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Nos queda ahora definir este conocimiento del pasado inmediato, sin el cual el Presente no es más que un punto imaginario. El Espacio vuelve a importunarnos, una vez más, si digo que lo que consideramos como «Presente» es la constante edificación del Pasado, cuyo nivel va subiendo suave e implacablemente. ¡Qué escaso y qué mágico!

Ahí están las dos colinas rocosas coronadas de ruinas que han dejado en mi mente, desde hace diecisiete años, un recuerdo romántico y brillante como una calcomanía, no totalmente exacto, lo confieso: a la memoria le gusta la otsebyatina(«lo que uno añade por sí mismo»); pero la ligera discrepancia ha sido ahora corregida, y ese retoque artístico realza el impacto del Presente. El sentimiento más agudo de inmediatez, traducido al lenguaje visual, es la posesión deliberada de un sector de espacio captado por la vista. Ese contacto es el único que el Tiempo tiene con el Espacio, pero su repercusión llega muy lejos. El Presente, para ser eterno, tiene que depender del abrazo consciente de una extensión infinita. Entonces, y sólo entonces, puede ser asimilable al Espacio Eterno. He sido herido en mi duelo con el Impostor.

Y ahora entro en el pueblo de Mont-Roux, bajo unas guirnaldas de una bienvenida que me parte el corazón. Estamos a lunes 14 de julio de 1922. Son las cinco horas y trece minutos de la tarde en mi reloj de pulsera, las once cincuenta y dos en la esfera incorporada en el tablero de instrumentos de mi coche, las cuatro y diez en todos los relojes murales del pueblo. El autor se encuentra en un estado mixto de alegría, agotamiento, esperanza y miedo. Viene de practicar el alpinismo en los incomparables Balkanes, con dos guías austríacos y una hija adoptada temporalmente. Ha pasado la mayor parte del mes de mayo en Dalmacia, y el de junio en los Dolomitas, y en ambos lugares ha recibido cartas de Ada con el anuncio de la muerte de su marido (el 23 de abril, en Arizona). Se ha puesto en camino hacia el oeste, al volante de un «Argus» azul oscuro, que prefiere a cualquier otro porque Ada ha encargado que uno exactamente igual esté preparado para ella a su llegada a Ginebra. Ha adquirido tres nuevas villas, dos en el Adriático y una en Ardez, al norte de los Grisones. A una hora avanzada del domingo 13 de julio, el conserje del Alraun Palace de Alvena le ha entregado un telegrama que esperaba desde el viernes:

LLEGO MONT-ROUX TRES CISNES LUNES HORA CENA QUIERO ME DIGAS FRANCAMENTE SI TE CONVIENE FECHA Y TODO EL TRALALÁ.

El mensaje que transmitió por el nuevo «instantograma» en el aeropuerto de Ginebra terminaba con la última palabra de su telegrama de 1905. Aunque la noche amenazaba con ser torrencial, se puso en camino en dirección a Vaud. A fuerza de velocidad y de insensatez, se despistó en la carretera de Oberhalbstein en la bifurcación de Silvaplana (150 kilómetros al sur de Alvena), siguió a lo largo de múltiples contorsiones para salir al norte por Chiavenna y el Splügen, y llegó finalmente, en condiciones apocalípticas, a la nacional número 19 (un trayecto inútil de un centenar de kilómetros), viró por error al este, hacia Coire, hizo, jurando horriblemente, un cambio de dirección en plena carretera, se dirigió al oeste y cubrió en unas dos horas los ciento setenta y cinco kilómetros que todavía le separaban de Brigue. En su retrovisor, el rojo pálido del alba había dejado paso hacía tiempo al brillo apasionado del día cuando se encaminó hacia el sur, en las curvas de la nueva carretera de Pfynwald a Sorcière —donde, diecisiete años antes, había comprado una casa (la actual Villa Jolana)—. Los tres o cuatro criados que quedaron allí para velar por su propiedad se habían aprovechado de su prolongada ausencia para desaparecer. En consecuencia, para entrar en su casa, tuvo que jugar a los ladrones, con la entusiasta ayuda de dos autoestopistas perdidos por los alrededores: un chico perfectamente repugnante, procedente de Hilden, y su Hilda, de pelos largos, desaliñada y lánguida. Los dos acólitos estaban equivocados si esperaban encontrar allí botín y bebida. Después de echarles fuera, trató en vano de conciliar el sueño en un lecho sin sábanas y se trasladó finalmente al jardín enloquecido de pájaros, del cual tuvo que echar de nuevo a sus dos amigos, que copulaban en la piscina desecada. Era ya casi mediodía. Trabajó un par de horas en su Textura del Tiempo, comenzada en los Dolomitas, en el Lammermoor (que no era el mejor de los hoteles en que se había hospedado recientemente). La razón utilitaria que le había impulsado a ponerse a trabajar debía impedirle pensar interminablemente en la prueba de felicidad que le aguardaba a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste. Pero no le impidió satisfacer el sano deseo de tomar un desayuno caliente, e interrumpió su garrapateo sobre las cuartillas para dedicarse al descubrimiento de un restaurante al borde de la carretera que le conducía a Mont-Roux.

