Se dormía en el instante mismo en que acababa de decirse que nunca volvería a dormir. Y sus sueños eran sueños juveniles. Cuando la primera llama del día llegaba a su hamaca, se despertaban y se sentía otro hombre (muy hombre, hemos de decirlo). Ada, nuestros ardores, nuestros árboles ( Ada, our ardors and arbors), ese trímetro dactilico que sería la única contribución de Van Veen a la poesía angloamericana, le cantaba en el cerebro. ¡Malditas las Hespérides y benditas las estrellas del alba! Ya tenía catorce años y medio. Se sentía ardoroso y audaz. Algún día, ferozmente, la poseería.
Una de aquellas resurrecciones viriles quedó grabada en su memoria de un modo particularmente vívido. Acababa de ponerse el bañador y después de acomodar y ajustar al mismo la integridad del aparato múltiple, complejo recalcitrante, de su virilidad, se había dejado caer de su nido, con la intención de descubrir si las habitaciones de Ada presentaban ya signos de actividad. Y así era. Vio brillar un cristal, irradiar un color. Ada, a solas, tomaba su desayuno en su balcón particular. Van encontró sus sandalias —en una de ellas había un escarabajo, en la otra un pétalo de flor— y, por el cuarto de las herramientas, entró en la casa. Los niños del tipo de Ada son capaces de crear las más puras filosofías. Van fue considerado digno de ser iniciado en el pequeño sistema de sabiduría creado por Ada. Y en efecto lo fue, cuando apenas llevaba una semana en Ardis. Aquella filosofía presentaba la vida del ser humano como compuesta por cierto número de elementos, o «cosas», clasificadas y jerarquizadas: las «cosas-verdaderas», poco frecuentes, y de un valor inestimable; las simples «cosas», que formaban el tejido rutinario de la vida; y las «cosas-fantasmas», también llamadas «nieblas», como la fiebre, el dolor de muelas, las horribles decepciones, la muerte. Si tres o cuatro «cosas» acontecían simultáneamente, formaban una «torre», y, si se sucedían de manera inmediata, constituían un «puente». Las «torres verdaderas» y los «puentes verdaderos» integraban la sustancia gozosa de la vida, y cuando las torres se presentaban en serie uno llegaba a experimentar el éxtasis supremo; pero esto no sucedía casi nunca. En determinadas circunstancias, y a una cierta luz, una simple «cosa» podía parecer, e incluso llegar a ser, una «cosa-verdadera». Y también, al contrario, podía coagularse en «niebla» fétida. Cuando la alegría y la ausencia de alegría formaban una mezcla (bien simultáneamente, bien escalonada en la pendiente de la duración), el resultado era una «torre en ruinas» o un «puente roto».
Los detalles pictóricos y arquitectónicos de aquella metafísica hacían las noches de Ada menos penosas que las de Van. Y aquella mañana (como la mayor parte de las mañanas) éste tuvo la impresión de que llegaba de un país infinitamente más lejano y lúgubre que aquél del cual salían Ada y el Sol.
Ella sonreía, con labios carnosos, almibarados y brillantes.
(Siempre que te beso, ahí, —la decía algunos años más tarde—, me acuerdo de aquella mañana azul, en tu balcón, cuando comías una tartina de miel...)
La belleza clásica de la miel de trébol, fluida, dorada, translúcida, desprendiéndose suavemente de la cuchara, empapando de su oro líquido el pan con mantequilla de mi amor. Miga bañada en néctar.
—¿«Cosa-verdadera?» —preguntó Van.
—«Torre» —contestó Ada.
Y la avispa.
La avispa exploraba su plato. Los segmentos del insecto palpitaban.
—Intentaremos comer alguna, más tarde —dijo Ada—; pero, para tener buen sabor, tiene que ser engullida. Y, evidentemente, no puede picarnos en la lengua. Ningún animal tocaría la lengua de una persona. Cuando un león ha acabado con su viajero, huesos y todo, siempre se deja la lengua tirada en el desierto.
—Me permito dudarlo.
—Pues se trata de un misterio bien conocido.
Su cabello estaba aquel día pulcramente cepillado (lo que no siempre sucedía), y su negro brillante contrastaba con la palidez mate de su cuello y sus brazos. Se había puesto un tee shirthrayado, el mismo que, en sus fantasías solitarias, más le gustaba a Van quitar de su torso cimbreante. El tejido impermeable formaba cuadritos azules y blancos.
—De acuerdo. ¿Y la tercera «cosa-verdadera»?
Ella le contempló largamente. Una gotita de color de fuego le contempló igualmente, suspendida de la comisura de sus labios. Y una violeta de terciopelo tricolor, que Ada había copiado la víspera de una acuarela, le contempló también, desde su copa de cristal.
Ada no dijo nada. Se pasó la lengua por los dedos abiertos, sin dejar de contemplarle.
Van, al no obtener respuesta, se alejó del balcón. Ada vio cómo su torre se derrumbaba suavemente en el silencio del sol.
XIII
El duodécimo cumpleaños de Ada y la cuadragésimo segunda fiesta onomástica de Ida se concelebraron con un gran pic-nic, para asistir al cual se permitió a la chica que se pusiera su lolita(nombre asignado en homenaje a la gitanilla andaluza de la novela de Osberg, y que debe pronunciarse, dicho sea de paso, con la t española y no con la nebulosa fonética inglesa), una falda negra, más bien larga, pero muy amplia, ligera y airosa, con amapolas o peonías rojas «desprovistas de realidad botánica»,) según la doctoral expresión de Ada, la cual ignoraba aún que realidad y ciencias naturales son sinónimos en el contexto de este sueño (y sólo en este).
(Tampoco tú lo sabías, sabio Van. Nota de Ada.)
Ésta se había puesto la falda encima de la piel, con las piernas todavía húmedas y con olor a resina (consecuencia inmediata de una fricción practicada con una toallita, pues, bajo el régimen de Mlle. Larivière, los baños matinales eran desconocidos), y se la subía con un vivaz contoneo! de caderas que provocó el acostumbrado reproche de la institutriz: «¡Pero no te muevas de esa manera cuando te pones la falda! Una chica bien educada...», etc. Por el contrario, la omisión de la braga era tácitamente tolerada por Ida Larivière, mujer pechugona, de notable y repulsiva belleza (en corsé y medias con ligas, a aquella hora matutina), y que, sin duda, no era tampoco incapaz de hacer concesiones secretas al calor sofocante. Pero, en el caso de la fresca y tierna Ada, aquella práctica tenía deplorables consecuencias. La pobre chica se esforzaba en mitigar las quemaduras de su delicada entrepierna (con todo su cortejo de sensaciones diversas, viscosidades y comezones, no enteramente desagradables) cuando cabalgaba a horcajadas sobre el fresco tronco de un manzana de Chattal, para gran disgusto de Van, como más de una vez habremos da decir. Además de su lolita, Ada llevaba un jersey de manga corta, blanco con rayas negras, una capelina informe (que le caía por la espalda sujeta a un elástico que le rodeaba el cuello), una cinta de terciopelo en la cabeza y unas sandalias viejas. Van pensó una vez más que ni la higiene ni el gusto refinado caracterizaban a los habitantes de Ardis.