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XII

Hamacas y miel. Ochenta años más tarde, Van recordaba aún, con el frescor punzante de la primera alegría, cómo se había enamorado de Ada. Memoria e imaginación confluían en un mismo punto de partida: la hamaca de sus amaneceres de adolescente. A los noventa y cuatro años seguía encontrando placer en rememorar aquel primer verano de amor no como un mero ensueño, sino como una recapitulación de la conciencia que le ayudaba a vivir en las horas grises que separaban su frágil sueño de la primera píldora cotidiana. Y ahora te toca a ti, querida, sigue tú un ratito. Sigue, Ada, ¿quieres?

(Ella:) Millones, billones de muchachos. Escojamos un decenio no demasiado indecente. En el curso de ese decenio, billones de Bills, de gentiles, dulces, bien dotados y apasionados Bills, bien intencionados de espíritu y de cuerpo, han desnudado a sus jillones de Jills, no menos dulces y vivaces que ellos, en lugares y circunstancias que el investigador debería verificar y especificar, pues, de no hacerse así, existe un serio peligro de que la relación se pierda, en la maraña de las estadísticas y en las generalizaciones en que uno se extravía sin remedio. Poco provecho obtendríamos de nuestro trabajo si, por ejemplo, olvidásemos la pequeña cuestión de esos singulares prodigios de lucidez, de esos genios juveniles que, en algunos casos, convierten tal o cual caso particular en «un acontecimiento único e irrepetible» en el continuumde la vida, o, al menos, la antesis temática de esa categoría de acontecimientos en una obra de arte o en los artículos de un periodista indignado. El detalle que transparece como un nimbo o como una sombra, el follaje del lugar a través de una piel diáfana, el sol verde en el ojo húmedo y negro, todo eso ( vsyo eto), debe ser tenido en consideración. Y ahora prepárate a seguir tú (no, no, Ada, continúa, ya zasluchalsya, no me canso de escucharte)... si queremos poner de manifiesto el hecho, el hecho, el hecho... de que entre esos billones de parejas brillantes que es posible observar en un corte transversal de lo que, por las necesidades de mi razonamiento, me permitirás llamar el espacio-tiempo, se encuentra una pareja única, una pareja superimperial, sverimperatorskaya cheta, destinada a convertirse en objeto de investigaciones, a ser glorificada en cuadros y sinfonías, a los tormentos, a la tortura, incluso a la muerte (por poco que el decenio considerado arrastre tras de sí una cola de escorpión), a consecuencia de lo cual el modo particular de hacer el amor la mencionada pareja ejercerá una influencia única y peculiar sobre dos largas existencias, y sobre algunos de mis lectores, esas cañas pensantes pascalianas, así como sobre sus plumas o sus pinceles mentales. ¿Es eso Historia Natural? Al contrario, se trata de una historia de lo menos natural, puesto que esa exigente precisión de los sentidos y del sentido (significado) tiene que resultar desagradable y extraña al rústico, y puesto que aquí el detalle lo es todo: el canto de un reyezuelo en Toscana o el de un reyezuelo sitka en los cipreses de un cementerio, los efluvios de menta de la ajedrea de jardín o de la hierbabuena en una colina del litoral, la danza alada de un argiolo de Europa o del lago Echo, de California. Esoes lo que hay que oír, oler y ver a través de la transparencia de la muerte y de la belleza ardiente. Y, más difícil aún, la Belleza en Sí, percibida en el espacio y en el instante. Los machos de nuestra luciérnaga... (bueno, Van, ahora sí que te toca seguir).

Los machos de la luciérnaga, pequeños escarabajos luminosos, más parecidos a estrellas errantes que a insectos alados, hicieron su aparición en las primeras noches cálidas y negras de Ardis, uno a uno, acá y allá, y luego en enjambres fantasmagóricos, para volver a disminuir hasta ser sólo unos cuantos individuos, una vez que sus búsquedas habían alcanzado su fin natural. Van los contemplaba con el solemne temor respetuoso que había experimentado una noche de su infancia, cuando se encontraba perdido en el crepúsculo, al fondo de un paseo de cipreses, en el jardín de un hotel de Italia. Se había imaginado ver silfos dorados, o las quimeras errantes del alma del jardín... Volaban silenciosamente en la noche, cruzándose y recruzándose en las tinieblas que le rodeaban, y, a intervalos de unos cinco segundos, cada uno de ellos emitía un relámpago de color amarillo pálido que permitía que su hembra, moradora de las hierbas, le identificase mediante su ritmo específico (enteramente diferente al de otra especie parecida que, según Ada, volaba en compañía del Photinus ladorensisen Lugano y en Luga). La hembra, tras concederse un instante de reflexión para comprobar el tipo de código luminoso empleado por el macho, le respondía con una pulsación fosforescente. La presencia de aquellos admirables insectos, las delicadas iluminaciones producidas por su paso en el seno de la noche fragante, llenaban a Van de un júbilo sutil raras veces suscitado en él por la ciencia entomológica de Ada (quizás como un resultado de la envidia que el intelectual abstracto experimenta a veces ante el saber inmediato y concreto del naturalista).

