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El miércoles 22 de octubre, poco después de mediodía, Dorothy, que trataba «frenéticamente» de localizar a Ada (la cual, tras su visita habitual a los Tres Cisnes, estaba aprovechando unas horas en el «Salón de Peluquería y Belleza» de Paphia), dejó una nota para Van. Éste no la leyó hasta mucho después, ya de noche, al regresar de un viaje a Sorcière, ciudad situada unos ciento cincuenta kilómetros más al este, en el Valais, donde había comprado una villa para él «y mi prima», y cenado con la ex-propietaria, Madame Scarlet, viuda de un banquero, y con su hüa Eveline, rubia granujienta pero bonita, que parecieron ambas muy conmovidas eróticamente por la rapidez con que el trato quedó cerrado.

Van se sentía todavía tranquilo y lleno de esperanza. Después de haber estudiado atentamente el histérico informe de Dorothy, seguía creyendo que nada amenazaba su destino, que, en el mejor de los casos, Andrei moriría en seguida, ahorrando a Ada el escándalo de un divorcio, y en el peor de los casos sería enviado a la montaña, a algún sanatorio de novela, donde permanecería algún tiempo, durante los últimos párrafos del epílogo, lejos de la realidad de su vida juntos. El viernes por la mañana, a las nueve, como habían convenido la víspera, se dirigió al Bellevue con la agradable perspectiva de llevarla en coche a Sorcière para enseñarle su nueva casa.

De manera bastante oportuna, la noche anterior una tormenta había pulverizado la espina dorsal al milagroso verano. Con una oportunidad aún mayor, el comienzo prematuro de la regla de Ada había abreviado las caricias de ayer. Cuando Van llegó, estaba lloviendo. Cerró la puerta del coche, se remangó los pantalones y pasó los charcos a grandes zancadas, entre una ambulancia y un gran Yak negro estacionados ante el hotel. Todas las alas del Yak estaban desplegadas, dos botones habían comenzado a apilar las maletas bajo la vigilancia del chófer y diversas partes del viejo coche de alquiler contestaban con discretos chirridos a los gruñidos de los botones.

Súbitamente experimentó una sensación de frío reptiliano en su calvicie incipiente. Se disponía a entrar en la puerta giratoria cuando ésta puso ante él a Ada, un poco al modo de esos barómetros de madera tallada cuyas puertas muestran alternativamente una marioneta macho o una marioneta hembra Su atavío —el impermeable sobre un jersey de cuello de cisne, el pañuelo a la cabeza, el bolso de cocodrilo en bandolera —formaba un conjunto algo pasado de moda e incluso provinciano. «No tenía cara», como dicen los rusos para describir una expresión de completo abatimiento.

Dando la vuelta al hotel, Ada le condujo hasta una fea rotonda, al abrigo de la triste llovizna, y allí quiso besarle. Pero él evitó sus labios. Ada se marchó en seguida. Andrei, heroico y desvalido, había sido llevado al hotel en ambulancia. Dorothy había conseguido tres plazas en el avión Ginebra-Phoenix. Los dos coches les conducirían, a él, a ella y a su heroica hermana, al desamparado aeropuerto.

Ada pidió un pañuelo. Van se sacó uno azul del bolsillo del chubasquero. Pero ya habían empezaro a caerle las lágrimas, y se tapó los ojos cuando él se lo ofrecía, con la mano tendida.

—¿Entra eso en tu papel? —preguntó Van, fríamente.

Ella sacudió la cabeza, tomó el pañuelo con un merci de niña, se sonó respiró penosamente, tragó saliva y se puso a hablar... y, un momento después, todo, absolutamente todo, estaba perdido.

No podía decirle nada a su marido mientras estuviese enfermo. Van tendría que esperar hasta que Andrei se hubiera repuesto lo suficiente para soportar la noticia, y eso podría exigir algún tiempo. Ella, naturalmente, debería hacer todo cuanto estuviese en su mano para asegurar su completa curación. Había en Arizona uno que hacía milagros...

—Algo así como remendar a un tipo antes de colgarle —comentó Van.

—Y cuando pienso —siguió Ada, moviendo las manos en un gesto torpe, como cuando se deja caer una fuente o una tapadera—, cuando pienso que considera un deber ocultarlo todo... ¡Oh, indudablemente no puedo dejarle ahora!

