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—Y, al contrario —dijo Van—, es fácil imaginar una Miss River igualmente bilingüe cotejando con el original una versión francesa de, digamos, el Garden, de Marvell...

—¡Ah! —exclamó Ada—, yo puedo recitar Le jardinen mi transversión personal! A ver, un momento...

En vain on s'amuse à gagner

L'Oka, la Baie du Palmier...

—¡Oíd, niños! —interrumpió Marina, esta vez resueltamente, alzando ambas manos en un gesto pacificador—. Cuando yo tenía tu edad, Ada, y mi hermano tenía tuedad, Van, hablábamos de criquet, y de poneys, y de perritos, de la última fiesta infantil, del próximo pic-nic, y, ¡ah!, de un millón de cosas bonitas y normales; pero nunca, nunca, de viejos botánicos franceses o de Dios sabe qué más...

—Pero hace un momento nos has dicho que coleccionabas flores —dijo Ada.

—Ah, sólo fue una temporada, en un lugar de Suiza, no recuerdo bien cuándo. Eso ahora no importa.

El aludido era Ivan Durmanov, muerto de cáncer de pulmón, años atrás, en un sanatorio (en algún lugar de Suiza, no lejos de Ex, donde Van había nacido ocho años más tarde). Marina hablaba a menudo de su hermano, que fue un violinista famoso a la edad de dieciocho años; pero lo hacía sin ninguna particular muestra de emoción, así que a Ada le sorprendió advertir que en esta ocasión la espesa capa de maquillaje de su madre había comenzado a fundirse bajo un súbito torrente de lágrimas (quizás alguna alergia a las viejas flores disecadas y aplastadas, o un ataque de fiebre del heno, o una crisis de gencianitis, como permitiría determinarlo retrospectivamente un diagnóstico algo posterior). Marina se sonó las narices, con su habitual ruido de elefante, como ella misma decía; y en aquel momento mademoiselle Larivière bajó para tomar el café y evocar sus recuerdos de Van, aquel bambin angélique a neuf ansque adoraba (¡qué rico!) a Gilberte Swann y a la Lesbia de Catulo, y que había aprendido, él solo, a dar libre salida a su adoración en cuanto la lámpara de petróleo salía de la habitación de la mano de Ruby, su aya negra.

XI

Pocos días después de la llegada de Van, tío Dan se presentó en el tren matutino procedente de la ciudad, para pasar, como de costumbre, su fin de semana en familia.

Van, que no le esperaba, fue a dar de manos a boca con su tío cuando éste atravesaba el hall. El mayordomo tuvo la gentileza (según apreciación de Van) de hacer entender al señor quién era aquel muchacho tan alto al que él no reconocía. Primeramente alzó la mano izquierda en posición horizontal, a un metro del suelo, y la fue elevando gradualmente, pero aquel código altitudinal fue entendido únicamente por nuestro joven seis-pies. El pequeño caballero pelirrojo miró perplejo al viejo Bouteillan, el cual se apresuró a susurrar el nombre del irreconocido muchacho.

Mr. Daniel Veen tenía la curiosa costumbre, cuando se disponía a dar la bienvenida a un huésped, de hundir los cinco dedos de su mano extendida en el bolsillo de la chaqueta, en algo así como una operación purificadora, que duraba hasta el momento del apretón. Informó a su sobrino de que llovería dentro de algunos minutos, «porque había empezado a llover en Ladore y la lluvia tarda una media hora en llegar a Ardis». Van supuso que aquello era una agudeza, y sonrió cortésmente; pero tío Dan reasumió su aire de perplejidad y, fijando en Van sus pálidos ojos de; pez, le preguntó si ya se había familiarizado con los alrededores, cuántos idiomas conocía y si le gustaría comprar por algunos kopeks un billete de lotería de la Cruz Roja.

—No, gracias —contestó Van graciosamente—. Me basta con mis propias loterías.

Su tío le miró una vez más con aire sorprendido, pero ahora empezó a dirigir su atención hacia otras direcciones.

La familia se reunió a tomar el té en el salón. Todo el mundo tuvo más bien silencioso y desanimado. Tío Dan se retiró pronto a estudio, sacando de un bolsillo interior un periódico cuidadosamente doblado. Apenas había salido del salón cuando una ventana se abrió violentamente y un fuerte aguacero empezó a tamborilear sobre las hojas del tulipero y del imperialis. La conversación se hizo repentinamente general y ruidosa.

La lluvia no duró mucho, sino que prosiguió su ruta prevista hacia Raduga, o Ladoga, o Kaluga, o Luga, olvidándose sobre el cielo de Ardis un fragmento de arco iris.

Tío Dan, sentado en una mullida butaca, trataba de leer (con ayuda de uno de esos diccionarios-liliput destinados a turistas poco exigentes, del que se servía para descifrar los catálogos de arte extranjeros) un artículo, aparentemente consagrado al cultivo de ostras, en una revista ilustrada holandesa que alguien había abandonado en el asiento contiguo de su departamento del tren, cuando un espantoso tumulto se propagó de habitación en habitación, a través de toda la casa.

El juguetón Dack, con una oreja colgando y la otra vuelta hacia arriba, mostrando su interior rosa moteado de gris, movía nerviosamente sus cómicas patitas y patinaba sobre el parquet cada vez que hacía uno de sus bruscos virajes, entregado a la tarea de transportar a algún escondrijo adecuado, donde morderlo y sacudirlo a su gusto, un tampón de algodón empapado en sangre que había descubierto en algún lugar del piso de arriba. Ada, Marina y dos de las doncellas se habían lanzado en persecución del alegre animal, pero les era imposible arrinconarle entre todo aquel mobiliario barroco. Después de franquear como un ciclón innumerables puertas, el conjunto de la cacería pasó alrededor del asiento del tío Dan y se dirigió a otra parte.

—¡Dios mío! —exclamó Dan, al reparar en el sangrante trofeo—. Alguien se habrá cortado el pulgar!

Después, palpando los muslos y el asiento, buscó, y no tardó en encontrar bajo un escabel, su indispensable léxico de bolsillo y volvió a sumergirse en la lectura. Pero un segundo más tarde tenía que hojear el diccionario en busca de groote, la palabra que estaba buscando cuando se produjo la interrupción. Le contrarió comprobar la sencillez de la traducción: great, grande.

Dack escapó por una puerta vidriera llevándose tras él a sus perseguidores hasta el jardín. Allí, en el tercer cuadro de césped, Ada le ganó por velocidad, mediante la puesta en práctica de un salto tomado de la técnica del «fútbol americano», una especie de rugbypracticado en cierto tiempo por los cadetes de la escuela militar sobre los campos de húmedo césped de las orillas del Goodson. En aquel mismo instante, mademoiselle Larivière se levantó del banco del jardín en el que estaba cortando las uñas a Lucette, y, apuntando con las tijeras a Blanche, que llegaba corriendo con una bolsa de papel en la mano, acusó a la descuidada muchacha de una negligencia escandalosa: haber dejado caer en la camita de Lucette una horquilla de pelo («un chisme así de largo que pudo herir los muslos de la niña»). Pero Marina, que tenía ese miedo enfermizo a «ofender a un inferior» tan propio de una gran dama rusa, declaró zanjado el incidente.

Nehoroshaya, nehoroshaya sobaka—canturreaba Ada, acentuando los sonidos aspirados y sibilantes, mientras alzaba en brazos a su «perro malo», el cual, frustrado por la pérdida de su presa, no daba la menor muestra de vergüenza.