...Soveti mi daiom
Kak bit'vdovtsu: on poterial dvuh zhion;
On ih vstrechaet —liubidshchih, liubimih,
Revnuyushcbih ego drug k druzhke...
(A veces aconsejamos
a un viudo. Ha perdido dos mujeres. Y las ve
—ambas amadas y ambas amantes—
celosas ambas, la una de la otra...)
Van observó que ahí estaba el secreto: uno es, desde luego, libre de imaginar cualquier género de «más allá», el paraíso generalizado prometido por los profetas y los poetas orientales, o una combinación de paraísos individuales. Pero el trabajo de la imaginación es obstaculizado —de manera irremediable —por una barrera lógica: no se puede invitar a la fiesta a los amigos —ni tampoco, por lo demás, a los enemigos—. La transposición a una vida elísea de todas las relaciones humanas que hemos tenido y cuyo recuerdo conservamos, se convierte inevitablemente en una continuación mediocre de nuestra maravillosa mortalidad. Sólo un chino, o un niño retrasado, puede imaginarse que será acogido en ese Próximo Fascículo del Mundb; entre toda clase de vientres planos y colas que se agitan a guisa de bienvenida, por el mosquito ejecutado ochenta años antes sobre su pierna desnuda, la cual más tarde le fue amputada y ahora viene detrás del gesticulante mosquito, tac, tac, tac, aquí estoy, recógeme.
Ada no rió. Se repetía los versos que le habían hecho tanto daño. Los encoge-cerebros de Signy propondrían con regocijo la tesis de que la razón de que los tres «ambas» hubiesen sido saltados en la versión rusa no era, no, ni mucho menos, que, para dar cabida a aquellas incómodas palabras de tres sílabas cada una (obeikh), habría hecho falta añadir al menos un verso portaequipajes.
—¡Van, Van! No la hemos amado bastante. Es con ella con quien debías haberte casado, con la que estaba sentada, cogiéndose las rodillas, vestida de bailarina, en la balaustrada de piedra. Y todo habría estado bien entonces... Yo me habría quedado con vosotros dos en Ardis... y, en vez de apoderarnos de esa felicidad, que se nos ofrecía gratis, en vez de tener todo eso, la hemos fastidiado hasta la muerte...
¿Había llegado la hora de la morfina? No, aún no. En la Textura no había mencionado «el Tiempo y el Tormento». Lástima, porque un ele mentó de tiempo puro entra en el tormento, en la estable, sólida, espesa duración del dolor insoportable. ¡No hay nada parecido a una «gasa grisácea» en ese dolor, sólido como un sombrío tronco de árbol. ¡Oh, no puedo más, llama a Lagosse!
Van le encontró leyendo en la calma del jardín. El médico siguió a Ada a la casa. Durante todo un verano que había sido un suplicio, los Veen habían creído (o se habían hecho creer mutuamente) que se trataba de un amago de neuralgia.
¿Un amago? Un gigante, con el rostro contorsionado por el esfuerzo; un gigante que abrazaba y retorcía la máquina de un sufrimiento atroz. Es humillante que el dolor físico le haga a uno indiferente a problemas morales, como el destino de Lucette, y es divertido (¿será esa la palabra justa?) comprobar que uno se preocupa por cuestiones de estilo hasta en esos momentos atroces. El médico suizo, al que se lo habían contado todo (y que incluso había conocido a un sobrino del doctor Lapiner en la facultad de Medicina), manifestó un intenso interés por el libro casi terminado, pero corregido sólo en parte, y declaró cómicamente que era todo el libro, y no solamente una o dos personas, lo que él quería ver «curado de todos sus alifafes» antes de que fuese demasiado tarde. Era demasiado tarde. El manuscrito que todos consideraban como el más alto logro de Violet, un ideal de pulcritud, escrito en papel especial con caracteres cursivos especiales (reproducción idealizada de la escritura de Van), y cuya copia principal había sido encuadernada en vaqueta púrpura para el nonagésimo séptimo aniversario de Van, quedó inmediatamente emborronado con un verdadero infierno de correcciones en tinta roja y en lápiz azul. Hasta puede presumirse que si nuestra pareja, yacentes, mártires de la duración, decidiesen alguna vez morir, morirían, finalmente, en el libro acabado, en el Edén o en el Averno, en la prosa de la obra o en la poesía de sus solapas.
