En los meses más productivos del episcopado de san Agustín, Hipona se vio afectada por una sequía tan impresionante que hubo que sustituir (las clepsidras por relojes de arena. San Agustín definía el Pasado como lo que ya no es, y el Futuro como lo que aún no es (de hecho, el futuro es un fantasma que pertenece a otra categoría, esencialmente distinta a la del Pasado, que, al menos, estaba ahí hace un instante; ¿dónde lo he metido?; ¿en mi bolsillo? Pero la misma búsqueda es ya «pasado»).
El Pasado es inmutable, intangible y no susceptible de «volver a ser visitado», calificativos que no pueden aplicarse a esta parte del Espacio que veo, por ejemplo, como una villa blanca con un garaje más blanco aún (más nuevo) y siete cipreses de alturas diferentes, desde el alto domingo hasta el pequeño sábado, vigilando el camino particular que serpentea entre los arbustos encanijados hasta la carretera (pública) que enlaza Sorcière con la,autopista de Mont-Roux (a más de ciento cincuenta kilómetros).
Procederé ahora a considerar el Pasado como una acumulación de sensa, objetos de percepción, y no como esa disolución del Tiempo implicada en ciertas metáforas inmemoriales que expresan la transición. El «paso del tiempo» es sólo una ficción de la mente, sin contrapartida objetiva, pero que se presta al juego de las analogías espaciales. Sólo se ve en el espejo retrovisor, en las formas y las sombras, los alerces y los pinos, que se alejan en montones confusos. El perpetuo desastre del tiempo que se va, de la caída de piedras, de los deslizamientos de tierras, de esas carreteras de montaña en las que siempre hay piedras que caen y hombres que trabajan.
Construimos modelos del Pasado que utilizamos más tarde espacioló-gicamente para materializar y reconstruir el Tiempo. Tomemos un ejemplo bien conocido. Zembre, un antiguo pueblo a orillas del Minder, cerca de Sorcière, en el Valais, estaba desapareciendo gradualmente entre inmuebles de nueva construcción. A comienzos de siglo había adquirido un aspecto decididamente moderno, y los organismos para la conservación de monumentos tuvieron que intervenir. Hoy, tras años de reconstrucción minuciosa, una ráplica del viejo Zembre, con su castillo, su iglesia y su molino, extrapolados a la otra orilla del Minder, se alza frente a la ciudad modernizada, de la que sólo la separa la extensión de un puente. Ahora bien, si se sustituye la visión espacial (la del helicóptero) por una visión cronal (la del retrovisor), y el modelo material del viejo Zembre por un modelo mental de la ciudad en el Pasado (digamos, hacia 1822), se descubre que la ciudad moderna y el modelo de la ciudad antigua no son como dos puntos situados en el mismo lugar en dos momentos diferentes (en la perspectiva espacial, están, en el mismo momento, en lugares diferentes). El espacio en el cual se coagula la ciudad moderna es instantáneamente real, mientras que el que sirve de marco a su imagen retrospectiva (distinta de la reconstitución material) brilla con luz trémula en un espacio imaginario, y no existe puente alguno que nos permita pasar de uno a otro. En otros términos, como se dice cuando el autor y el lector forcejean sin encontrar la salida, en una desesperada confusión mental, al construir en nuestro espíritu un modelo de la vieja ciudad del Minder no hacemos sino «espacializarla» (o extirparla realmente de su elemento propio para echarla sobre las orillas del Espacio). Por eso la palabra siglo no corresponde en modo algunoa los cien pies de acero del puente que enlaza la ciudad moderna y la «antigua» reconstruida. Eso era lo que queríamos probar, y lo hemos probado.
