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—¿Por qué es tan difícil —tan vergonzosamente difícil— fijar en la mente el concepto de Tiempo y conservarlo allí para su examen? ¡Qué esfuerzos, qué tanteos, qué irritante fatiga! Es tan difícil como hurgar con una mano en la guantera del coche en busca del mapa de carreteras —se encuentra la de Montenegro o la de los Dolomitas, dinero, un telegrama, todo menos esa extensión de tierra caótica que separa Ardez de Soprano-no-se-qué —por la noche, bajo la lluvia, mientras se trata de aprovechar una luz roja en el negro opaco, mientras funciona el metrónomo, el cronómetro de los limpiaparabrisas, y el dedo ciego del espacio aprieta y desgarra la Textura del Tiempo. Y el propio san Agustín, en su lucha con el mismo tema, hace mil quinientos años, ha conocido ese tormento curiosamente físico de la inteligencia que desfallece, los shcbe-kotiki(cosquilieos) de la aproximación, las fugas del agotamiento cerebral —pero él, al menos, podía volver a cargar su cerebro con la energía que Dios le facilitaba (colocar aquí una nota sobre el placer que se siente al verle activar su trabajo, entremezclando sus cogitaciones, bajo las estrellas y en el desierto, con pequeños y vigorosos golpes de oración).

Otra vez perdido. ¿Dónde estaba? ¿Dónde estoy? Carretera fangosa. Coche parado. El tiempo es ritmo: ritmo de insecto en una noche cálida y húmeda, onda cerebral, respiración o martilleo en mi sien: esos son nuestros fieles relojes. Y la razón corrige el latido febril. Uno de mis enfermos era capaz de discernir el ritmo de relámpagos que se sucedían cada tres milésimas de segundo (¡0,003!). Sigamos.

¿Qué es eso que me ha dado un golpecito con el codo y me ha reanimado hace un momento, cuando se detuvo una idea? ¡Ah, sí! Tal vez la única cosa que permite entrever el sentido del Tiempo es el ritmo. No los latidos recurrentes del ritmo, sino el vacío que separa dos de esos latidos, el hueco gris entre las notas negras: el Tierno Intervalo. La pulsación misma no hace sino recordar la triste idea de la medida, pero entre dos pulsaciones hay algo que se parece al verdadero Tiempo. ¿Cómo puedo extraerlo de ese tierno hueco? El ritmo no debe ser ni demasiado lento ni demasiado rápido. A un latido por minuto, mi sentido de la sucesión queda completamente superado, y cinco oscilaciones por segundo producen una oscuridad de la que no es posible salir. El ritmo lento disuelve el Tiempo, el ritmo rápido no le deja lugar. Que me den, pongamos, tres segundos, y podré hacer estas dos cosas: percibir el ritmo y sondar el intervalo. ¿He hablado de un hueco, de un agujero sombrío? Pero eso no es sino el Espacio, el traidor, que vuelve por la puerta trasera, con su péndulo, mientras yo busco a tientas la significación del Tiempo. Lo que me esfuerzo en captar es precisamente el Tiempo, que el Espacio me ayuda a medir, y no es sorprendente que no consiga captar el Tiempo, porque la misma absorción de conocimientos tiene que tomarse tiempo.

Si los ojos me informan sobre el Espacio, los oídos me informan sobre el Tiempo. Pero mientras es posible contemplar el Espacio, ingenuamente tal vez, pero de una manera directa, yo no puedo escuchar el Tiempo más que entre los acentos, preocupado y precavido durante un breve instante cóncavo, con la certeza creciente de que no escucho al Tiempo mismo, sino la sangre que circula en mi cerebro, y, desde mi cerebro, a través de las venas del cuello, se dirige hacia el corazón, asiento de males particulares que nada tienen que ver con el Tiempo.

La dirección del Tiempo, la flecha del Tiempo, el Tiempo de sentido único, es algo que me parece útil durante un momento, pero pronto se reduce a una ilusión vinculada por lazos oscuros a los misterios del crecimiento y de la gravitación. La irreversibilidad del Tiempo (que no lleva a ninguna parte, digámoslo en seguida) es fruto de una perspectiva de campanario: si nuestros órganos y nuestros orgatrones no hubiesen sido asimétricos, habríamos podido tener una visión anfiteatral y perfectamente grandiosa del Tiempo, como esas montañas de contornos recortados en la noche en torno a un villorrio centelleante y satisfecho. Se dice que si una criatura pierde sus dientes y se convierte en pájaro, todo lo que podrá hacer cuando de nuevo tenga necesidad de dientes será desarrollar un pico dentado, que nunca equivaldrá a la verdadera dentición de que antes estaba provista. Estamos en pleno eoceno, y los actores que aparecen en ese escenario son fósiles. Es éste un divertido ejemplo de la manera de hacer trampa que caracteriza a la naturaleza, pero su relación, directa o indirecta, con el Tiempo esencial, rectilíneo o redondo, no es mayor que la que tiene el hecho de que yo escriba de izquierda a derecha con el curso de mi pensamiento.

