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Si, armados con nuestras pobres migajas de saber referente a la coloreada materia del Pasado, modificamos ahora nuestra visión, y no consideramos ese Pasado sino como una reconstrucción coherente de acontecimientos pretéritos, algunos de los cuales son retenidos por la mente ordinaria con menos claridad que otros (o no son retenidos en absoluto), podemos permitirnos un juego mucho más fácil con la luz y las sombras de sus avenidas. Las representaciones de la memoria comprenden la post-representación de sonidos regurgitados, por así decirlo, por el oído, que los ha registrado un momento antes, cuando la mente se ocupaba en evitar a los estudiantes, de modo que podemos verdaderamente volver a oír el mensaje de la campana después de haber dejado atrás Turtsen y su campanario ahora silencioso, pero todavía resonante. El análisis de esos últimos acontecimientos del Pasado inmediato exige menos tiempo físico que el que ha necesitado el mecanismo de la campana para dar sus golpes, y ese misterioso «menos» es una particularidad del Pasado todavía fresco, en el cual, en el curso de esta inspección inmediata de sus fantasmas, se ha introducido el Presente. El «menos» significa que el Pasado no tiene ninguna necesidad de relojes, y que la sucesión de sus acontecimientos no participa del tiempo de los relojes, sino de algo que está más en armonía con el auténtico ritmo del Tiempo. Ya sugerimos antes que los intervalos mortecinos entre los acentos sombríos proporcionan la sensación de la Textura del Tiempo. Eso tiene también su aplicación, aunque de un modo más vago, a las impresiones producidas por la percepción de los intervalos de tiempo olvidado o «neutro» entre los acontecimientos coloreados. Es en forma de colores (gris azulado, violeta, gris rojizo) como yo recuerdo mis tres conferencias de despedida (públicas las tres) sobre el Tiempo en Bergson, conferencias que di hace algunos meses en una gran universidad. Recuerdo con menos claridad, y puedo, desde luego, excluirlos por completo de mi mente, los intervalos de seis días entre el azul y el violeta, y entre el violeta y el gris Pero tenga una visión perfectamente precisa de las circunstancias en que se desarrollaron las conferencias mismas. Me retrasé ligeramente en la primera (que trataba del Pasado), y eso me permitió ver, con un no desagradable estrecimiento, como si asistiese a mi propio entierro, las ventanas brillantemente iluminadas de Counterstone Hall, y la menuda silueta de un estudiante japonés que también llegaba tarde y se me adelantó al galope para desaparecer por la puerta de entrada mucho antes de que yo alcanzase los peldaños de la escalera semicircular. Cuando mi segunda conferencia (la consagrada al Presente), durante los cinco segundos de silencio y «atención interior» que exigía de mi auditorio para ilustrar la argumentación que yo (o, mejor, la amada joya parlante del bolsillo de mi chaleco) iba a dar a conocer a propósito de la verdadera percepción del tiempo, los ronquidos monumentales de un durmiente de barba blanca llenaron la sala... que, naturalmente, se vino abajo. En el curso de la tercera y última conferencia, sobre el Futuro («Falso Tiempo»), el aparato disimulado que reproducía mi voz y que funcionaba perfectamente, acababa de sufrir alguna oscura avería mecánica, y yo preferí simular una crisis cardíaca y ver cómo me llevaban a la oscuridad para siempre jamás (al menos, en tanto que conferenciante), antes que tratar de descifrar y seleccionar el paquete de notas borrosas y arrugadas que obsesionan a los malos oradores en bien conocidos sueños (que el doctor Froid de Signy-Mondieu-Mondieu atribuye al hecho de haber leído en la primera infancia cartas de amor de padres adúlteros). Doy detalles ridículos, pero sobresalientes, para mostrar que los acontecimientos escogidos para el experimento deben no solamente ser llamativos y concentrados (tres conferencias en tres semanas), sino estar vinculados entre sí por su característica principal (las desventuras de un conferenciante). Percibo los dos intervalos de cinco días como dos hoyuelos gemelos, rellenos de una especie de niebla grisácea, tersa, con dos ligeros toques de confeti (que quizá se colorearían bruscamente si yo dejase que se formara algún recuerdo fortuito entre los límites diagnósticos). A causa de su situación entre cosas muertas, ese continuummortecino no puede ser palpado, gustado o escuchado con tanta sensualidad como el «hueco entre los latidos rítmicos», el Hueco de Veen; pero comparte con éste una notable característica: la inmovilidad del Tiempo perceptivo. La sinestesia, a la cual estoy excesivamente predispuesto, resulta ser de gran utilidad en este tipo de tarea —una tarea que ahora se acerca a su punto crucial, la floración del Presente.

