Ada se encogió de hombros y se acercó a Van. El contacto de sus dedos helados y su palma húmeda, y el modo ligeramente forzado con que se echaba la melena hacia atrás mientras descendían juntos la avenida principal del parque, hicieron que Van tampoco se sintiese demasiado cómodo y que, con el pretexto de recoger una pina, liberase su mano. Luego, no sabiendo qué hacer de la pina, la tiró contra una mujer de mármol inclinada sobre un stamnos, sin conseguir otra cosa que asustar a un pájaro que se había posado en el borde del cántaro roto.
—No hay nada más grosero en el mundo —dijo Ada —que tirar piedras a un piñonero.
—Lo siento —dijo Van—. No pretendía asustarlo. Es que no soy uno de esos muchachos del campo que saben distinguir una piña de una piedra. ¿A qué espera ella que juguemos?
—Lo ignoro. Verdaderamente, me preocupo poco de cómo trabaja su débil mente. Supongo que al escondite o a trepar a los árboles.
—Ah, eso sí lo sé hacer —dijo Van—. A decir verdad, hasta soy braquipodista. ¿Quieres ver...?
—No. Vamos a jugar a misjuegos, los que yo he inventado y que espero que la pobre Lucette pueda jugar conmigo el año que viene. Ven, vamos a empezar. La primera serie pertenece al grupo sombra-y-luz. Hoy te enseñaré dos.
—Ya entiendo —dijo Van.
—En seguida lo verás —replicó la presumidilla—. Ante todo hay que encontrar un buen bastoncito.
—Mira —dijo Van, todavía un poco escocido—. Ahí viene otro piñonero.
Por entonces habían llegado al rond-point, un no muy amplio espacio de arena rodeado de macizos de flores con arbustos de jazmines en flor. En las alturas, los brazos de un tilo se extendían hacia los de un roble, como una bella trapecista adornada de lentejuelas verdes que se lanzase al espacio al encuentro de su robusto padre, suspendido por los pies de un trapecio. Incluso entonces comprendíamos los dos esas cosas divinas. Sí, ya entonces...
—Hay algo bastante acrobático en esas ramas de ahí arriba, ¿verdad? —dijo Van, indicándolas con el dedo.
—Sí —contestó Ada—, hace tiempo que lo descubrí. El tilo es la sílfide italiana, y el viejo gigante es el que sufre, el viejo amante celoso. Pero, sin embargo, siempre la coge. (Es imposible reproducir a la vez la entonación exacta y el sentido completo de sus palabras —¡al cabo de ochenta años!—, pero mientras nuestras miradas se elevaban hacia el ramaje y volvían a descender a la tierra, ella dijo aquellas palabras extravagantes, enteramente desproporcionadas con la sencillez de su edad.)
Con los ojos bajos y blandiendo un palo de color verde, muy puntiagudo, que había sacado de un macizo de peonías, Ada explicó a su compañero las reglas del primer juego.
La sombra de las hojas sobre la arena quedaba diversamente entrecortada por pequeños círculos de luz intensa. Cada jugador debía elegir su circulito —el mejor hecho, el más brillante que pudiera encontrar— y marcar con trazo firme, con la punta de su varita, el contorno. Entonces, la mancha luminosa adquiría un aspecto de relieve, y parecía convexa, como la superficie de un vaso lleno hasta el borde de algún tinte dorado. A continuación, el jugador vaciaba delicadamente la arena en el interior del círculo de luz, valiéndose del bastón, o de sus dedos; el nivel de la mancha límpida, luminosa infusión de tila, disminuía como por arte de magia en su copa de arena hasta que no quedaba en su fondo más que una sola gota preciosa. Ganaba el jugador que había logrado hacer el mayor número de copas, en, digamos, veinte minutos. Van preguntó, con cierta desconfianza, si aquello era todo. No, no era todo. Ada trazó un circulito bien delimitado alrededor de una mancha de oro de las más bellas, y, mientras trabajaba, desplazándose en cuclillas, sus cabellos negros barrían sus móviles rodillas, pulidas como marfil, y sus manos y sus caderas se afanaban diligentes (con una mano sostenía la varita, con la otra apartaba de su cara los largos mechones inoportunos). De pronto una ligera brisa inoportuna eclipsó la mancha de oro. Aquel accidente hacía perder un punto al jugador, aun cuando la hoja o la nube se apresuraran a abrir de nuevo el paso al rayo de sol que había sido interceptado. Comprendido. ¿Y el otro juego?. El otro juego (esto, dicho con una voz lánguida) podía parecer un poco complicado. Para jugarlo correctamente había que esperar a que la tarde alargase las sombras. El jugador...