Y, ya que hablamos de evolución, ¿podemos imaginar el origen del Tiempo, y los escalones o vados por los que transitó, y las mutaciones que desechó? ¿Ha habido alguna vez una forma de Tiempo «primitiva», durante la cual, por ejemplo, el Pasado, aún no claramente diferenciado del Presente, dejase aparecer sus formas y fantasmas a través de un «ahora» todavía blando, largo y larval? ¿O es que la evolución no ha afectado más que a la medida del tiempo, del reloj de arena al reloj atómico, y de éste al pulsar portátil? ¿Y cuánto tiempo necesitó el Tiempo Antiguo para convertirse en el Tiempo de Newton? «Pondera el Huevo», como decía el gallo francés a sus gallinas.

Tiempo Puro, Tiempo Perceptivo, Tiempo Tangible, tiempo libre de todo contenido, contexto y comentario corriente —ése es mi tiempo y mi tema. Todo lo demás es sólo símbolo numérico, o algún aspecto del Espacio. La textura del Espacio no es la del Tiempo, y el anormal y abigarrado juguete de cuatro dimensiones que han producido los relativistas es un cuadrúpedo, una de cuyas patas habría sido remplazada por la sombra de una pata. Mi Tiempo es también el Tiempo Inmóvil (en seguida nos desembarazaremos del tiempo «fluyente», el tiempo de la clepsidra y de los W.C.).

El único Tiempo por el que me intereso es el Tiempo detenido por mí y del cual mi mente se ocupa en una intensa atención voluntaria. Así, pues, sería ocioso y erróneo mezclar con él el tiempo «que pasa». Sin duda, tardo «más tiempo» en afeitarme cuando mi pensamiento «ensaya» palabras; sin duda, no soy consciente de que me retraso hasta que consulto el reloj; sin duda, a los cincuenta años, me parece que el tiempo del calendario corre más de prisa, porque se da en fracciones que constituyen fragmentos cada vez más pequeños de mi creciente fondo existencia!, y también porque me aburro menos de lo que me aburría de niño, entre un juego tedioso y un libro más tedioso todavía. Pero esa «aceleración» depende precisamente del hecho de que no atendemos al Tiempo.

Es una tarea extraña este intento de determinar algo que consiste en fases fantasmales. Sin embargo, estoy persuadido de que el lector, que frunce el ceño al leer estas líneas (pero que, al menos, olvida su desayuno), admitirá que no hay nada más espléndido que el pensamiento solitario. Ahora bien, el pensamiento solitario debe proseguir su camino, o —para ser más moderno— su pista, a bordo, por ejemplo, de un coche griego maravillosamente equilibrado y sensible, que manifiesta la suavidad de sus características y la excelencia de su mantenimiento en cada una de las curvas del puerto alpino.

Antes de continuar, debemos precavernos contra dos errores. El primero es la confusión entre los elementos temporales y los espaciales. Ya hemos denunciado en estas notas (actualmente en proceso de redacción, gracias a una media jornada libre, en un viaje decisivo) a ese impostor llamado Espacio; más tarde le citaremos a juicio, en el curso de nuestra investigación. El segundo error que hemos de rechazar es un hábito de lenguaje que conservamos desde tiempo inmemorial. Consideramos al Tiempo como una especie de arroyo, sin gran relación con un verdadero torrente alpino cuya blancura destaca sobre un fondo de roca negra, o un gran río de color sucio en un valle ventoso, pero en permanente fluir a través de nuestros paisajes cronográficos. Estamos tan habituados a ese espectáculo mítico, tenemos tal necesidad de licuar hasta el menor coágulo de vida, que acabamos por no poder hablar de Tiempo sin hablar de movimiento. Es verdad que ese sentido del movimiento procede de fuentes muy naturales, o, al menos, familiares: el conocimiento innato que tiene el cuerpo de su circulación sanguínea, el vértigo ancestral provocado por la salida y la puesta de los astros, y, por supuesto, nuestros métodos de medida, como la sombra móvil del reloj de sol, la caída de la arena en el de arena, los saltitos de la segundera... con lo que hemos vuelto otra vez al Espacio. Consideremos los marcos, los receptáculos. La idea de que el Tiempo «corre» en un sentido tan natural como el de la caída de una manzana en un jardín, implica que «corre» por y a través de algo, y si pensamos que ese «algo» es el Espacio, no nos queda sino una metáfora que «corre» a lo largo de una cinta métrica.