En las tiendas de recuerdos, desde Agonía, en Patagonia, hasta Bolarrugada, Bras d'Or, aparecieron muñequitas C.D.T. y pendientes de coral y marfil C.D.T. En los sitios más diversos se formaron clubs C.D.T. Jovencitas C.D.T. exhibían los mini-menús de los mini-snacks de carretera, construidos y decorados como navios espaciales. De la formidable correspondencia acumulada sobre la mesa de trabajo de Van durante aquellos años de celebridad mundial, resultaba que millares de individuos más o menos desequilibrados creían (tan contundente era el impacto visual de la película Veen-Vitry) en la secreta identidad, disimulada por el Gobierno, de Terra y Antiterra. La realidad demoniana se difuminó hasta no ser más que una ilusión aleatoria. En verdad, ya habíamos conocido todo eso. Unos políticos, llamados el Viejo Fieltro y el Tío Joe en antiguas historietas, habían existido realmente. Los países tropicales no significaban únicamente Reservas Naturales de la Vida Salvaje, sino también hambre, y muerte, e ignorancia, y hechiceros, y agentes de la lejana Atomsk. Nuestro mundo era, de hecho, los años centrales del siglo veinte. Terra estaba convaleciente, tras haber sufrido los tormentos de la Inquisición y de haber soportado a los brutos y las bestias que Alemania engendra inevitablemente cuando realiza sus sueños de gloria. Los campesinos y los poetas rusos no habían sido deportados a Estocia o a las Tierras Áridas en eras pretéritas, sino que morían, en aquel mismo momento, en los campos de esclavos de Tartaria. Ni siquiera era Gobernador de Francia Charlie Chose, el afable sobrino de Lord Goal, sino un general francés de muy mal carácter.
VI
Nirvana, Nevada, Vaniada. A propósito, ¿no debería añadir, Ada querida, que sólo en nuestra última entrevista, poco después de mi pesadilla prematura —quiero decir, premonitoria —sobre el tema de «puede, señor», el pobre maniquí de mi mamá me llamó por mi nombre en diminutivo, Vania, Vaniucha? Nunca lo había hecho antes, y sonaba tan extraño, tan tier... (se pierde la voz, los radiadores suenan).
—Mamá —maniquí... (riendo). También los ángeles tienen escobas... para barrer de nuestra alma las imágenes horrendas. Mi nodriza negra tenía un encaje suizo con adornos blancos.
Hielo imprevisto que cae por los canalones: estalactita con el corazón desgarrado.
En su memoria conjunta estaban registrados y repasados los primeros pensamientos que dedicaron a la extraña idea de la muerte. Hay una escena que sería agradable volver a representar sobre el telón de fondo verde y en movimiento de uno de nuestros decorados de Ardis. El diálogo sobre la «doble garantía» en la eternidad. Comenzar justo antes de esto.
—Sé que hay un Van en el Nirvana. Estaré con él en las profundidades moego oda de mi Infierno —dijo Ada.
—Sí, sí —(aquí, efectos especiales de pájaros, y ramas que dicen que sí, y lo que tú solías llamar «gotas de oro»).
—Como amantes y hermanos —exclamó—, tenemos una doble posibilidad de estar juntos en la eternidad, en la terralidad. ¡Cuatro pares de ojos en el paraíso!
—Bonito, bonito —dijo Van.
Algo así. Hay una gran dificultad. La extraña luz trémula de espejismo que representa la muerte no debe aparecer demasiado pronto en nuestra crónica, y sin embargo es preciso que empape las primeras escenas de amor. Difícil, pero no insuperable (yo puedo hacer cualquier cosa, puedo bailar el tango y el zapateado sobre mis fantásticas manos). A propósito, ¿quién muere el primero?
Ada. Van. Ada. Vaniada. Nadie. Cada uno de ellos esperaba marcharse el primero, lo que implicaba que el otro había de tener una vida más larga, y deseaba marcharse el último, para evitar al otro el dolor y las vicisitudes de la viudez. Una solución para ti sería casarte con Violet.
—Gracias. He conocido dos lesbianas en mi vida, y eso me basta. El buen Emilio dice «término que se procura evitar». ¡Qué razón tiene!
—Y, si no, Violet, alguna chica del país, estilo Gauguin. O Yolande Kickshaw.
¿Por qué? Buena pregunta. En cualquier caso, no hay que dar ese pasaje a mecanografiar a Violet. Temo que haríamos daño a mucha gente (tonada americana en calado). ¡Vamos, el arte no puede hacer daño! ¡Sí que puede, y mucho!
En realidad, esa cuestión de quién morirá antes tiene ahora poca importancia. Quiero decir que el héroe y la heroína debían estar tan cerca el uno del otro en el momento en que empieza el horror, tan orgánicamente próximos, que se solapan, se entrecruzan y entresufren, y que, aunque el final de Vaniada sea descrito en el epílogo, nosotros, autores y lectores, seremos incapaces de discernir (miopes, miopes) quién sobrevive al otro, Dava o Vada, Anda o Vanda.
Yo tenía una compañera de colegio que se llamaba Vanda. Y yo conocí a una chica que se llamaba Adora, una pequeña de mi último Floramor. ¿Qué es lo que me hace ver este fragmento de capítulo como el más puro sollozo de todo el libro? ¿Qué es lo peor en el hecho de morir?
Porque es de notar que la muerte tiene tres facetas (correspondientes, grosso modo, a la tricotomía popular del Tiempo). Está, ante todo, el desgarramiento, el hecho de abandonar para siempre todos los propios recuerdos. Se trata de un lugar común, pero ¡qué valor ha necesitado el hombre para pasar una y otra vez por ese lugar común, por esa comedia, y conformarse con acumular, una y otra vez, tesoros de conciencia que han de serle arrancados! La segunda faceta es el atroz sufrimiento físico; por razones evidentes, no nos detendremos en ella. Y, por fin, está el pseudo-futuro informe, desnudo y negro, eterna duración de la no-durabilidad, paradoja de las paradojas escatológicas de nuestro cerebro cercado.
—Sí —dijo Ada (que tenía entonces once años, y largos cabellos siempre agitados)—, sí... Pero supongamos un paralítico que olvida progresivamente todo su pasado, de ataque en ataque, y muere como un buen muchacho, durante el sueño, y que toda su vida ha creído que el alma era inmortal, ¿no es ésa una solución cómoda y deseable?
—¡Vano consuelo! —dijo Van (que tenía entonces catorce años y estaba muriéndose de otros deseos)—. Uno pierde su inmortalidad cuando pierde su memoria. Y si desembarca en Terra Coelestis, con la almohada y el orinal, no encuentra la compañía de Shakespeare, ni siquiera de Longfellow, sino la de cretinos y guitarristas.
Ella protestó que, aunque el futuro no existiese, uno tenía el derecho de inventarse un porvenir, y que entonces existiría el propio futuro, en la medida en que uno mismo existiese. Ochenta años transcurrieron rápidamente... el tiempo de deslizar una nueva imagen en la linterna mágica. Habían pasado la mayor parte de la mañana reelaborando su traducción de un pasaje (versos 569 a 572) del célebre poema Pale Fire, de John Shade: