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Cuando ya todo el mundo estaba dispuesto a partir, Ada se dejó caer de su árbol, como una abubilla. Aprisa, aprisa, pajarito, ángel. Ben Wright, el cochero inglés, sólo se encontraba moderadamente bebido (todo lo que había tomado en el desayuno era una pinta de cerveza). Blanche, que había asistido al menos una vez a un gran pic-nic (el día en que la hicieron ir a toda prisa a Pineglen, para que desabrochase y desabotonase a mademoiselle, víctima de un desmayo), se encargaba ahora de una tarea menos prestigiosa: llevarse a su cuarto a un furioso Dack que se contorsionaba enseñando los dientes.

El gran coche de bancos para las excursiones había transportado ya a dos criados de menor rango, tres butacas y cierto número de cestas de provisiones, al lugar previsto para el pic-nic. La novelista, que llevaba un vestido de satén blanco (hecho por Vass, de Manhattan, para Marina, la cual había adelgazado últimamente sus buenos cinco kilos), hizo el viaje en calesa, con Ada a su lado. Lucette, très en beautécon su blanca blusita marinera, se había encaramado al lado del taciturno Wright. Van seguía más atrás, montado en una bicicleta de su tío, o de su tío abuelo. El camino del bosque era razonablemente llano, siempre que uno no se apartase de la pista central (todavía embarrada y ennegrecida a consecuencia de una llovizna mañanera, y flanqueada por los surcos de las ruedas, en los que se reflejaba el azul del cielo, con las imágenes de las mil hojas cuyas sombras corrían sobre la seda nacarada de la sombrilla abierta de mademoiselle Larivière y sobre el ala del sombrero blanco que Ada llevaba puesto con un aire bastante desenvuelto). De cuando en cuando, Lucette, a la sombra de la casaca azul de Ben, se volvía para mirar a Van y le hacía señales de prudencia, como había visto hacer a su madre cuando temía que la intrépida Ada precipitase su poney o su bicicleta contra la trasera de la calesa.

Marina hacía el viaje en un automóvil rojo, un antiguo modelo deportivo conducido por el mayordomo con tanta circunspección como si la palanca del cambio fuese un sacacorchos de fantasía. Marina llevaba un traje sastre de franela gris, de una elegancia inusitada: la palma de su mano enguantada reposaba en el puño de un bastón de caña jaspeada. El coche, algo tambaleante, se detuvo al borde mismo del escenario del pic-nic, un pintoresco claro en un antiguo bosque de pinos surcado por encantadoras hondonadas. De los árboles del fondo surgió una extraña mariposa pálida que tomó la ruta de Lugano; y tras ella apareció un lando, del que se apearon, con más o menos agilidad o torpeza, según su edad o estado, los mellizos Erminin, su joven tía encinta (personaje que será un considerable estorbo en nuestra narración) y madame Forestier, institutriz de cabello blanco, otrora condiscípula de Mathilde (la heroína de una historia de la que pronto se hablará).

Se esperaba, además, a tres caballeros adultos, que no llegaron: tío Dan, que había perdido el tren de la mañana, procedente de la ciudad; el coronel Erminin, viudo consolado, cuyo hígado, según explicó en su nota de excusa, estaba portándose como un pecheneg, y su médico (y contrincante en las partidas de ajedrez), el famoso doctor Krolik, que se autodenominaba joyero de la Corte de Ada y que no se olvidó de llevar a ésta, al día siguiente, a primera hora, su regalo de cumpleaños: tres crisálidas de exquisito relieve («joyas inestimables», exclamó Ada con voz gutural y una elevación de cejas) que iban a convertirse, a no tardar, en tres ejemplares de un decepcionante icneumón, que no era el esperado Kivo fritilario, curiosidad recién descubierta en el pico más alto del Kilimandjaro.

