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—Me gustaría conocer también algunos detalles concretos a propósito de los lazos conyugales... Frecuencia de las relaciones, nombres cariñosos para las excrecencias secretas, olores preferidos...

Platok momental'no! (¡Un pañuelo, rápido!) El agujero derecho de tu nariz está lleno de jade húmedo —dijo Ada, antes de indicar con el dedo, en un cuadro de césped, un aviso circular enmarcado en rojo, en el que bajo la palabra PROHIBIDO se representaba la imagen de un inverosímil perro negro con una cinta blanca—. No comprendo por qué las autoridades suizas prohiben el cruce de caniche y terrierescocés.

Las últimas mariposas de 1905, indolentes pavones y vulcanos, sacaban el mejor partido posible de las modestas flores del otoño. Un tranvía pasó a su izquierda, muy cerca del paseo en el que descansaban, y donde se besaron prudentemente cuando dejó de oírse el gemido de las ruedas. Los raíles, heridos por el sol, tomaban un bello tinte cobalto: el medio día reflejado en el metal brillante.

—Comamos queso y bebamos vino blanco bajo esa pérgola —sugirió Van—. Los Vinelander comerán hoy solos.

Algún aparato de música tocaba cantos de la selva; los sacos de una pareja de tiroleses mostraban sus desagradables interioridades cerca de ellos, y Van sobornó al camarero para que les instalase la mesa algo más allá, sobre las tablas de un embarcadero abandonado.

Ada admiró la población de aves acuáticas: patos negros moñudos, con contrastes blancos en los flancos, que les hacían parecer personas saliendo de unos almacenes (comparación que, como las siguientes, pertenece a Ada) con un paquete plano y alargado (¿una corbata nueva? ¿unos guantes?) bajo cada brazo, mientras el pequeño moño negro recordaba la cabeza de Van cuando tenía catorce años y acababa de bañarse en el arroyo; fúlicas (que, después de todo, habían regresado) nadando con un curioso movimiento del cuello, como para sacar agua con una bomba, al estilo de los caballos que van al paso; palmípedas del género podiceps, de diversos tamaños, moñudas o no, con la cabeza alzada y algo de heráldico en su actitud. Tenían ritos nupciales maravillosos, enhiestos macho y hembra, frente a frente, muy juntos, así (Ada, al explicarlo, formaba un paréntesis con los dedos)... un poco como dos cantoneras para sujetar libros, sin libros entre ellas, y sacudiendo la cabeza...

—Te he pedido que me hables de los ritos de Andrei. —¡Ah, a Andrei le emociona tanto ver estos pájaros europeos! Es un gran cazador, y conoce muy bien toda la fauna del oeste. Allí hay un podiceps minor monísimo, que tiene como una cinta negra alrededor de su grueso pico blanco. Andrei le llama pestroklyuvaya chomga. Y la chomga, grande, moñuda, es, dice él, la hohlushka. Si vuelves a poner esa cara ceñuda cuando digo una cosa inocente, y, en conjunto, divertida, te voy a besar en la punta de la nariz a la vista de todo el mundo.

Una insignificancia artificial... no de la mejor vena Veen. Pero se recuperó inmediatamente:

—¡Oh, mira esas gaviotas que juegan a gallinas!

Varias gaviotas reidoras, algunas de las cuales llevaban aún el gorro negro y ajustado del verano, se habían posado en la balaustrada bermeja de la orilla del lago, con la cola del lado del paseo, y miraban cuáles de ellas resistirían firmes en su puesto al acercarse el próximo paseante. La mayoría se precipitó al agua, con grandes movimientos de alas, al aproximarse Ada y Van. Una disidente contrajo las plumas de la cola e hizo un movimiento análogo al de doblar las rodillas, pero aguantó, y siguió sobre la balaustrada.

—Creo que sólo una vez hemos visto esta especie en Arizona, en un lugar llamado Saltsink, algo como un lago artificial. Nuestras gaviotas vulgares tienen la punta de las alas completamente distintas.

Un podiceps minor, moñudo, que flotaba a cierta distancia, lentamente, muy lentamente, empezó a hundirse, y luego, de pronto, dio un salto de pez volador, mostrando su vientre blanco y brillante, y desapareció.

—¿Por qué demonios no le hiciste saber de un modo u otro —preguntó Van —que no estabas enfadada con ella? Tu carta falaz la hizo muy desgraciada.

