¿Le gustaban a él los olmos? ¿Conocía el poema de Joyce sobre las dos lavanderas? Sí, desde luego. ¿Le gustaba? Sí, le gustaba. En realidad, lo que estaba empezando a gustarle eran los árboles, los ardores, las Adas. ¿Debía hacer esa observación?
—Y ahora... —dijo Ada. Y se detuvo, mirándole a los ojos.
—Sí —dijo él—. ¿Y ahora...?
—Bueno, quizá no debería tomarme el trabajo de procurarte diversiones, después de haber pisoteado mis círculos. Pero voy a ablandarme y a enseñarte la verdadera maravilla de Ardis Manor: mi larvario. Está en la habitación contigua a la mía.
Tan pronto como hubieron entrado en el santuario, Ada cerró cuidadosamente la puerta de comunicación. El larvario parecía una especie de conejera embeUecida y se encontraba al final de una antecámara con pavimento de mármol (al parecer, un cuarto de baño transformado). A pesar de que la pieza estaba bien ventilada (sus ventanas de vidrieras heráldicas estaban abiertas de par en par y dejaban penetrar los gritos agriados y las imprecaciones de toda una población de pájaros subalimentados y superfrustrados), el olor de las conejeras —tierra húmeda, raíces colmadas de savia, tufo de invernadero viejo y quizás hasta algo de chivo— no dejaba de ser espantoso. Antes de permitir a Van que se acercase, Ada manipuló toda clase de pequeños picaportes y alambradas, y la pequeña llama voluptuosa que consumía a Van desde el comienzo de los juegos inocentes de aquel día fue reemplazada por un sentimiento de depresión y de profundo vacío.
—Estoy loca por todo lo que repta —dijo Ada.
Y Van:
—Personalmente, yo prefiero esas que se enrollan y se hacen una bola cuando se las toca..., esas que se ponen a dormir como los perros.
—Oh, no se ponen a dormir, ¡vaya una idea! ¡Se desmayan! Es como un pequeño síncope —explicó Ada frunciendo el entrecejo—. E imagino que las más jóvenes deben sufrir un verdadero shock.
—Sí, a mí tampoco me cuesta trabajo imaginármelo. Pero supongo que, a la larga, uno se acostumbra.
Pero sus dudas de profano dejaron pronto paso a la intuición estética. Muchas décadas más tarde, Van seguía recordando cómo le había maravillado una adorable oruga, desnuda, brillante, fastuosamente alunarada y veteada, tan venenosa como las flores de verbasco en que se abrigaba, o la larva de forma de cinta de una catocálida local, cuyas protuberancias grises y placas de color lila imitan el liquen y los nudos de las ramitas a las que se adhiere tan firmemente que prácticamente queda soldada a ellos; o, por supuesto, la pequeña Orgya, con su vestido negro, animado a todo lo largo de la espalda por copetes coloreados, rojos, azules, amarillos, de longitud desigual, como las barbas de un cepillo de dientes de fantasía, con colorido garantizado. Esa clase de comparaciones, con adornos especiales, me recuerdan hoy las anotaciones entomológicas del diario de Ada... que hemos de tener por aquí, en algún sitio, ¿verdad, amor mío? En ese cajón, ¿no? Pues, ¡sí!, ¡victoria! Espiguemos algunos ejemplos (tu letra redondeada como las mejillas, amor mío, era un poco más ancha; pero, por lo demás, nada ha cambiado, nada, nada):
«La cabeza retráctil y los diabólicos apéndices anales del monstruo de colores chillones que produce el humilde Dicranuro pertenecen a una oruga de lo menos oruga que existe. Sus segmentos frontales tienen forma de fuelles, y su aspecto recuerda al objetivo de un Kodakordeón. Si acaricias con delicadeza su cuerpo hinchado y lampiño, la sensación es perfectamente sedosa y agradable... hasta que la irritada criatura, desagradecida, te lanza un fluido de olor acre que sale de una grieta abierta en su garganta.»
«El Doctor Krolik ha recibido de Andalucía, y me ha regalado amablemente, cinco larvas jóvenes de una especie muy local y descrita hace muy poco: la Tortuga Carmen. Son unas criaturas deliciosas, de un bello color de jade con espigas de plata, y no se reproducen más que sobre un sauce de alta montaña de una especie casi extinguida (el bueno de Krolik me ha proporcionado también esa planta).»
