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Van había sido fiel a la divisa ancestraclass="underline" «La buena salud es una buena herencia». A los cincuenta años, no recordaba haber visto la lenta huida del corredor del hospital (y dos pies impecablemente calzados de blanco que se alejaban con ligereza) ante la silla de ruedas que le transportaba, más que una sola vez. Sin embargo, ahora notaba que ciertas fisuras furtivas y bifurcadas aparecían frecuentemente en el muro de su bienestar físico, como si la inevitable descomposición estuviese enviándole, a través del tiempo lúgubre y estático, sus primeros emisarios. Cuando tenía la nariz obstruida, soñaba que se ahogaba; y, en los inicios del más ligero resfriado, acechaban las neuralgias intercostales con su arpón despuntado. Cuanto más grande era su mesa de noche, tanto más se llenaba de artículos absolutamente imprescindibles: gotas nasales, caramelos de eucaliptus, tapones de cera para los oídos, comprimidos estomacales, somníferos, agua mineral, pomada de cinc en tubo con tapón de recambio (para el caso de que el primero se perdiese bajo la cama) y un gran pañuelo para enjugarse el sudor que se le acumulaba entre la mandíbula y la clavícula derecha, no habituadas aún a la nueva consistencia de su carne ni a su insistencia en dormir solamente sobre el costado derecho para no oírse el corazón: una noche de 1920 había cometido el error de calcular (contando con otro medio siglo de existencia) cuántos latidos le quedaban aún, y ahora la absurda rapidez de la cuenta atrás le irritaba y aceleraba el ritmo en el que se oía morir. Durante sus peregrinaciones solitarias y perfectamente superfluas había desarrollado una morbosa sensibilidad hacia los ruidos nocturnos de los hoteles de lujo (la gogofonía de un camión: tres «dolorcibelios»; las vociferaciones estúpidas que intercambian los jóvenes aprendices en la calle desierta en la noche del sábado: treinta; los rumores del piso de abajo transmtidos por el radiador de la calefacción: trescientos); pero, aunque indispensables en los momentos de total desesperación, los tapones de cera rosa tenían el inconveniente (sobre todo cuando había bebido demasiado) de amplificar la pulsación de sus sienes, los extraños pitidos que escapaban de su cavidad nasal, aún no explorada, y el atroz crujido de sus vértebras cervicales. Van achacaba a un eco de aquel crujido, transmitido al cerebro por el sistema vascular antes del afianzamiento del sueño, la misteriosa detonación que se producía en alguna parte de su cabeza en el instante en que sus sentidos traicionaban a su consciencia. Las pastillas de menta y los demás caramelos alcalinos resultaban a veces impotentes para aliviar los demasiado conocidos ardores de estómago que sufría invariablemente cuando había tomado salsas excesivamente sabrosas Por el contrario, se regocijaba con juvenil entusiasmo de los maravillosos efectos de una cucharada de bicarbonato disuelto en agua, que nunca dejaba de provocar tres o cuatro eructos tan voluminosos como las burbujas coloreadas de su infancia.

Antes de haber trabado conocimiento (a los ochenta años) con el tierno y delicado, sabio y libertino doctor Lagosse, el cual, desde entonces, vivió con él y con Ada, y les acompañó en sus viajes, Van detestaba a los médicos. A pesar de sus estudios de medicina, no podía librarse del inconfesado sentimiento, digno de la credulidad de un patán, de que el médico que aprieta la pera de un esfigmomanómetro o escucha su respiración sibilante sabe ya (aunque lo mantiene en secreto) la naturaleza de la enfermedad incurable diagnosticada con tanta certeza como la misma muerte. Se acordaba, con expresión torva, de su difunto cuñado, cuando se sorprendía ocultando a Ada que la vejiga le importunaba demasiado frecuentemente, o que había sufrido un nuevo vértigo después de cortarse las uñas de los pies (un pequeño trabajo que hacía personalmente, porque no podía soportar que cualquier otra mano humana tocase sus pies desnudos).

Haciendo cuanto estaba en su poder para aprovecharse de su cuerpo (que pronto iba a serle retirado, como un plato del que uno recoge las últimas y sabrosas migajas), apreciaba ahora placeres tan modestos como la satisfacción de hacer salir de su piel la larvita de una espinilla, o de alcanzar con la uña puntiaguda de su dedo meñique la gema de un granito en el fondo de su oreja izquierda (la derecha era menos interesante), o de permitirse lo que Bouteillan solía denominar le plaisir anglais, que consistía en sumergirse en el baño hasta el mentón, retener el aliento y dejar escapar de su cuerpo un agua secreta y silenciosa.