—¡Bah! Me puso en una situación incomodísima. Comprendo muy bien que estuviese enfurecida con Dorothy (la cual tenía buena intención, pobre tonta, tan tonta como para tratar de ponerme en guardia contra eventuales «infecciones» como la lesbianitis labial), pero eso no es razón para que fuera a ver a Andrei a la ciudad y le dijera que ella y el hombre a quien yo había amado antes de mi matrimonio eran grandes amigos. Él no se atrevió a molestarme con su curiosidad, pero se quejó a Dorothy de la neopravdannaya zhestokost (injustificada crueldad) de Lucette.

—Ada, Ada —gimió Van —quiero que te libres de ese marido tuyo, y tambiénde su hermana, ¡y ahora mismo!

—Dame quince días. Tengo que regresar al rancho. La idea de que pudiera husmear en mis asuntos me es insoportable.

Al principio todo pareció desarrollarse de acuerdo con las instrucciones de algún genio bueno.

Para gran alegría de Van (una alegría cuya poco discreta manifestación no fue aprobada ni desaprobada por su amante), Andrei tuvo que guardar cama a causa de un resfriado, durante casi toda la semana. Dorothy, la enfermera perfecta, se mostró mucho más solícita que Ada (la cual, como nunca había estado enferma, no podía soportar la vista de un doliente) a la cabecera de su hermano, leyéndole, mientras sudaba su enfermedad, números atrasados del Golos Feniksa; pero el viernes el médico del hotel le envió al hospital americano de la comarca, en el que ni su misma hermana fue autorizada a visitarle «por la necesidad de constantes exámenes rutinarios», o más bien porque el desgraciado deseaba enfrentarse con la catástrofe en una soledad viril.

Durante los días siguientes, Dorothy empleó su tiempo libre en espiar a Ada. Estaba segura de tres cosas: que Ada tenía un amante en Suiza, que Van era su hermano y que organizaba citas secretas entre su irresistible hermana y la persona a la que ella había amado antes de su matrimonio. El hecho, notable y chistoso, de que las tres cosas fueran verdad, pero carecieran de sentido así enunciadas, por separado, procuró a Van un nuevo motivo de diversión.

Los Tres Cisnes daban sombra a una fortaleza. Quienquiera que compareciese, in corpore o por la voz, era informado por el conserje o sus acólitos de que Van había salido, que no conocían a ninguna señora Vinelander y que todo lo que podían hacer era recoger la nota que quisieran dejar. El coche, estacionado en un lugar apartado, en un bosquecillo, no podía traicionarles. Por la mañana Van solía utilizar el ascensor de servicio, que comunicaba directamente con el patio trasero. Lucien, hombre de cierto ingenio, aprendió a conocer pronto la voz atiplada de Dorothy: «la voz metálica ha telefoneado»; «la Trompeta no estaba contenta esta mañana», etc., etc. Luego, las Parcas benignas se tomaron un día de asueto.

Andrei había sufrido una primera y copiosa hemorragia en agosto, durante un viaje de negocios a Phoenix. Optimista contumaz, independiente y sin demasiadas luces, la había considerado como una simple hemorragia de nariz salida por la boca y no había hablado a nadie de ello, para evitar «comidillas estúpidas». Hacía años que padecía la tos ronca del fumador de dos cajetillas diarias, pero cuando, algunos días después de aquella «hemorragia nasal» escupió en el lavabo una flema escarlata, decidió suprimir los cigarrillos y conformarse con sus tsigarki (puritos). El segundo incidente se produjo en presencia de Ada, en vísperas de su viaje a Europa. Consiguió escamotear su pañuelo manchado de sangre antes de que ella lo viera, pero Ada recordaba haberle oído decir: Vot te na (es curioso), con voz preocupada. Pensando, como casi todos los estocianos, que en la Europa Central es donde se escuentran los mejores médicos, se dijo que, si volvía a escupir sangre, consultaría a un especialista de Zurich que le había recomendado un miembro de su «logia» (lugar de reunión de fraternos acumuladores de dinero). El Hospital Americano de Valvey, contiguo a la iglesia rusa construida por Vladimir Chevalier, su tío abuelo, resultó lo suficientemente competente para diagnosticar una tuberculosis avanzada del pulmón izquierdo.