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—¡Sécate el cuello! —le gritó en un susurro (¿quién y cuándo, en este libro, en esta vida, ha tratado ya de «susurrar un grito»?)

Aquella noche, en un sueño post-Moët, sentado en el talco de una playa tropical llena de cuerpos tumbados al sol, frotando primero la lanza roja e irritada de un adolescente angustiado de deseo, se encontró, un instante después, mirando, a través de sus gafas oscuras, las sombras simétricas que flanqueaban una columna vertebral brillante, señalada en las costillas por un sombreado menos intenso, y perteneciente a Lucette o a Ada, sentada un poco más allá, en una toalla de playa. Al cabo de un momento la joven se dio vuelta y se acostó sobre el vientre; también ella llevaba gafas de sol, y ninguno de los dos podía adivinar, a través del ámbar negro, la dirección exacta de la mirada del otro, aunque Van advirtiese en el hoyito animado por una imperceptible sonrisa, que ella estaba mirando la carne viva escarlata que, desde el principio, era la de él mismo. Alguien que pasaba con una mesita de ruedas, dijo: es una de las Vane Sisters. Van se despertó murmurando, con la aprobación del especialista, aquel juego de palabras onírico en el que aparecía su nombre, se quitó de los oídos las bolitas de cera, y, en un maravilloso acto de rehabilitación y encadenamiento, la mesa del desayuno tintineó en el pasillo al franquear el umbral de la habitación contigua, y Ada entró, ya con la boca llena y salpicada de miel. ¡Sólo eran las ocho menos cuarto!

—¡Chica lista! —dijo Van—. Pero antes de nada tengo que ir al petit endroit (W.C.)

"Aquella cita, y las nueve que la siguieron, iban a representar la más elevada cota de un amor de veintiún años: mayoría de edad peligrosa, complicada, indeciblemente radiante. El estilo italiano del apartamento de Van, sus lámparas murales de complicada ornamentación, en cristal de color caramelo pálido, sus pulsadores de porcelana que producían indiscriminadamente luces o camareros, sus ventanas de celosía y gruesas cortinas que hacían tan difícil que el alba se despojase de sus velos como si fuese una virgen gazmoña, las puertas convexas de un enorme armario blanco de tipo «Virgen de Nuremberg» en el vestíbulo de la suite, hasta la imagen en color, firmada Randon, que representaba un navio de tres palos entre el verde zigzag de las olas en el puerto de Marsella... en una palabra, la atmósfera alberghiana de aquellas nuevas citas les añadía un toque de novela clásica (¡aquí Aleksey y Anna pueden haber colocado sus líneas de puntos...!) que Ada acogía gustosa como una estructura, como una forma, o algo que sostenía y protegía la vida, desprovista, por otra parte, de Providencia en nuestra Desdemonía, donde los únicos dioses que existen son los artistas. Cuando, después de tres o cuatro horas de amor desenfrenado, Van y la señora Vinelander abandonaban su suntuoso retiro para reintegrarse a las brumas azuladas de un extraordinario mes de octubre que conservó su tibieza y su poesía durante todo el tiempo del adulterio, tenían la sensación de encontrarse aún bajo la protección de aquellos Príapos pintados que los antiguos romanos colocaban en los bosquecillos del Rufomonticulus.

—Te acompañaré a pie al Bellevue. Volvemos de una conferencia con los banqueros de Luzon, y te acompaño de mi casa a la tuya.

Era la frase consagrada que Van pronunciaba invariablemente para poner a los hados al corriente de la situación. Desde el primer día tomaron la precaución de evitar radicalmente toda exposición equívoca en la terraza abierta sobre el lago y visible por todas las flores malvas o amarillas que ornaban los parterres del paseo. Salían del hotel por una puerta trasera.