Su castillo de Ex, recientemente edificado, estaba incrustado en un invierno de cristal. Por algún extraño error, el último Quién es quién mencionaba, en la lista de sus principales escritos, el título de una obra nunca realizada, aunque proyectada en muchos dolores, La Inconsciencia y lo Inconsciente. No era dolor de hacerlo ahora... y era un gran dolor para terminar Ada. ¡Quel livre, mon Dieu, mon Dieu!, exclamó el doctor [Profesor. Nota del Editor. Lagosse, sopesando la copia original que los padres pálidos y vulgares de los dos niños del viejo cuento (Niños en el Bosque) —pequeño volumen de las habitaciones infantiles de Ardis—, perdidos entre las hojas muertas, ya no podían sostener en la primera y misteriosa imagen: dos personas en una cama.
El castillo de Ardis —los Ardores y los Árboles de Ardis—, tal es el leitmotivque fluye ondulante a través de las páginas de ADA, vasta y deliciosa crónica que, en su mayor parte, tiene por escenario una América de brillantez onírica, porque, ¿no son estos recuerdos de infancia comparables a las carabelas que bogan hacia Vinelandia, indolentemente rodeadas por las aves blancas de los sueños? El protagonista, heredero de una de las más ilustres y opulentas familias de los Estados Unidos, es el doctor Van Veen, hijo del barón «Demon» Veen, famoso personaje de Reno y de Manhattan. El final de una época extraordinaria coincide con la no menos extraordinaria infancia de Van. No hay nada en la literatura universal —salvo, tal vez, las reminiscencias del conde Tplstoi —que pueda rivalizar en alegría pura, en inocencia arcádica, con los capítulos de este libro que tratan de Ardis. En esta fabulosa propiedad rural del tío de Van, Daniel Veen, gran coleccionista de arte, nace un ardiente amor infantil, que se desarrolla en una serie de escenas fascinantes, entre Van y la linda Ada, una muchachita verdaderamente excepcional, hija de Marina, la esposa de Dan, apasionada por el teatro. El hecho de que las relaciones de Van y Ada no consisten simplemente en un peligroso juego entre primos hermanos, sino que presentan además un aspecto especialmente prohibido, se sugiere desde las primeras páginas.
A pesar de las numerosas complicaciones de la intriga y de la psicología de los personajes, la narración avanza al galope. Incluso antes de que hayamos tenido tiempo de recuperar el aliento y de contemplar tranquilamente el nuevo escenario en que nos ha «vertido» la alfombra mágica del autor, otra chiquilla encantadora, Lucette Veen, la hermana menor de Ada, es arrebatada por la atracción de Van, el irresistible libertino El trágico destino de Lucette representa uno de los momentos más notables de este delicioso libro.
El resto de la historia de Van tiene por tema —presentado de una manera franca y colorista— su larga aventura amorosa con Ada, aventura que es interrumpida por el matrimonio de ésta, en Arizona, con un ganadero descendiente de uno de los fabulosos descubridores de América del Norte. Después de la muerte del marido, los amantes se reúnen de nuevo. Pasan la vejez viajando juntos, con estancias en numerosas villas, cada una más bella que la anterior, construidas por Van por todo el hemisferio occidental.
Un importante ornato de la crónica es la delicadeza del detalle pintoresco: una galería enrejada; un techo pintado; un bello juguete perdido entre los nomeolvides de un arroyo; mariposas y orquídeas en los márgenes de la novela; un velo lejano visto desde una escalinata de mármol; una corza heráldica que gira la cabeza hacia nosotros en el parque ancestral; y muchas cosas más.