—Sí, ya conozco la historia. El flautista al que hay que curar de su impotencia, el valiente alfèrez que puede no regresar de una guerra lejana...

—¡No te burles! —exclamó Ada—. ¡Pobre, pobrecillo! ¿Cómo se te ocurre burlarte?

Un rasgo peculiar de su manera de ser, ya desde el tiempo de su juventud, impulsaba a Van a aliviar sus accesos de cólera o de decepción mediante fórmulas grandilocuentes y enigmáticas que molestaban tanto como una uña rota que roza en la seda —el forro del Infierno.

—¡Castillo de la Verdad, Castillo Claro! ¡Helena de Troya, Ada de Adis! ¡Has traicionado al Árbol y a la Falena!

—¡Perestagne (¡Basta! ¡Stop!) —dijo Ada como un imbécil que se dirige a un epiléptico.

—Ardis Primero, Ardis Segundo, Man-Hat-Tan, y ahora Mont-Roux...

—¡Perestagne! —repitió Ada.

—¡Oh! ¿Quién me devolverá mi Helena...

—¡Perestagne!

—...y la Falena...

—Por favor, te lo ruego, basta ya, Van. Tú sabes que eso me hará morir...

—Pero, pero, pero (golpeándose cada vez en la frente)... estar a dos dedos de... de... de... y que entonces ese idiota se ponga a recitar a Keats...

—¡Bozje moi! Tengo que marcharme. Dime algo, amor mío, mi único amor, algo que me sirva de ayuda...

Hubo un estrecho precipicio de silencio, roto sólo por la lluvia que tamborileaba sobre el techo del cobertizo.

—Quédate conmigo, gírl —dijo Van, olvidándolo todo: orgullo, furor, los vulgares convencionalismos de la piedad...

Por un instante ella pareció dudar... o, al menos, tratar de dudar. Pero una voz resonante les llegó desde la alameda y vieron a Dorothy, con una capa gris y un sombrero masculino, que llamaba a Ada agitando enérgicamente su paraguas abierto.

—No puedo, no puedo. Te escribiré —murmuró mi pobre amor, deshecha en lágrimas.

Van besó una mano fría como las hojas, y luego, dejando al Bellevue que se ocupase de su coche, dejando a los cisnes que se ocupasen de sus asuntos y a la señora Scarlet que se ocupase de los trastornos de piel de Eveline, recorrió a pie, a lo largo de las carreteras empapadas, los diez kilómetros que le separaban de Rennaz, y desde allí voló a Niza, Biskra, El Cabo, Nairobi, las montañas caucasianas...

y triste, por encima del Cáucaso...

¿Y escribió Ada? ¡Sí, lo hizo! ¡Todo salió muy bien! La imaginación y la realidad compitieron en una rivalidad sin fin y entre risas de niños. Andrei murió al cabo de algunos meses, po pal'tzam(contando con los dedos), uno, dos, tres, cuatro, digamos cinco. Andrei estaba estupendamente en la primavera de mil novecientos seis o siete, se arreglaba bastante bien con un pulmón deshinchado y una barba de color de paja (nada como la vegetación facial para mantener ocupado a un enfermo). La vida se bifurcó y se rebifurcó, Sí, ella se lo dijo todo. Él insultó a Van en el pórtico pintado de malva de un hotel de Douglas donde Van esperaba a su Ada en una versión definitiva de los Enfants maudits. El señor Tobak (un antiguo cornudo) y lord Erminin (que actuaba por segunda vez) fueron los testigos del duelo, en compañía de algunas grandes yucas altas y algunos pequeños cactus. Vinelander llevaba chaqué (era su estilo) y Van un traje blanco. Ninguno de los dos deseaba arriesgarse: tiraron al mismo tiempo. Cayeron ambos. La bala del señor Chaqué se alojó en la suela del zapato izquierdo (blanco, con talón negro) de Van, haciéndole dar un traspiés y produciendo un ligero hormigueo en el pie: eso fue todo. Van acertó a su adversario de lleno en el bajo vientre, una seria herida de la que se recuperó en tiempo oportuno o no se recuperó nunca (aquí la bifurcación nada entre tinieblas). En realidad, todo fue mucho menos brillante.