero, Ada —trompeteó Dora—, ¡olvidas que mañana por la mañana queríamos visitar el Instituto de Harmonía Floral en Château Piron!
—Ya lo visitarán pasado mañana, o el martes, o el otro martes —dijo Van—. Habría tenido mucho gusto en conducirles a los tres a ese fascinante lugar de meditación, pero mi pequeño Unseretti deportivo no tiene más que una plaza de pasajero, y temo que ese asunto de los depósitos perdidos sea urgentísimo.
Yuzlik se moría de ganas de colocar una palabra. Van cedió ante el bienintencionado autómata.
—Estoy encantado y me siento honradísimo de cenar con Vasco de Gama —dijo Yuzlik, alzando su vaso hasta la altura de su notable aparato facial.
La misma lectura errónea del nombre (que ilustró a Van sobre las fuentes de información de Yuzlik) se encuentra en Los carillones de Chose (colección de recuerdos escrita por un antiguo camarada de Van, ahora lord Chose, que había trepado a la cucaña del best-seller y se mantenía allí, principalmente a causa de ciertas alusiones indecentes, pero muy divertidas, a la Villa Venus de Ranton Brooks). Mientras rumiaba la enjundia de una réplica adecuada y saboreaba un bocado de sharlott (no me refiero a la charlatanesca Charlotte russe servida en la mayoría de los restaurantes, sino al castillo de corteza caliente y dorada guarnecido con mermelada de manzanas, el verdadero castillo debido al talento de Takomin, el chef del hotel, venido de Rose Bay, California), Van sentía tirar de él a dos deseos contrarios: el de insultar a Yuzlik, que había osado colocar su mano sobre la mano de Ada cuando, un momento antes, le pidió que le pasase la mantequilla (Van estaba infinitamente más celoso que aquel varón de mirada límpida que de Andrei; con un escalofrío de orgullo y de odio recordó que en la Nochevieja de 1893 había embestido a uno de sus primos, el gordo Van Zemski, por permitirse la misma caricia cuando se acercó a saludarles en el restaurante, y, más tarde, con un pretexto cualquiera, le había roto la mandíbula en el club del joven príncipe); y, segundo, el de revelar a Yuzlik la admiración que sentía por La última locura de Don Juan. Como, por razones obvias, no podía permitirse satisfacer el primer deseo, renunció espontáneamente al segundo, que le pareció secretamente maculado de cobarde cortesía, y se contentó con replicar, una vez tragada, finalmente, la masa bañada en ámbar:
—El libro de Jack Chose es muy divertido, especialmente el pasaje que trata de manzanas y diarrea, y los extractos del Álbum Concha de Venus (la mirada de Yuzlik quedó fija en una posición oblicua, como si estuviera esforzándose en recordar; luego inclinó enérgicamente la cabeza, como muestra de homenaje a un recuerdo común)... pero el bribón no debía ni haber divulgado mi nombre ni haber contrahecho mi thespiónimo.
Durante la triste cena (alegrada únicamente por la sharlott y cinco botellas de Moet, de las cuales Van consumió más de tres), evitó mirar a Ada en aquella parte del cuerpo que se llama «el semblante», parte viva y divina, y misteriosamente escandalosa, que, bajo esa forma esencial (dejemos aparte las manchas pastosas, o verrugosas), sólo rara vez se encuentra en los seres humanos. Ada, por su parte, no podía evitar que sus ojos sombríos se dirigiesen en todo momento hacia él, como si a cada mirada volviese a encontrar su equilibrio; pero, cuando el grupo pasó al salón para tomar el café, Van empezó a sentirse atormentado por problemas de focalización, y la retirada de los tres cineastas, al disminuir sus puntos de referencia, agravó trágicamente la situación.
ANDREI: Adochka, duchka(Adita, querida), razskazhi zhe pro rancho pro skot(háblale del rancho, del ganado), emu zhe lyubopitno(eso ha de interesarle).