La hamaca de Van, nido oblongo y confortable, reticulaba su cuerpo desnudo, que se mecía bajo un cedro llorón cuyas ramas invadían el rincón de un parterre y proporcionaban cierto refugio durante un chaparrón, o que, en las noches serenas, colgaba entre dos tuliperos. (Allí, un huésped estival más antiguo, predecesor de Van, despertó en cierta ocasión con la camisa de dormir mojada y fría bajo la capa que le cubría, porque una bomba asfixiante había hecho explosión entre los violines del sueño, acabando con la sala de conciertos. Y, a la luz de una cerilla, tío Van había visto en su almohada una brillante mancha de sangre.

Las ventanas del castillo iban apagándose como en un tablero de ajedrez nocturno, con movimientos de torre, o de peón, o de caballo. El ocupante que más se demoraba en el WC del piso de arriba era mademoiselle Larivière, que se llevaba allí una lamparilla perfumada con esencia de rosas y su secante. En su hornacina que se había vuelto infinita, Van escuchaba la brisa entre las hojas: Venus brillaba en el cielo y se difuminaba en su carne.

Tal era el cuadro de las noches de Ardis poco antes de la invasión estacional de cierto mosquito de interesante primitivismo, cuya virulencia atribuían los poco amables miembros rusos de la población local a la dieta de los franceses de Ladore, viticultores y comedores de fresas de pantano. No obstante, incluso entonces, las fascinante luciérnagas, los multiplicados encantos del cosmos, de palideces lechosas que se filtraban entre el negro follaje, compensaban con nuevos tormentos el suplicio nocturno, el agotamiento de sudor y esperma producido por el calor sofocante de una habitación cerrada. Sin duda, a todo lo largo del siglo, o casi, que duró su vida, la noche fue siempre para Van una tortura (por muy somnoliento que pudiera sentirse, por muchos somníferos que se administrase cuando ya era un pobre viejo). Porque el genio no da solamente satisfacciones, ni siquiera al sublime William, con su barbita puntiaguda y su estilizada cúpula calva; ni siquiera al sombrío Proust, que se deleitaba en decapitar ratas cuando no tenía ganas de dormir; ni siquiera a este brillante y oscuro V. V. (o dejemos que juzguen los lectores, pobres gentes también, cualesquiera que sean sus riquezas). Pero, en Ardis, la intensa vida del cielo, con su hueste de fantasmas siderales, turbaba la noche del adolescente hasta el punto de que acababa por acoger con un sentimiento de gratitud el mal tiempo, o el aún peor mosquito (el kamargsky komarde nuestros mujiks, o moustique moscovite, según le llaman a su vez, vengativamente, los campesinos francófonos) que le obligaban a volver a su oscilante cama.

No estamos dispuestos a embrollar con digresiones metafísicas este sobrio relato de los precoces (demasiado precoces) amores de Van Veen y Ada Veen. Sin embargo, debe permitírsenos hacer una observación (mientras lucen y palpitan los luciferes voladores y ulula el búho, con un ritmo no menos regular, en un árbol del parque). Aunque todavía desconocedor del Terror de Terra (que, cuando analizaba los suplicios de su querida e inolvidable Aqua, atribuía vagamente a chifladuras perniciosas y supersticiones populares) Van reconocía, ya a los catorce años, que los antiguos mitos, al conceder una existencia bienhechora y propicia a un torbellino de mundos (independientemente de lo místicos o absurdos que pudieran ser), y al asignarles como morada la sustancia gris del cielo estrellado, contenían quizás una chispa de extraña verdad. Unas noches que pasó en la hamaca (donde aquel otro desventurado adolescente había maldecido su tos sanguinolenta y se había sumergido en oscuros sueños donde rodaban amenazantes espumas negras, con su choque de símbolos desencadenados en una orgía orquestal, según le sugirieron médicos de carrera) estaban plagadas de fantasmas, que no procedían tanto de los delirios de su deseo de Ada cuanto del espacio desprovisto de significado que se extendía sobre él, y por debajo de él, y por todas partes, en un contrapunto demoníaco del Tiempo Divino que vibraba en su torno y le traspasaba, como seguiría vibrando, con algo más de sentido, felizmente, en las últimas noches de una vida de la que no me arrepiento, amor mío.