Una alameda bordeada por setos de boj y dominada por una secuoya semper virens (que los turistas americanos tomaban equivocadamente por un cedro del Líbano... cuando reparaban en él) les condujo a la calle de la Morera (nombre absurdo), donde una paulonia principesca (¡morera!, se burló Ada) que se alzaba majestuosa en la terraza incongrua de un W.C. público se desprendía generosamente de sus hojas en forma de corazón verde intenso, sin dejar de ser suficientemente frondosa para proyectar sus arabescos de sombra sobre la parte de tronco expuesta al sol. Un gingko (de un verde dorado mucho más luminoso que su vecino, un abedul local que tiraba a amarillo), señalaba el recodo de una alameda de guijarros que llevaba al muelle. Siguieron en dirección sur el célebre Paseo Fillietaz, que, en la orilla suiza del lago, va desde Valvey hasta el castillo de Byron, o Château She Yawns. La estación turística había terminado y las aves invernantes, así como cierto número de centroeuropeos con pantalones de golf, habían remplazado a las familias inglesas y a los aristócratas rusos de Nipissing y Nipigon.

—Noto el espacio sobre el labio indecentemente desnudo —(se había afeitado el bigote en presencia de Ada, con aullidos de dolor)—. Y no puedo estar todo el tiempo recogiendo el vientre.

—No te preocupes. Te prefiero con ese encantador excedente de peso... y yo tengo más que tú. Es herencia materna, supongo, porque Demon adelgazaba de día en día. Tenía todo el aspecto de Don Quijotecuando le vi en el entierro de mamá. Un entierro curiosísimo. Llevaba luto azul. El hijo de Onski, que es manco, le estrechó con su único brazo, y los dos se pusieron a llorar como fuentes. Luego, un personaje ensotanado, con aire de extra en una encarnación de Visnú en tecnicolor, pronunció un sermón incomprensible. A continuación, ella, literalmente, se esfumó; y él me dijo, entonces, sollozando: «Yo no defraudaré a los pobres gusanos del cementerio.» Unas dos horas después de dejar incumplida su pro mesa tuvimos unas visitas inesperadas en el rancho... una chiquilla de ocho años extraordinariamente graciosa bajo su velo negro, acompañada de una especie de dueña, también de negro, y con dos guardias de corps. La bruja reclamaba ciertas sumas fantásticas, que, según decía, Demon no había tenido tiempo de pagar, y les debía en concepto de «reventón de himen»... a consecuencia de lo cual hice que uno de nuestros criados más fornidos echase de allí vsu kompaniyu(a toda la compañía).

—Extraordinario —dijo Van—. Eran cada vez más jóvenes. Me refiero a las chicas, no a los cow-boysfuertes y silenciosos. Su vieja Rosalind tenía una sobrina de diez años, unas pollita precoz. No habría tardado en ir a buscarlas a la incubadora.

—Nunca has querido a tu padre —dijo tristemente Ada.

—Sí, le he amado, y sigo amándole, con ternura, con respeto, con comprensión, porque, después de todo, esa poesía menor de la carne no me es extraña. Pero en lo que nos concierne, a ti y a mí, fue enterrado el mismo día que nuestro tío Dan.

—Lo sé, lo sé. Es una lástima. Y ¿de qué ha servido eso? Quizás no debía decírtelo, pero sus visitas a Agavia se hicieron más raras y más breves cada año. Sí, era penoso oírle hablar con Andrei. Quiero decir, que Andrei no tiene facilidad de palabra, aunque apreciaba mucho (sin entenderlo del todo) el flujo incontenible de fantasías y hechos fantásticos de Demon, y acostumbrase exclamar, con su tsk-tsk ruso y halagadores movimientos de cabeza: «¡qué balagur (bromista) es usted!» Y finalmente un día Demon me advirtió que no volvería si Andrei seguía repitiéndole su estúpida gracia ( Un badagurzhe vi, Dementiy Labirintovich), o si Dorothy, la impayable (impagable por impudencia y absurdidad), se empeñaba en hacerle saber lo que pensaba de mis correteos por las montañas, sin otra persona que Mayo, un vaquero, para protegerme de los leones.

—¿Se puede saber algo más acerca de eso? —preguntó Van.

—Nadie ha sabido nada más. Todo ocurrió en una época en que yo no hablaba con mi marido ni con mi cuñada, y no podía dirigir la situación. De todas maneras, Demon no volvió a aparecer, ni cuando se encontraba a menos de trescientos kilómetros. Todo lo que hizo fue enviarnos por correo, desde algún casino de juego, tu hermosa carta sobre Lucette y mi película.