Pilas de sandwiches descortezados (rectángulos perfectos, de quince por seis centímetros), el cadáver dorado de un pavo, pan negro ruso, latas de caviar «Perlas Grises», violetas confitadas, tartitas de frambuesa, medio galón de oporto blanco «Goodson», más otro de tinto, clarete rebajado con agua (para las niñas) en envases isotérmicos y el frío té azucarado de las infancias felices, todo lo cual resulta más fácil de imaginar que de describir. Era una cosa instructiva. (Así en el manuscrito. Nota del Editor.)

Y también resultaba instructivo colocar una junto a otra a Ada Veen y a Grace Erminin: la palidez de leche desnatada de la una y el encarnado ardiente de la buena salud en la otra; el cabello largo de bruja joven y la melenita castaña recortada; la mirada grave y aterciopelada de mi amor y el chillón brillo azul, tras los cristales de montura de carey, de las gafas de Grace; los muslos desnudos de aquélla y las largas medias rojas de ésta; la falda gitana y el traje marinero. Y todavía más instructivo, quizás, era observar cómo los rasgos sin atractivo de Greg volvían a encontrarse, uno por uno, en el aura gemela de su hermana, donde componían un bello semblante femenino (lo cual no hacía desaparecer en absoluto el exacto parecido entre el marinerito y la marinerita).

Los restos del pavo, las botellas de oporto, tocadas únicamente por las institutrices y los pedazos de un plato de Sèvres fueron prontamente recogidos por los criados. Un gato apareció bajo un matorral, agrandó los ojos por efecto de una intensa sorpresa (un coro de «mis, mis, mis») y se marchó por donde había venido.

Pronto, Mlle. Larivière expresó su deseo de que Ada la acompañase a un lugar retirado. Allí, cargada con todo su atuendo, la voluminosa dama (cuya amplia vestimenta, sin perder sus pliegues esculturales, pareció alargarse unos centímetros hasta ocultar sus zapatos), quedó plantada un momento sobre una invisible catarata, y, un instante después, recuperó su talla normal. En el camino de regreso, la bien intencionada pedagoga explicó a Ada que el duodécimo cumpleaños de una jovencita era una buena ocasión para discutir y prever una cosa que, según sus palabras, iba a hacer de Ada, cualquier día, «una chica mayor».

Ada, que ya había sido suficientemente instruida seis meses antes por una maestra de escuela, y que, por lo demás, había experimentado ya un par de veces el pequeño misterio, consternó a la pobre institutriz (la cual nunca podía seguir el paso de la aguda y extraña mente de su discípula) con la declaración de que todo eso sólo eran mitos y tonterías de monja; que aquello ya casi no les ocurría a las chicas normales, y, en cualquier caso, que ciertamente no le ocurriría a ella. Mademoiselle Larivière, persona notablemente estúpida (a pesar de, o quizás a causa de, su propensión a novelar), pasó revista retrospectiva a su propia experiencia y se preguntó, durante unos terribles minutos, si, mientras ella se consagraba al arte, la evolución de las ciencias habría influido en la de la naturaleza hasta el punto de cambiarla.

En su avance hacia el oeste, el sol de las primeras horas de la tarde penetraba en nuevos lugares hasta entonces frescos y caldeaba los que ya había ocupado antes. Tía Ruth dormitaba con la cabeza apoyada en una sencilla almohada, proporcionada por madame Forestier, mientras ésta se concentraba en la elaboración de un minúsculo jersey de punto destinado al futuro hermano consanguíneo de sus alumnos. Marina se decía que Lady Erminin, desde el azul profundo de su dichoso retiro, debía contemplar con su antigua melancolía y una nueva curiosidad infantil, a través de las aburridas brumas del post-suicidio, el cuadro de los reunidos, bajo el verde glorioso de los pinos. Los niños exhibían sus habilidades: Ada y Grace ejecutaron un baile ruso a los sones de una vieja caja de música (que se detenía obstinadamente, a medio compás, como recordando otras orillas, otras ondas... tal vez radiofónicas); Lucette, con un puño en la cadera, cantó un aire marinero de Saint-Malo; Greg se puso la falda azul, el sombrero y las gafas de su hermana, y quedó metamorfoseado en una Grace desgraciada; y Van caminó sobre las manos.