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Cuando en 1922 comenzó una nueva vida con Ada, tomó la firme decisión de serle fiel. A excepción de algunas ocasiones, discretas y dolorosamente agotadoras, en que se abandonó a lo que el Dr. Lena Wien ha designado muy exactamente con el término de «mironismo onanista», supo perseverar en dicha decisión. La rigurosa prueba resultó moralmente remuneradora; físicamente, era absurda. Así como los pediatras se encuentran a menudo con la cruz de una familia imposible, nuestro psicólogo experimentaba un caso bastante ordinario de desdoblamiento de personalidad. Su amor por Ada era un estado existencial, un constante zumbido de felicidad, diferente de todo cuanto él había podido observar en la vida de los enfermos mentales y otros individuos singulares. Para salvarla se habría arrojado sin vacilación a un baño de pez hirviente, como habría recogido cualquier guante de desafío a su propio honor. Su vida en común era el canto antifonal de su primer verano de 1884. Ella no se negó nunca a ayudarle a conseguir la satisfacción —tanto más precisa cuanto que se hacía menos frecuente— de una puesta de sol enteramente compartida. Van veía reflejado en Ada todo aquello que su propio espíritu, orgulloso y difícil, buscaba en la vida. Una ternura desbordante le impulsaba a arrodillarse a sus pies, en actitudes dramáticas pero perfectamente sinceras, sorprendentes para alguien que entrase en la habitación con un aspirador. Y el mismo día, otros compartimientos y subcompartimientos de su ser eran hervideros de anhelos y pesares, de proyectos de violación y de desorden. Los momentos más peligrosos tenían lugar cuando se trasladaban a otra ciudad y se encontraban en un sitio nuevo, con nuevos criados y nuevos vecinos, y sus sentidos quedaban expuestos con una precisión fantástica y helada a la gitanilla que hurtaba melocotones o a la despabilada hija de la lavandera.

En vano se decía que aquellas bajas comezones no diferían, en su intrínseca insignificancia, del prurito anal que uno trata de aliviar con rascados intempestivos. De todos modos, él sabía que si se arriesgaba a satisfacer el deseo sentido por tal o cual muchacha podía arruinar toda su vida con Ada. Lo horrible y gratuitamente que podía herirla fue algo que descubrió un día de 1926 ó 1927, cuando sorprendió la mirada de orgullosa desesperación que ella fijó en el vacío antes de dirigirse al coche en que iba a partir de viaje (un viaje al que Van, en el último instante, había renunciado a acompañarla). Lo había hecho así remedando los gestos y la cojera de los enfermos de gota, porque acababa de darse cuenta —y ella también se la había dado —de que la joven y soberbia indígena que fumaba en el porche de atrás de la casa ofrecería sus mangos al señor tan pronto como el ama de casa del señor hubiese salido para el festival cinematográfico de Sindbad. El chófer tenía ya abierta la puerta del coche cuando Van, lanzando un verdadero mugido, se reunió con Ada y partieron juntos, volubles, con los ojos llenos de lágrimas y bromeando a propósito de su locura.

—Es divertido —dijo Ada—. ¡Qué dientes más negros y rotos tienen por aquí esas blyadushki!

(El «Ursus». Lucette vestida de verde brillante. «Cálmate, pasión enloquecida». Los senos y los brazaletes de Flora. El caracol del Tiempo.)

Descubrió lo que podía ser un entretenimiento refinado: resistir constantemente a la tentación, sin dejar de soñar en sucumbir a la misma en alguna parte, algún día, de algún modo. Descubrió también que, a pesar del ardor de las llamas que danzaban en aquellos seductores señuelos, no podía pasar ni un solo día sin Ada; que la soledad que él necesitaba para pecar auténticamente no era la de unos segundos de aislamiento detrás de algún arbusto, sino toda una noche transcurrida en el seguro recinto de una fortaleza; y que, en definitiva, las tentaciones, reales o evocadas antes del sueño, eran cada vez menos frecuentes. A los setenta y cinco años, unas relaciones bimensuales con la muy cooperativa Ada (Blitz-partien, en su mayor parte) bastaban para una perfecta satisfacción. Las secretarias que contrató sucesivamente eran cada vez menos atractivas (hasta culminar en una hembra con pelo de coco y boca de caballo que escribía a Ada cartitas de amor). Y, cuando Violet Knox vino a romper aquella monótona sucesión, Van Veen tenía ochenta y siete años y era impotente por completo.

IV

Violet Knox [hoy, señora de Ronald Oranger. Nota del editor], nacida en 1940, vino a vivir con nosotros en 1957. Era (y sigue siendo hoy, diez años más tarde) una deliciosa inglesa rubia, de ojos de muñeca, piel de terciopelo y linda grupa ajustada en una falda de tweed[... Pero tales encantos, ¡ay!, no podían ya dar carne a mi fantasía. Es ella quien ha mecanografiado estas memorias y la alegría de estos años que son, sin duda, los diez últimos de mi existencia. Hija, hermana, hermanastra perfecta, había soportado durante diez años los hijos habidos por su madre en dos matrimonios, y más dejando aparte [algo]. Yo la pagaba [generosamente por meses, dándome perfecta cuenta de la necesidad de proporcionarme un silencio que no fuese incómodo para una joven diligente y perpleja. Ada la llamaba «Fialochka», y se permitía el lujo de admirar el cuello de camafeo, las ventanas nasales de color rosa y la rubia cola de caballo de «la pequeña Violeta». A veces, después de cenar, cuando saboreábamos los licores, mi Ada contemplaba con ojos soñadores a mi mecanógrafa (gran aficionada al Koo-Aahn-Trow), y luego, rápidamente, picoteaba su ruborizada mejilla. La situación podría haber sido considerablemente más complicada si se hubiese presentado veinte años antes.

No sé realmente por qué concedo tanta atención a los cabellos blancos y el aparato fláccido del venerable Veen. Los libertinos nunca se reforman. Arden, escupen unas últimas chispas verdes y se apagan. Mucho más considerable debe ser la importancia concedida por el autoinvestigador y su fiel compañera a la increíble marea intelectual, a la explosión creadora producida en el cerebro de aquel nonagenario extraño, solitario y bastante repulsivo (gritos de «no, no», entre paréntesis del editor, de la hermana y de los lectores).

Van execraba más ferozmente que nunca todo arte falso, desde las trivialidades informes de la chatarra esculpida hasta los pasajes en cursiva del novelista pretencioso que pretende expresar así los chaparrones de pensamiento de su héroe fraterno. Tenía aún menos paciencia que antes a propósito de la escuela de psiquiatría de «Sig» (Signy-M.D.-M.D.). Utilizó la confesión, saludada como un gran acontecimiento, de su fundador («Siendo estudiante, empecé a "desflorar" chicas porque fui suspendido en un examen de botánica») como epígrafe de uno de uno de sus últimos artículos, titulado La farsa de la terapia de grupo en los trastornos de la sexualidad, el más detonante y satisfactorio en su especie (la Unión de Consejeros Conyugales y Catárticos pensó en principio proceder judicialmente contra él, pero luego prefirió desinflarse).

Violet llama a la puerca de la biblioteca y deja paso al señor Oranger, hombrecillo regordete con corbata de lazo, que se detiene en el umbral, da un taconazo, y (mientras el pesado eremita se mueve imprimiendo un torpe vuelo a su ropa de lana) se lanza casi al trote, no tanto para detener de un magistral manotazo el alud de folios sueltos que el codo del gran hombre ha hecho resbalar por el plano inclinado del atril, como para expresar la impaciencia de su admiración.