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Dos años atrás, antes de comenzar su primer año de prisión en el colegio elegante y bárbaro en que otros Veen le habían precedido (desde los muy remotos días en que «las washingtonias se llamaban todavía wellingtonias»), Van había resuelto adiestrarse en algún ejercicio que fuese lo suficientemente acrobático para proporcionarle un prestigio inmediato y brillante entre sus compañeros. En consecuencia, y tras una conferencia celebrada con Demon, King Wing, el maestro de lucha de éste, enseñó al fuerte mocito el arte de caminar sobre las manos mediante un juego especial de los músculos deltoides, una habilidad cuya adquisición y perfeccionamiento no exigía nada menos que la desarticulación cariática.

¡Pero, qué placer! (así en el manuscrito). El placer de descubrir súbitamente el pequeño secreto de la locomoción antipódica es semejante al del niño que se inicia, al cabo de muchas caídas ignominiosas y torturantes, en el manejo de esos delicados planeadores llamados alfombras voladoras (y también «mirones») que se regalaban a los niños al cumplir los doce años, en los venturosos días anteriores a la Gran Reacción. ¡Y qué larga y emotiva caricia neural cuando uno se siente por primera vez un ser aèreo y se las arregla para deslizarse por encima de un almiar, un árbol, un riachuelo, un granero, mientras el abuelo, Dédalo Veen, con la cara elevada hacia el cielo, corre, bandera en mano, y se cae en el abrevadero!

Van se despojó de su camisa polo y se quitó los zapatos y los calcetines. La esbeltez de su torso, cuyo bronceado (ya que no su tejido) rivalizaba con el color tostado de sus estrechos pantalones cortos, contrastaba con sus anormalmente desarrollados deltoides, bíceps y tríceps. Cuatro años más tarde Van era capaz de abatir a un hombre de un solo codazo.

Con el cuerpo retorcido en una cruva graciosa, las piernas morenas izadas como una vela tarentina y los tobillos juntos dando bordadas, Van se agarraba con las manos extendidas a la frente misma de la gravedad, y se movía de un lado a otro, hacía virajes, andaba de costado, con la boca abierta al revés, y guiñando los ojos de una manera grotesca en aquella posición extraordinaria que metamorfosea el párpado superior en una perinola. Y aún más extraordinaria que la variedad y la velocidad de los movimientos con que imitaba los de las patas traseras de diversos animales, era la ausencia de esfuerzo y la sencillez con que se sostenía. King Wing le había advertido que el gran Vekchelo, profesional de Yukon, dejó, definitivamente, de estar en forma a la edad de veintidós años. Pero en aquella tarde de verano, sobre la arena sedosa del claro del pinar, en el corazón mágico de mi Ardis, ante los ojos azules de Lady Erminin, Van, con sus catorce años, nos regaló la más admirable demostración de marcha sobre las manos a que nunca hemos asistido. Ningún acaloramiento apareció sobre su rostro o su cuello! A intervalos, separaba de la tierra indulgente sus órganos de locomoción, y parecía batir las manos en el aire, en una milagrosa parodia de ballet; y entonces uno se preguntaba si la soñadora indolencia de aquel fenómeno de levitación no era el resultado de una benévola distracción de la tierra que dejaba momentáneamente en suspenso su gravedad tiránica. Señalemos de paso una curiosa consecuencia de las diversas alteraciones musculares y conexiones periostiales que el entrenamiento implacable impuesto por Wing a Van produjo a la larga en la organización de éste: algunos años más tarde era incapaz de encogerse de hombros.

Cuestiones a estudiar y debatir:

1) Cuando Van, puesto cabeza abajo, parecía saltar sobre las manos, ¿levantaba del suelo ambaspalmas?

2) La citada incapacidad que Van, adulto, tenía de encogerse de hombros para liberarse de una preocupación, ¿es un fenómeno puramente físico, o corresponde a alguna característica arquetípica de su yo subliminal?

3) ¿Por qué Ada se deshacía en lágrimas en el momento cumbre de la representación?