Los Tres Cisnes, donde tenía reservadas las habitaciones 508, 509 y 510, habían experimentado diversos cambios desde 1905. El Lucien de nariz de ciruela y vientre prominente que le recibió no le reconoció a primera vista... y luego comentó que el señor no había «desmejorado» precisamente, aunque, en realidad, Van había casi vuelto al peso que tenía diecisiete años antes, tras dejarse varios kilos en los Balkanes, gracias a las escaladas practicadas en compañía de la entusiasta pequeña Acrazia (depositada después en un internado elegante de los alrededores de Florencia). No, la señora Vinn Landère no había llamado. Sí, el hall había sido renovado. El suizo alemán Louis Wicht dirigía el hotel desde la muerte de su suegro, Luigi Fantini. En el gran salón, del cual la puerta abierta permitía una vista parcial, la inmensa y memorable pintura —tres Ledas de anchas caderas cambiando impresiones lacustres— había sido remplazada por una obra de arte neo-primitiva de tres huevos amarillos y un par de guantes de lampista destacando sobre lo que parecían ser los azulejos de un cuarto de baño. Cuando Van, seguido de un recepcionista vestido de negro, entró en el ascensor, éste emitió bajo la presión de sus pies un sonido hueco y metálico, y, una vez en marcha, empezó a difundir un reportaje fragmentario de alguna competición... quizás una carrera de triciclos. Van no pudo por menos de lamentar que aquella caja ciega y funcional (aún más exigua que el montacargas de servicio que en otros tiempos había utilizado) remplazase ahora al lujoso vehículo de antaño —verdadera sala de espejos ascendentes— cuyo antiguo manipulador (ocho lenguas, patillas blancas) se había transformado en un pulsador más.

A la entrada de la habitación 509, Van reconoció el Bruslot à la sondejunto a la alacena blanca que siempre parecía estar embarazada (y bajo cuyas puertas correderas se enganchaba invariablemente la alfombra, hoy desaparecida). En el salón no reconoció más que un escritorio y la vista que se disfrutaba desde la terraza. Todo lo demás —los ornamentos semitransparentes en forma de espigas de trigo, las inflorescencias de cristal, los sillones tapizados de seda— había sido licenciado en beneficio de accesorios hochmodernen.

Se dio una ducha, se cambió y acabó el frasco de coñac de su maletín de viaje. Telefoneó al aeropuerto de Ginebra y se informó de que el último avión procedente de los Estados Unidos de América acababa de llegar. Salió a dar una vuelta y vio que la célebre «morera», que desplegaba sus desarrollados miembros por encima de un modesto W.C. público, estaba realzada por una suntuosa eflorescencia azul-violeta. Tomó una cerveza en el café de frente a la estación, y luego, automáticamente, entró en la floristería de al lado. Debía haberse vuelto chocho para olvidar lo que ella había dicho la última vez sobre su extraña antofobia (de algún modo debida a aquella orgía à troisde treinta años antes). Por lo demás, las rosas no le habían gustado nunca. Contempló, y fue contemplado a su vez, con mucha mayor insolencia, por unos pequeños Carolos de Bélgica, Pinks Sensations de largo tallo, y Superstars bermellón. Había también cinacinas y crisantemos, y afelandras en maceta, y dos graciosos pececillos del género Cyprinus, con la cola en forma de vela, en un acuario empotrado en la pared. Para no defraudar a la amable anciana florista, compro diecisiete bácaras sin perfume, pidió la guía telefónica, la abrió por la página Ad-Au, Mont-Roux, se fijó en «Addor, Yolanda, Srta., secret. rue Des Délices, 6», y, con una presencia de ánimo muy americana, encargó que enviasen el ramo a aquella dirección.