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IX

¿Era verdaderamente bonita, a los doce años? ¿Y tenía él ganas —tendría alguna vez ganas —de acariciarla verdaderamente? Su cabello negro le caía en cascada sobre la clavícula izquierda, y su modo de sacudir la cabeza para echarlo hacia atrás, y el hoyuelo de su mejilla pálida pertenecían a ese tipo de revelaciones a las que acompaña el sentimiento inmediato de una verdad reconocida. Su palidez era luz, y el negro de su pelo era una noche resplandeciente. Las faldas plisadas que preferían eran cortas y le sentaban perfectamente. Sus miembros descubiertos eran tan blancos, tan mínimamente bronceados, que la mirada que acariciaba sus pantorrillas y sus antebrazos podía seguir en ellos la pelusa oblicua y regular de su vello negro y sedoso de joven virgen. El iris castaño oscuro de sus ojos graves tenía la opacidad enigmática de la mirada de un hipnotizador oriental (en un anuncio de página anterior de una revista), y parecía situado a mayor altura de lo que es corriente, de tal modo que, entre su borde inferior y el húmedo párpado que lo subrayaba, se veía, cuando miraba frente a frente, un semicírculo blanco. Sus largas pestañas parecían ennegrecidas (y de hecho lo estaban). La gruesa línea de sus labios febriles evitaba a su rostro la gentileza afectada del elfo. Su nariz francamente irlandesa era, en pequeño, como la de Van. Sus dientes eran bastante blancos y no demasiado regulares.

¡Pero sus pobres manecitas! No había más remedio que apiadarse de ellas. Eran exageradamente rosas, en comparación con la blancura diáfana de los brazos, más rosas incluso que el codo, que parecía ruborizarse del estado lamentable de las uñas. Porque Ada se comía las uñas, se las comía tan despiadadamente que su margen había desaparecido por completo; en su lugar, un surco excavado en la carne como con un alambre añadía a los extremos desnudos de sus dedos el largo de una espátula adicional. Más tarde, cuando Van se aficionó tanto a cubrir de besos sus manos frías, ella le ofrecería siempre los puños cerrados, pero él, despiadadamente, la obligaría a extender los dedos para besar también aquellos almohadoncillos ciegos. (Pero, ah, qué bellos serían, en cambio, y qué largos, los lánguidos ónices, pintados de rosa y plata, delicadamente puntiagudos, de sus años adolescentes y maduros!)

Lo que Van experimentó durante aquellos primeros días extraños en los que Ada le hizo descubrir la casa y sus rincones, los escondites donde pronto (¡tan pronto!) iban a hacer el amor, se combinaba en una amalgama de encanto y exasperación. Encanto, a causa de aquella piel prohibida, tan blanca, tan voluptuosa; a causa de sus cabellos, de sus piernas, de sus movimientos abruptos, de su olor a pasto de gacela, de la mirada negra y brusca de sus ojos espaciados, de su agreste desnudez bajo el ligero vestido. Exasperación, porque entre él, un escolar genial y desmañado, y aquella niña precoz, afectada, impenetrable, se extendían un vacío de luz y un velo de sombra que ningún esfuerzo podía superar o desgarrar. En la desesperanza de su lecho, juraba lamentablemente al tiempo que sus henchidos sentidos se concentraban en la imagen de Ada, que él se había bebido con los ojos durante su segunda excursión a los altos del la casa. Ella se había subido sobre un cofre de marino para levantar una especie de claraboya por la cual se accedía al tejado (hasta el perro había trepado por allí en cierta ocasión). La falda se le enganchó en algún clavo y él vio —como el espectador de las chocantes metamorfosis de una falena, o como el testigo de un milagro angustioso en un episodio bíblico —el pelo negro que sombreaba el pubis de la chica. Van se dio cuenta de que ella parecía haberscdado cuenta de que él debía o podía haberse! dado cuenta (de aquello que no solamente había advertido, sino que iba a retener, con terror y ternura, hasta que —mucho más tarde —se liberase de aquella visión, y por extraño modo). Y una expresión curiosa, abatida y arrogante a la vez, pasó por el rostro de Ada: sus mejillas hundidas, sus labios gruesos y pálidos, se movieron como si estuviese masticando algo. Y, cuando Van, que acababa de deslizarse a su vez por la estrecha claraboya, tropezó en una teja y resbaló, con riesgo de caerse, la chica dejó oír una risa forzada y sin alegría. Y en aquel sol que les recibía bruscamente, el muchacho comprendió que, hasta aquel momento, él, el pequeño Van, no había sido sino un virginal ciego, puesto que las prisas, el polvo y la oscuridad, le habían ocultado siempre los pequeños encantos de su primera ramerilla, tantas veces poseída.

A partir de entonces su educación sentimental se aceleró. A la mañana siguiente la sorprendió lavándose la cara y los brazos en una jofaina antigua encajada en una mesa rococó, con los cabellos atados en moño en lo alto de la cabeza, el camisón enroscado al talle, como una corola mal trazada de la que brotaba la delgada espalda que dejaba ver la forma de las costillas. Una gruesa serpiente de porcelana se retorcía alrededor de la jofaina. Y mientras ambos, el reptil y el muchacho, contemplaban inmóviles a Eva y el suave perfil tembloroso de sus senos apenas en flor, un gran pedazo de jabón de color morado resbaló entre sus manos, y su pie, enfundado en un calcetín negro, cerró la puerta, con un chasquido que era el eco del jabón al chocar en el mármol más bien que un signo de púdico desagrado.

X

Comida de mediodía en Ardis Hall, un día cualquiera. Lucette, entre Marina y la institutriz; Van, entre Marina y Ada; Dack, la comadreja de color castaño dorado, bajo la mesa, o bien entre Ada y Mlle. Larivière, o bien entre Lucette y Marina. (A Van le disgustaban en secreto los perros, pero especialmente durante las comidas, y más aún aquel aborto pequeñajo y alargado, de aliento maloliente.) Grandilocuente y resabidilla, Ada podía contar un sueño, describir una curiosidad de Historia Natural, comentar los sabios artificios literarios de tal o cual autor —como el monologue intérieurde Paul Bourget, copiado del viejo León—, o denunciar algún desatino grotesco de la última crónica de Elsie de Nord, una vulgar literata demimondaineque creía que Lyovin iba por Moscú con un nagol'niy tulup, «un gabán de mujikde piel de carnero, con el cuero al descubierto por la parte de fuera y forrado por dentro», según la definición de un diccionario que apareció en manos de nuestra comentarista como el conejo en las del prestidigitador; un diccionario que las Elsie no saben nunca procurarse.

La maestría espectacular que desplegaba Ada en el manejo de las oraciones subordinadas, sus digresiones entre paréntesis, la tensión sensual que sabía imprimir a los monosílabos contiguos (« Idiot Elsie simplyCAN'T READ»), todo eso acababa de un modo u otro por producir en Van el efecto de exóticas caricias —suplicio que le sacudían hacia la izquierda la parte excitada —una sensación que al mismo tiempo le irritaba y le causaba un deleite perverso.