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VII

Van, que se caía de sueño, se fue a acostar poco después del «té de la noche», una colación estival, prácticamente sin té, que se tomaba unas horas después de la cena, y que parecía a Marina tan natural e indispensable como la regular llegada del crepúsculo antes de la noche. En Ardis Manor, aquel tradicional ágape ruso consistía en la prostokvasha, que las institutrices inglesas traducían por curds-and-whey(cuajos y suero) y Mlle. Larivière por " lait caillé" (leche cuajada), cuya capa superficial, fina y cremosa, espumaba Ada delicada pero ávidamente (Ada: ¡cuántas acciones tuyas pueden ser calificadas con esos adverbios!) con la punta de la cuchara de plata, marcada con su monograma, que chupaba con deleite antes de atacar las profundidades más compactas del plato. Para acompañar la prostokvashahabía pan negro de campesino, klubnika (Fragaria elatior) de un rojo oscuro, y grandes fresas de jardín de rojo brillante (resultado de un cruce de otras dos especies de fragaria).

Apenas había puesto Van la mejilla en su fría y escuálida almohada, cuando fue violentamente despertado por un concierto de clamores —gorjeos brillantes, dulces silbidos, trinos agudos, graznidos ásperos y tiernos susurros —que pensó, no sin cierta aprensión de profano, que Ada habría sabido disociar y atribuir a sus respectivos autores. Deslizó los pies en sus babuchas, tomó su jabón, su peine y su toalla y, cubriendo su desnudez con un albornoz, salió de su habitación con la intención de bañarse en el arroyo que había advertido la víspera. El reloj del pasillo tictaqueaba en el silencio auroral, roto únicamente, de puertas adentro, por un ronquido magistral que procedía de la habitación de la institutriz. Tras un instante de duda, Van hizo una visita al W.C. de los niños. Por el estrecho ventanillo abierto le asaltaron el loco estruendo de los pájaros y el brillo de un soberbio sol. Van se sentía bien, ¡muy bien! En la gran escalera, el padre del general Durmanov le saludó con una mirada grave y le pasó a su vecino, el viejo príncipe Zemski, quien a su vez le pasó al siguiente antepasado... y todos observaron a Van con la discreción atenta de esos guardianes de museo que vigilan al turista extranjero, visitante solitario de un viejo palacio tenebroso.

La puerta principal estaba cerrada, con cerrojos y cadena. Van probó en una puerta lateral, de cristal y enrejada, que daba a una galería decorada con guirnaldas azules. Vano esfuerzo. Desconocedor aún de que, bajo la escalera, un escondrijo poco visible guardaba un surtido de llaves de emergencia (entre ellas algunas muy antiguas y de ignorada atribución, que colgaban de clavos de bronce) y comunicaba con un cuartito para instrumentos, que se abría directamente sobre un rincón retirado del jardín, Van atravesó varios salones, en busca de alguna ventana complaciente. Por el camino, en una habitación de esquina, encontró, de pie ante una alta ventana, a una joven doncella a la que había visto el día anterior y a quien había prometido mentalmente futuras investigaciones. La muchacha vestía lo que Demon llamaba, con una mirada de reojo sugeridora de sobreentendidos, «de negro vicetiple, con volante blanco». En sus cabellos castaños, una peina de carey reflejaba una luz ambarina. La contraventana estaba abierta sobre el jardín, y la muchacha, con una mano, en la que brillaba la estrella de un aguamarina, apoyada en alto sobre la jamba de la ventana, contemplaba un gorrión que se aproximaba saltarín a un pedacito de bizcocho que ella le había arrojado a las baldosas del camino. Su perfil de camafeo, su gentil nariz rosa, su largo cuello francés, blanco como los lirios, las curvas de su contorno (la concupiscencia masculina no llega más lejos en materia de hallazgos descriptivos), y, sobre todo, el instinto feroz de la ocasión favorable, emocionaron a Van de un modo tan vigoroso que no pudo por menos de coger por la muñeca el lindo brazo levantado, enfundado en una manga estrecha. La muchacha se soltó, e, indicando a su perseguidor, con su actitud flemática, que le había visto aproximarse, volvió hacia él un rostro atractivo, aunque casi desprovisto de cejas, y le preguntó si quería tomar una taza de té antes del desayuno. No, gracias... pero, ¿podía saber cómo se llamaba? Blanche, señor. Pero Mlle. Larivière la llamaba Cenicienta, porque sus medias tenían una marcada tendencia a caer en arrugas, ¿el señor entiende lo que quiero decir?, y porque lo rompía todo, lo perdía todo, y confundía las flores rojas con las azules. Van se aproximó aún más. Su vestidura suelta revelaba su deseo: un punto que no podía escapar a la atención de una chica, aunque fuese ciega para los colores. Y mientras la mirada de Van, deslizándose un poco por encima de la peina de carey, recorría el horizonte doméstico con la esperanza de que un lecho practicable apareciese en algún lugar de aquel castillo encantado (donde cualquier sitio, como en las Memoriasde Casanova, podía convertirse, por la alquimia del sueño, en el rincón de un serrallo recóndito), ella se escabulló fuera de su alcance y, en su dulce francés de Ladore, moduló este monólogo:

—El señor tiene quince años, creo, y yo, eso sí lo sé, tengo diecinueve. El señor es un aristócrata; yo soy la hija de un pobre minero. El señor ha conocido, sin duda, a mujeres de la ciudad, mientras que yo soy virgen, o casi. Además, si me enamorase del señor —quiero decir, si me enamorase de verdad—, y eso podría muy bien ocurrir, ¡ay!, con que el señor me poseyese una sola vez, no habría para mí más que pena, llamas del infierno, desesperación e incluso la muerte. En fin, puedo añadir que tengo flujo blanco y he de consultar al doctor Cronic, quiero decir, Crolic, mi próximo día libre. Ahora tenemos que separarnos. El gorrión se ha marchado, ya ve usted, y monsieurBouteillan, que acaba de entrar en la habitación de al lado, puede vernos la mar de bien en aquel espejo que hay encima del sofá, detrás del biombo de seda.

—Perdóname, chica —murmuró Van, a quien aquella voz extraña y trágica, que mezclaba el inglés y el francés, había turbado más de lo razonable, como si tuviera el papel principal en una comedia y sólo se acordase de aquella única escena. En el espejo, una mano de mayordomo hizo salir una garrafa de los márgenes de la no-existencia y desapareció de la vista. Van volvió a atarse el cordón del albornoz, franqueó la puerta y se hundió en la verde realidad del jardín.

VIII

Aquella misma mañana, o un par de días más tarde, en la terraza, Mlle. Larivière decía:

—Anda, ve a jugar con él —y empujaba a Ada (cuyas caderas infantiles sufrieron una sacudida que estuvo a punto de desarticularlas)—. ¿Cómo puedes dejar que tu primo se aburra en una mañana tan bella? Cógele de la mano y ve a enseñarle tu alameda favorita, con la dama blanca, la montaña y la encina grande.