Ahora sopla el viento del Presente en la cumbre del Pasado, en lo alto de los puertos que estoy orgulloso de haber alcanzado a lo largo de mi existencia, el Umbrail, la Fluela, la Furka de mi más clara conscienda. El momento cambia en el punto de percepción sólo porque yo mismo me encuentro constantemente en un estado de trivial metamorfosis Para darme tiempo a tomar el tiempo del Tiempo he de proyectar mi mente en dirección opuesta a aquélla en la que yo estoy, como se hace cuando se conduce a lo largo de una fila de álamos y se desea aislar y detener uno de ellos: la indistinta y confusa masa de verdor descubre entonces y ofrece —sí, ofrece —cada una de sus hojas. Hay un cretino que me viene siguiendo.

Ese acto de atención es el que bauticé el año pasado con el nombre de «Presente Deliberado», para distinguirlo de una forma más general, llamada (por Clay, en 1882) el «Presente Especioso». La construcción consciente del uno y la corriente habitual del otro nos dan tres o cuatro segundos de inmediatez. Esa inmediatez es la única realidad que conocemos; sigue a la nada coloreada de lo que ya no es, y precede a la nada absoluta del futuro. Podemos, pues, decir, en un sentido enteramente literal, que la vida humana consciente no dura nunca más que un momento, ya que en ningún instante de atención deliberada a nuestra propia corriente de consciencia sabemos si ese momento será el último. Como explicaré más adelante, yo no creo que la «anticipación» («acción de esperar con placer anticipado un progreso o temer un contratiempo social», según expresión del desgraciado pensador S. A.) desempeñe un papel muy importante en la formación del presente especioso, ni que el futuro se transforme en un tercer panel del Tiempo, incluso cuando anticipamos una cosa u otra —una curva de la bien conocida carretera, o la visión pintoresca de dos colinas escarpadas, la una con un castillo, la otra con una iglesia— pues cuanto más lúcida es la previsión tanto menos puede ser profética. Si el imbécil que me sigue hubiera decidido adelantarme precisamente ahora, habría chocado de narices con el camión que ha aparecido en la curva, y no habría sido extraño que la vista, y yo mismo, hubiéramos desaparecido en la colisión múltiple.

Nuestro modesto Presente es pues esta parcela del Tiempo de la que tenemos un conocimiento directo y veraz, cuando el recuerdo perfectamente fresco del Pasado reciente es aún percibido como una parte del momento presente. Por lo que se refiere a la vida cotidiana y a la habitual satisfacción del cuerpo (cuya salud es pasablemente buena, que aún tiene fuerzas, que respira la verde brisa, que saborea el regusto del más exquisito alimento del mundo: un huevo duro), carece de importancia el que nunca podamos gozar del verdaderoPresente, que es un instante de duración cero, representado por una bella mancha de tizne, como el punto sin dimensiones de la geometría se representa con un punto de buenas dimensiones en tinta de imprenta, en un papel palpable. El automovilista normal puede percibir visualmente, si hay que creer a los psicólogos y a los policías de tráfico, una unidad de tiempo que no sobrepase una décima de segundo (yo he tenido un enfermo —un antiguo jugador —que podía reconocer una carta en menos de la quinta parte de ese tiempo). Sería interesante medir el tiempo que necesitamos para detectar una esperanza frustrada o cumplida. Los olores pueden ser muy brutales, y en la mayoría de las personas los sentidos del oído y del tacto reaccionan más rápidamente que el de la vista. Esos dos autoestopistas olían muy realmente... y muy repelentemente, por lo que respecta al macho.