Finalmente, Mlle. Larivière leyó a los reunidos su Rivière de diamants, una novela que acababa de pasar a máquina y que destinaba a The Quebec Quarterly. La esposa exquisita y refinada de un raído oficinista toma prestado un collar de su amiga, la adinerada madame F. Lo pierde al volver de una fiesta del personal de la oficina, a la que había asistido con su esposo. Durante treinta o cuarenta penosos años, la infortunada pareja trabaja y ahorra céntimo a céntimo hasta liberarse de la deuda que ha contraído para comprar un collar de medio millón de francos, que reemplazó al perdido en el estuche devuelto a madame F. ¡Oh, cómo palpitaba el corazón de Mathilde! ¿Abriría el estuche Jeanne, la doncella? No, no lo abrió. Y pasó el tiempo. El día en que la pareja, decrépita pero triunfante, (él, casi paralítico por medio siglo de trabajos de plumífero en la mansarda conyugal, ella estropeada hasta lo irreconocible a fuerza de fregar suelos) va a hacer su confesión a madame M. (la cual no ha perdido su aire de juventud, a pesar de que sus cabellos se han vuelto blancos), es para oír, en la última frase de la narración, esta respuesta. «Pero, mi pobre Mathilde, si aquel collar era falso! Sólo costaba quinientos francos...»

La contribución de Marina a la fiesta fue más modesta, aunque no estuvo desprovista de encanto. Mostró a Van y Lucette (los demás estaban ya perfectamente enterados) el pino exacto y el lugar exacto sobre su tronco rojo y rugoso donde cierto día, en un remoto, muy remoto, pasado, anidaba un teléfono magnético en comunicación con Ardis Hall. Después de la prohibición de «corrientes y circuitos» (palabras algo indecentes, que pronunció muy deprisa, pero sin embarazo, con la desenvoltura propia de la actriz) (mientras que Lucette, un poco perdida, tiraba de la manga a su amigo Van, su Vanichka, que sabía explicarlo todo), la abuela de su esposo, ingeniero de insigne genio, «entubó» el arroyuelo de Redmont, que, procedente de una colina situada sobre Ardis, pasaba junto al claro del bosque, y, habiéndole domesticado, le confió la transmisión de los V.A.A.V.A.A.R. (Violeta— añil— azul— verde— amarillo— anaranjado— rojo) vibratorios (o pulsaciones del prisma) a través de un sistema de segmentos de platino. Evidentemente, aquel dispositivo no producía sino mensajes en sentido único, y como, de ese modo, la instalación y el entretenimiento de «tambores» (o «cilindros») habría costado, decía Marina, la fortuna de un judío, hubo que abandonar la idea, por muy interesante que pareciese la posibilidad de avisar a tal o cual Veen que estuviese de pic-nic de que la casa se había incendiado.

Como para confirmar la indignación que causaban a muchas personas las peripecias de la política nacional e internacional (el viejo Gamaliel estaba ya bastante gaga), el cochecito rojo volvió a Ardis Hall entre un ruido de explosiones que parecía una traca: Bouteillan traía un mensaje. El señor acababa de llegar con un regalo de cumpleaños para la señorita Ada, pero ninguno de los que se encontraban en la casa llegaba a comprender el funcionamiento de un objeto tan complicado y necesitaban la ayuda de la señora. El mayordomo colocó en una bandejita de bolsillo la carta de la que era portador y se la presentó a su señora.

No estamos en condiciones de reproducir literalmente ese escrito, pero sí podemos indicar su sentido: el considerable regalo que Dan Veen había tenido la delicada atención de traer a Ada, y que le había costado muy caro, era una inmensa y espléndida muñeca... infortunada y extrañamente, más o menos desnuda. Y, lo que era aún más extraño, tenía la pierna derecha sujeta por un aparato ortopédico, el brazo izquierdo cubierto por un vendaje y, en lugar de los acostumbrados vestidos y adornos, su único ajuar consistía en una caja que contenía un surtido de gasas escayoladas y accesorios de goma. El folleto explicativo (¿en ruso, o en búlgaro?) no aclaraba nada, porque no estaba escrito en caracteres latinos, sino cirílicos antiguos, un alfabeto de pesadilla que Dan nunca había conseguido aprender. Se rogaba a Marina que regresase sin demora a dar las órdenes oportunas para la elaboración de convenientes vestidos de muñeca con algunos retales de bella seda que su doncella guardaba en un cajón recién descubierto por el propio Dan, y para que rehiciese el paquete en algún papel de regalo que estuviera en buenas condiciones.