El Pasado es, pues, una constante acumulación de imágenes. Uno puede, a voluntad, escucharlo y contemplarlo, gustarlo y tantearlo intermitentemente, de modo que pierde la significación que reviste en el más amplio sentido teórico, a saber, el de una sucesión ordenada de acontecimientos interrelacionados. Se transforma entonces en un caos generoso, del cual el genio del recuerdo total, conjurado en esta mañana estival de 1922, puede sacar lo que le venga en gana: los diamantes desperdigados por el parquet en 1888; una bella pelirroja con sombrero negro en un bar de París en 1883; la semisonrisa pensativa de una joven institutriz inglesa volviendo a cubrir delicadamente el infantil prepucio tras el ligero retozo extra de la noche en 1880; en 1884, una niña que lame la miel del desayuno chupándose las uñas terriblemente roídas de sus dedos abiertos; la misma, a los treinta y tres años de edad, confesando, algo tardíamente, que no le gustan las flores en jarrones; el atroz dolor que le hirió en el costado bajo la mirada de dos niños que llevaban un cesto de setas, en el gozoso ardor del bosque de pinos; y la asustada protesta del claxon del coche belga al que adelantó ayer en esa curva sin visibilidad de la carretera de montaña. Tales imágenes no nos dicen nada de la Textura del Tiempode que forman parte, salvo, quizás, en un caso, que resulta difícil de establecer. La coloración de un objeto surgido en el recuerdo (u otra cualquiera de sus características visuales), ¿difiere de una fecha a otra? El tono de color de un objeto, ¿me permitiría determinar si el objeto en cuestión se sitúa antes o después en la estratigrafía de mi Pasado? ¿Existe algún uranio mental cuya descomposición pudiera utilizarse para medir la edad de un recuerdo? La principal dificultad, me apresuro a explicarlo, consiste en la incapacidad en que el experimentador se encuentra de servirse del mismo objeto en momentos diferentes (por ejemplo, la estufa holandesa de los pequeños veleros azules en el cuarto de los niños de Ardis, en 1884 y en 1888), porque las diversas impresiones (dos, en nuestro caso) se mezclan y forman en la mente una imagen compuesta; pero si se escogen objetos diferentes (por ejemplo, las caras de dos cocheros memorables, Ben Wright en 1884 y Trofim Fartukov en 1888), resulta imposible, hasta donde he podido comprobarlo en el curso de mis investigaciones, evitar la intrusión no ya sólo de características diferentes, sino además de circunstancias emocionales, que no permiten considerar que fuesen esencialmente iguales antes, si puede decirse así, de ser expuestos a la acción del Tiempo. No estoy seguro de que objetos así no puedan ser descubiertos. En mi trabajo profesional, en mis laboratorios de psicología, he ideado cierto número de tests muy ingeniosos (uno de los cuales —el método para descubrir si una mujer es virgen, sin necesidad de recurrir al examen médico —lleva hoy mi nombre). Podemos admitir, por consiguiente, que es posible efectuar la experiencia —y constituye un verdadero suplicio de Tántalo el descubrir ciertos niveles exactos de saturación decreciente o de creciente luminosidad, tan exactos que el «algo» que percibo de una manera vaga en la imagen de la persona que recuerdo pero no puedo identificar, y que «de algún modo» sitúa esa persona en mí infancia más bien que en mi adolescencia, puede recibir, si no un nombre, al menos una fecha precisa, exempli gratia, el primero de enero de 1908 (¡eureka!, el ejemplo ha sido eficaz: esa persona es el antiguo preceptor de mi padre, que me traía Alice in the Camera Obscura para mi octavo aniversario).
Nuestra percepción del Pasado no está marcada por el encadenamiento de los acontecimientos sucesivos con tanta fuerza como nuestra percepción del Presente y los instantes que preceden inmediatamente a su punto de realidad. Yo suelo afeitarme todas las mañanas, y tengo por costumbre cambiar las hojas de afeitar después de usarlas dos veces; de vez en cuando ocurre que me salto un día, y a la mañana siguiente tengo que rasurar un espesor extraordinario de pelos rebeldes, cuya obstinada presencia comprueban mis dedos tras cada pase de la maquinilla —y, en ese caso, utilizo la hoja una sola vez—. O, cuando evoco una serie de afeitados recientes, ignoro el elemento de la sucesión: todo lo que quiero saber es si la hoja metida en la máquina ha servido una o dos veces; si sólo ha servido una, el orden de los dos días, con o sin afeitado, carece de importancia; de hecho, tiendo a oír y sentir la segunda —y más dolorosa —mañana primero, y colocar después el día sin afeitado, a consecuencia de lo cual mi barba crece, por así decirlo, al revés.