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Pero, anime meus, desconfía de la llamada marcel-wavedel arte elegante; evita el lecho proustiano y el «juego de palabras» asesino (que es en sí mismo un suicidio, como lo entenderán los conocedores de Verlaine).

Ahora estamos preparados para enfrentarnos con el Espacio. Rechazamos sin remordimientos el concepto artificial de un tiempo viciado por el espacio, parasitado por el espacio, el espacio-tiempo de la literatura relativista. Quien encuentre gusto en ello, puede sostener que el Espacio es la cara externa del Tiempo, o el cuerpo del Tiempo, o que el Tiempo está empapado de Espacio, o viceversa, o que, de determinada y curiosa manera, el Espacio es meramente un subproducto del Tiempo, o, mejor, su cadáver, o que, a fin de cuentas, a final fin de cuentas, el Tiempo es el Espacio; esa clase de parloteo puede resultar agradable, sobre todo cuando uno es joven; pero nadie conseguirá hacerme creer que el movimiento de un objeto (digamos, una aguja) a través de un determinado trozo de Espacio (digamos, la esfera de un reloj) sea algo de la misma naturaleza que el «paso» del Tiempo. Un objeto que se mueve no hace otra cosa que atravesar una extensión de cualquier otra materia para cuya medida sirve, pero nada nos dice sobre la verdadera e impalpable estructura del Tiempo. Del mismo modo, una cinta graduada, aun cuando fuese de una magnitud infinita, no es el Espacio, y el cuentakilómetros más preciso no puede representar la carretera que yo veo como un sombrío espejo de lluvia bajo las ruedas que giran, y oigo como un susurro, y respiro como una noche húmeda de julio en los Alpes, y siento como una base lisa. Nosotros, pobres espacíanos, estamos mejor adaptados, en nuestro Lacrima val,1 a la Extensión que a la Duración: nuestro cuerpo es capaz de llegar mucho más lejos que nuestra memoria voluntaria. Yo no puedo (aunque ayer mismo traté de reducirlo a elementos mnemotécnicos) recordar el número de matrícula de mi nuevo coche, pero puedo sentir el asfalto bajo sus neumáticos delanteros, como si éstos formasen parte de mi propio cuerpo. Pero también el Espacio en sí (lo mismo que el Tiempo) es algo que no puedo comprender: un lugar en el que se da el movimiento. Un protoplasma en el cual la materia —concentración de protoplasma espacial— está comprimida y organizada. Es posible medir los glóbulos de materia, y las distancias que separan a unos de otros, pero el protoplasma espacial, en sí mismo, no es reducible a número.

Medimos el Tiempo (el segundero trota, el minutero avanza a sacudidas, de una rayita a la siguiente) en función del Espacio (sin conocer la naturaleza del uno ni del otro), pero la evaluación del Espacio no exige siempre Tiempo —o, al menos, no requiere más tiempo que el «ahora» de un presente especioso. La posesión perceptiva de una unidad de Espacio es prácticamente instantánea, cuando, por ejemplo, la mirada de un buen conductor registra el símbolo de una señalización de tráfico (una mezcla de colores y formas que quienes la han visto bien reconocen en un «nada» de tiempo como la indicación de un túnel), o algo de una importancia menos inmediata, como el delicioso signo de Venus, que podría creerse erróneamente que significa permiso para que las putillas hagan auto-stop, y que, en realidad, indica a los fieles que una iglesia se refleja en el río. Sugiero el empleo suplementario de un signo de párrafo (§) para las personas que leen conduciendo.

