Era la hora en que la gente volvía apresuradamente a sus casas, desde sus lugares de trabajo. Con el vestido sudado, mademoiselle Addor subía la escalera. Las calles habían estado considerablemente más en calma en la sordina del Pasado. La vieja columna Morris, sobre la cual había figurado tiempo atrás, en su condición de actriz, la actual reina de Portugal, no se elevaba ya en la esquina del Camino de Mustrux (antigua deformación del nombre de la población). Los camiones llenaban con su gruñido las calles de Mont-Roux.
La camarera había echado las cortinas. Él las abrió con un brusco gesto, decidido, al parecer, a prolongar hasta el límite extremo la tortura de aquel día. El balcón de balaustrada de hierro sobresalía lo bastante para recoger los rayos oblicuos del sol. Van recordó su última y fugitiva visión del lago, en aquel sombrío día de octubre de 1905, cuando se separó de Ada. Entonces, las fúlicas se inclinaban y se enderezaban en la marejada de lluvia helada, disfrutando concienzudamente de las aguas duplicadas; a lo largo de los muelles, espirales de espuma se enredaban en la cresta gris de las olas que avanzaban sobre la orilla, y, de cuando en cuando, una conmoción más intensa levantaba el agua lo suficiente para rociar el paseo por encima del parapeto. Pero hoy, en aquel radiante atardecer de verano, no había olas espumosas ni aves nadadoras; sólo se veían algunas gaviotas blancas que volaban por encima de su sombra negra. El bello lago soñador, rizado de olitas verdes, plisado de azul, se extendía, amplio y sereno; sus superficies lisas y brillantes alternaban con otros espacios finamente arrugados. Y, en un rincón del cuadro, al fondo, a la derecha, como si el pintor hubiese buscado un efecto de luz muy especial, la estela refulgente de la puesta de sol palpitaba a través del follaje de un álamo lacustre que parecía a la vez incendiado y licuado.
A lo lejos, un idiota, inclinado hacia atrás sobre un par de esquís náuticos y a remolque de un fuera-borda, empezó a desgarrar el cuadro. Afortunadamente, se cayó antes de haber podido hacer demasiado daño. Y en aquel mismo instante comenzó a sonar el teléfono del salón.
Van pensó de pronto que Ada —al menos durante su vida adulta —no había conversado nunca con él por teléfono. Y el teléfono conservaba la esencia misma de su voz, la brillante vibración de sus cuerdas vocales, el ligero «salto» de su laringe, la risa que se colgaba del contorno de la frase, como por miedo de caerse, en su alegría juvenil, de las veloces palabras en las que cabalgaba. Era el timbre del pasado de ambos, como si fuese el mismo pasado quien estuviese comunicando («Ardis, uno-ocho-ocho-seis»... «¿Cómo? No, no, no es dieciocho ochenta y ocho, sino dieciocho ochenta y seis»). Dorada, juvenil, la voz burbujeaba con todas las características melodiosas que él conocía, o, más bien, que reconoció, de pronto, en el mismo orden de su aparición: aquel talante alegre, aquel desbordamiento de placer casi erótico, aquella seguridad y aquella animación, sin contar —lo que era particularmente delicioso —el hecho de que, muy inocentemente, ella no tenía conciencia de las modulaciones que a él le encantaban.
Ada habían tenido problemas con su equipaje, y aún no estaban resueltos. Las dos doncellas que debían haber embarcado la víspera a bordo de un Laputa (avión de mercancías) con sus maletas, habían quedado varadas en alguna parte. No tenía en su poder más que un maletín. El conserje estaba tratando de informarse por teléfono en aquellos momentos. ¿Podía bajar Van? Estaba neveroyatno golodnaya (muerta de hambre).
Al resucitar el pasado vinculándolo al presente, a las montañas azul-pizarra que iban oscureciéndose al otro lado del lago, a la estela del sol poniente, cuyas lentejuelas danzaban entre las hojas del álamo, la voz del teléfono constituía el centro focal de la percepción más profunda que él había tenido del tiempo tangible, del radiante «ahora», la única realidad de la Textura del Tiempo. A la gloria de la cumbre sucedieron las dificultades del descenso.
En una de sus últimas cartas, Ada le había advertido de que «estaba muy cambiada, tanto de línea como de color». Llevaba un corsé que acentuaba la nueva majestad de su cuerpo, envuelto en un vestido de terciopelo negro de corte flotante, a la vez excéntrico y monacal, como los que tanto gustaban a su madre. Sus cabellos, cortados al estilo «paje», estaban teñidos, de un bronce brillante. El cuello y las manos seguían tan pálidos y delicados como siempre, pero surcados por un relieve de tendones y venas desconocidas. No escatimaba el empleo de cosméticos para disimular las líneas que salían de las comisuras de sus labios pintados de carmín y de los rabillos de los ojos sombreados, cuyo iris opaco parecía ahora menos misterioso que miope a causa de la agitación nerviosa de las teñidas pestañas. Van observó que, al sonreír, dejaba ver un premolar superior con funda de oro; al otro lado había otro haciendo juego. El reflejo metálico le afligió menos que aquel vestido de terciopelo, cuadrado de hombros, con una falda ancha que descendía muy por debajo de las rodillas y muy relleno en las caderas, con el doble propósito de disminuir el talle y disimular por exageración las formas ahora más abundantes de la pelvis. No quedaba nada de su gracia desgarbada, y el nuevo aspecto de la madurez, junto con el terciopelo, adquirían, con su irritante dignidad, la condición de obstáculos y armas defensivas. Él la amaba demasiado tiernamente, demasiado irrevocablemente, para dejarse deprimir más de lo debido por inquietudes de orden sexual. Pero, por el momento, sus sentidos permanecían inertes —hasta tal punto, en realidad, que no sentía el menor deseo (mientras levantaban sus rutilantes copas de champaña en una parodia del ritual del cisne) de comprometer su orgullo masculino en un abrazo poco caluroso en cuanto acabasen de cenar. Si esperaba que lo hiciera, malo; en caso contrarío, peor aún. En otros tiempos, cuando volvían a verse, la tensión, que subsistía como una sensación sorda tras los vividos dolores causados por el escalpelo del Destino, quedaba pronto ahogada en el deseo, dejando que la vida reencontrase su camino. Pero ahora se veían reducidos a sus propios recursos.
Las trivialidades utilitarias de su conversación de sobremesa —o, más bien, del sombrío monólogo de Van —le parecieron positivamente degradantes. Acabó por explicar, luchando contra el atento silencio de ella, chapoteando en los charcos de las pausas, odiándose a sí mismo, que había hecho un viaje largo y fatigoso, que había dormido mal, que estaba trabajando en un estudio sobre la naturaleza del Tiempo, tema que exigía una dura lucha con el pulpo de su propio cerebro. Ella echó una mirada a su reloj de pulsera.
—Lo que te estoy diciendo —dijo Van, con dureza —no tiene nada que ver con los relojes.
El camarero les trajo el café. Ada sonrió, y Van notó que la sonrisa había sido provocada por una conversación de la mesa de al lado, donde un inglés triste y de grueso abdomen, que acababa de llegar, estaba discutiendo la minuta con el maitre.