Por el contrario, los males de la vida le afectaban aún más vivamente que en el pasado. Gemía, con los tímpanos martirizados, cuando un saxofón sonaba, o cuando uno de esos embrutecidos jóvenes, verdaderos infrahombres, desencadenaba el trueno infernal de su motocicleta. El comportamiento obstruccionista de objetos estúpidos y hostiles —el bolsillo que no sirve, el cordón del zapato que se rompe, la percha vacía que se desprende y cae tintineando en la oscuridad de un ropero— le hacía pronunciar el juramento edípico de sus antepasados rusos.

Había dejado de envejecer hacia la edad de sesenta y cinco años; pero a esa edad había cambiado más en su musculatura y en su esqueleto que las personas que no han practicado, como lo había hecho él en su juventud, una gran diversidad de disciplinas atléticas. El tenis y el squash cedieron el puesto al ping-pong. Luego, un día, olvidó en su club su paleta preferida, que aún conservaba el calor de su mano, y no volvió más. En su sexto decenio el Punching-ball remplazó al boxeo y a la lucha de años más juveniles. Sorpresas de orden gravitatorio hacían ahora grotesca hasta la marcha sobre esquís. Aún podía cruzar las espadas a los sesenta años, pero el sudor le cegaba a los pocos minutos y la esgrima no tardó en seguir la suerte del tenis de mesa. Nunca había conseguido desprenderse de un prejuicio algo snob contra el golf; en cualquier caso, ya era demasiado tarde para comenzar. A los setenta intentó callejear un poco, antes del desayuno, por un paseo apartado, pero el subir y bajar de la carne en el pecho le recordó con demasiado horror que pesaba treinta kilos más que en su juventud. A los noventa, seguía andando sobre las manos... en un sueño iterativo.

Normalmente, uno o dos somníferos le ayudaban a tener en jaque al monstruo del insomnio, reducido a una pequeña bruma divina, durante (tres o cuatro horas. Pero a veces, sobre todo cuando acababa de terminar un trabajo intelectual, el suplicio de una noche insomne iba dando paso gradualmente a una jaqueca matinal. Ningún remedio podía hacer frente va aquel tormento. Van se estiraba, se hacía una bola, apagaba y volvía a encender la lámpara de su mesilla (un nuevo sucedáneo que hacía glu-glú, pues la verdadera «ambaricidad» había sido nuevamente prohibida en 1930), y una desesperación física invadía su ser irreductible. Su pulso era firme y sostenido, había digerido la cena de un modo excelente, no había sobrepasado su dosis cotidiana de borgoña (una botella), y, sin embargo, el odioso insomnio continuaba haciendo de él un desterrado en el propio hogar. Ada dormía profundamente, o leía, cómodamente instalada unas puertas más allá; más lejos aún, en sus apartamentos, los diversos criados se habían sumado desde hacía mucho tiempo a la multitud hostil de los durmientes del lugar, que parecían cubrir las colinas vecinas con el espeso negror de su reposo. Solamente a él le era negada la inconsciencia que despreciaba con tanto orgullo y buscaba con tanta asiduidad.

III

Durante los años de su última separación, el libertinaje de Van había seguido siendo, en esencia, tan implacable como siempre; pero sólo hacía el amor cada cuatro días, y a veces descubría con sorpresa que había pasado una semana entera en una serena castidad. También ocurría que en la sucesión de exquisitas prostitutas se intercalaba una serie de encantadoras no profesionales en estancias turísticas al azar; o todo un mes de inventiva erótica en compañía de alguna frívola mondaine (recordaba con un especial escalofrío de placer a una virgen inglesa de cabellera roja, Lucy Manfristan, seducida el 4 de junio de 1911 detrás de los muros del jardín de su mansión normanda, y llevada a Fialta, en el Adriático); pero esos falsos romances amorosos le fatigaban pronto; la palazzina, de cañerías mediocres, no tardó en ser abandonada, como no tardó en ser despedida la joven tostada por el sol, y Van necesitó un intermedio verdaderamente sucio y vicioso para resucitar su virilidad.