—Deja ya de decir «el jugador»... Es «tú», o «yo».
—Digamos tú. Tú dibujas el contorno de mi sombra, detrás de mí, en la arena. Yo me muevo. Tú dibujas la nueva sombra. Y luego la siguiente (le dio la varita). Y ahora, si yo retrocedo...
—Mira —dijo Van, tirando el palo—, si quieres saber mi opinión, creo que esos son los juegos más aburridos y tontos que nadie ha inventado, en cualquier parte y a cualquier hora, por la mañana o por la tarde.
Ella no contestó, pero las ventanas de su nariz se encogieron. Recogió el palo y lo clavó, furiosa, en el lugar de donde lo había recogido, junto a una flor inclinada, a cuyo tallo lo ató con un silencioso movimiento de cabeza. Tomó el camino de regreso a la casa y Van se preguntó si andaría con más gracia cuando fuera mayor.
—Soy un bruto, un grosero Perdóname —dijo.
Ella inclinó la cabeza, sin volverse a mirarle. En prenda de parcial reconciliación, le mostró dos robustos ganchos colgados de anillas de hierro en los troncos de dos tuliperos. Antes de que ella naciese, otro adolescente, que también se llamaba Van y que era hermano de su madre, tenía la costumbre de colgar de ellos una hamaca en el rigor del verano, cuando el calor de las noches se hacía realmente insoportable, y dormía allí —al fin y al cabo, aquélla era la misma latitud de Sicilia. —Espléndida idea —dijo Van—, Por cierto, ¿queman las luciérnagas si le tocan a uno con su luz? Es sólo una pregunta; una pregunta tonta, propia de un chico de ciudad.
Ada le enseñó el lugar donde se guardaba la hamaca (es decir, las hamacas, pues había un buen surtido, un saco de lona lleno de redes flexibles pero fuertes): estaba en el rincón del cuarto de herramientas del sótano, detrás de las lilas, y la llave se escondía en ese agujero, que el año pasado quedó obstruido por el nido de un pájaro... no importa cuál fuera su nombre. Una saeta de luz solar hacía más verde el verde de una caja alargada en la que se guardaba un juego de croquet; pero las pelotas se habían perdido colina abajo, con la complicidad de unos niños insoportables, los pequeños Erminin, que eran de la edad de Van, y que ahora, al crecer, se habían hecho más simpáticos y más tranquilos.
—Como todos lo somos a esta edad —dijo Van, y se detuvo para recoger una peina de carey, como las que suelen usar las chicas para recogerse el cabello sobre la nuca; él había visto una exactamente igual muy recientemente, pero ¿cuándo?, ¿en qué cabellera?
—En una de las doncellas —dijo Ada—. Y también debe ser de ella esta novelucha zarrapastrosa, Les amours du Docteur Mertvago, una historia mística contada por un obispo.
—Jugar contigo al croquet —dijo Van —sería un poco como servirse de flamencos y erizos.
—Nuestras lecturas no coinciden —replicó Ada—. Ese Palace in Wonderlandes la clase de libro que todo el mundo me ha profetizado muchas veces que me encantaría, y eso ha desarrollado en mí un prejuicio insuperable en contra. ¿Has leído ya alguna de las historias de la Larivière? Bueno, ya las leerás. Ella cree que, en alguna forma de existencia anterior, más o menos hindú, ha sido una persona muy frecuentadora de los bulevares de París... y escribe de acuerdo con esa creencia. Desde aquí, dando algunas vueltas y revueltas, podríamos pasar al gran vestíbulo por un pasadizo secreto, pero creo que se supone que hemos de ir a ver la encina grande, que, en realidad, es un olmo.