(A los diez años, o más joven todavía, Ada había leído —lo mismo que Van— Les Malheurs de Swann, como revela el siguiente ejemplo:)
«Creo que Marina dejaría de refunfuñar contra mi hobby("Es un poco inconveniente esa obstinación infantil de rodearse de unos pequeños favoritos tan asquerosos...", "las señoritas normales tienen horror a las serpientes, a los gusanos", etc.) si pudiese persuadirle de que superase sus repugnancias pasadas de moda y que se pusiese a la vez en la palma y en la muñeca (porque la mano no sería bastante grande) la noble larva de la esfinge de Catleya (sombras malvas de monsieurProust) una gigante de seis pulgadas de largo, de color carne, con arabescos color turquesa, que levanta su cabeza de jacinto en una actitud "esfingiana".»
(¡Bonita descripción!, dijo Van. Pero reconozco que no la asimilé a fondo en mi juventud. Ni siquiera yo. Así, pues, no mosqueemos al moscón que atraviesa mi libro y repite de página en página: «¡Qué bromista es este viejo V.V.!»)
Al término de su tan remoto, tan cercano, verano de 1884, Van, antes de abandonar Ardis, quiso hacer una visita de despedida al larvario de Ada.
La larva, blanca como porcelana, de la Cogulla (¿o «el Tiburón»?), la alunarada, veteada y venenosa gema había llevado a buen fin su reciente metamorfosis. Pero el ejemplar único de Catocala loreleihabía muerto, ¡ay!, paralizada por cierto icneumón al que no habían engañado sus astutos nudos ni sus manchas de liquen. El cepillo de dientes multicolor había entrado confortablemente en pupación en un capullo velludo: era la promesa de una Orgya de Persia para fines de otoño. En cuanto a las dos larvas de «Colas Bifurcadas», se habían vuelto todavía más feas, pero al mismo tiempo más vermiculares y, en cierto sentido, más venerables: sus colas flaccidas se arrastraban lamentablemente tras ellas, un flujo violáceo deslustraba el cubismo de su extravagante dibujo; no cesaban de moverse velozmente de un lado para otro en el fondo de su caja, en un ataque de locomoción preparatoria. También Aqua había marchado a través de un bosque y hasta de un barranco para realizar la misma cosa. Colgada de la tela metálica, en una mancha de sol, una Nymphalis carmenrecién salida del capullo movía en abanico sus alas limón pálido y ámbar oscuro, cuando Ada, dichosa y cruel, la aplastó con un apretón experto de sus dedos. La Esfinge de Odette se había transformado graciosamente en una momia elefantoide, con una cómica trompa de tipo guermantoide. Y, en otro hemisferio, el doctor Krolik corría rápidamente sobre sus cortas piernas tras una Aurora muy especial, de alta montaña, mariposa conocida por el nombre de Antocharis adaKrolik (1884) hasta que la inexorable ley de la prioridad taxonómica no obligase a cambiarlo por el de Antocharis prittwitziStümper (1883).
—Pero, una vez que aparecen todos estos bichitos —preguntó Van—, ¿qué haces con ellos?
—Pues bien —dijo Ada—, se los llevo al ayudante del doctor Krolik y éste los coloca, los etiqueta y los clava en los cajones de cristal de un armario-vitrina de roble, muy limpio, que será mío cuando me case. Yo poseeré también una gran colección y continuaré criando toda clase de lepidópteros. Mi sueño sería tener un Instituto Especial de fritilarias con sus orugas, y las diversas violetas de que éstas se nutren. Me expedirían, por correo aèreo urgente, huevos y larvas de toda la América del Norte, acompañadas de sus plantas-huésped: violeta de las secoyas de la costa oeste, violeta pálida de Montana, violeta de la pradera, violeta de Egglestone, que se encuentra en Kentucky, y esa violeta blanca rarísima que florece en un pantano escondido, al borde de un lago sin nombre, en una montaña ártica donde vuela la Fritilaria minorde Krolik. Naturalmente, cuando esas mariposas salen del capullo, es facilísimo acoplarlas a mano. Se las coge así, a veces durante un buen rato, de perfil, con las alas plegadas (Ada mostraba el método, olvidándose de disimular sus lamentables uñas), el macho con la mano izquierda y la hembra en la derecha o viceversa, procurando que se toquen las extremidades de los dos abdómenes. Pero, para que la cosa resulte, tienen que estar completamente frescos y embebidos en el vaho de su violeta preferida.