El Espacio se relaciona con nuestros sentidos de la vista, del tacto y del esfuerzo muscular; el Tiempo tiene cierta vaga relación con el oído (y, sin embargo, un sordo percibiría el «fluir» del tiempo incomparablemente mejor que un hombre cojo, manco y ciego la simple idea de «fluir»), «El Espacio es un hormigueo en nuestro ojo, y el Tiempo un canto en nuestro oído», dice un poeta moderno, John Shade, citado por un filósofo imaginario («Martin Gardiner») en El Universo Ambidextro, página 165 de la edición inglesa. El Espacio revolotea hasta el suelo, pero el Tiempo se queda entre el pulgar y el pensador cuando monsieurBergson utiliza las tijeras. El Espacio pone sus huevos en los nidos del Tiempo: un «antes» aquí, un «después» allá, y una nidada moteada de «puntos mundiales» de Minkowski. Una extensión de Espacio es orgánicamente más fácil de medir por la mente que una «extensión» de Tiempo. La noción de Espacio ha debido formarse antes que la noción de Tiempo (Guyau, en Whitrow). El vacío indiscernible (Locke) del espacio infinito se distingue mentalmente (y, por otra parte, no podría ser imaginado de otra manera) del vacío ovoide del Tiempo El Espacio medra a base de cantidades irracionales, el Tiempo no se reduce a raíces en el encerado. Es posible que la misma porción de Espacio parezca más extensa a una mosca que al filósofo S. Alexander, pero lo que para éste es un momento no son «horas para la mosca», porque, en ese caso, las moscas no esperarían a que las aplastasen con la palmeta. Yo no puedo imaginar el Espacio sin el Tiempo, pero puedo muy bien imaginar el Tiempo sin Espacio. El «Espacio-Tiempo», ese horrible híbrido, parece falso incluso en su guión intermedio. Es posible odiar el Espacio y amar el Tiempo.

Hay personas que saben plegar un mapa de carreteras. El autor de este libro no es una de ellas.

Creo llegado el momento de hablar un poco de mi actitud a propósito de la «Relatividad». No es la de un simpatizante. Lo que un gran número de cosmólogos tiene tendencia a considerar como una verdad objetiva es en realidad el vicio propio de las matemáticas orgullosamente disfrazado de verdad. El cuerpo de la persona atónita que se desplaza por el espacio se achata en la dirección del movimiento, y se empequeñece catastróficamente a medida que su velocidad se aproxima a la velocidad más allá de la cual, en virtud de una fórmula inverosímil, no puede haber velocidad. Lo lamento por esa persona (no por mí), pero rechazo la historia de que su reloj se atrasa. El Tiempo, que, para ser aprehendido, requiere la mayor pureza de conciencia psicológica, es el elemento más racional de la vida, y mi razón se siente insultada por esos vuelos de la Ficción Tecnológica. Una conclusión especialmente grotesca, sacada (por Engelwein, según creo) de la Teoría de la Relatividad (y que le destruye, si está correctamente sacada) es que el galactonauta y sus animales domésticos, al regreso de una caminata por los veloces spas del Espacio, serían más jóvenes que si se hubiesen quedado todo el tiempo entre nosotros. Imaginadles, saliendo de su arca aèrea como esos rotarios rejuvenecidos por sus galas de pollitos, descendiendo de sus enormes autocares de alquiler, que se detienen, con un odioso abuso de guiños de faros, ante el coche de un automovilista impaciente, justo en el punto en que la carretera se vuelve enteca para meterse en el cuello de botella de una aldea de montaña.

Podemos considerar que dos acontecimientos son percibidos simultáneamente cuando corresponden al mismo momento de la atención; del mismo modo (¡insidiosa comparación, obstáculo imposible de apartar!) que podemos poseer visualmente una unidad de espacio: por ejemplo, un disco rojo con el interior blanco, y, en éste, el dibujo de un cochecito visto de frente, que prohibe el acceso a la callejuela en la que, sin embargo, acabo de meterme con un furioso coup de volant. Sé que los relativistas, estorbados por sus «señales luminosas» y sus «relojes de viaje», tratan de demoler la idea de simultaneidad a escala cósmica, pero imaginemos una mano gigantesca cuyo pulgar reposara en una estrella y el meñique en otra... ¿No tocaría al mismo tiempo las dos estrellas? ¿O las coincidencias táctiles son aún más falaces que las coincidencias ópticas? Creo que será mejor que retroceda y escape de este callejón sin salida.