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Ada, que había ido leyendo la nota por encima del hombro de su madre, hizo un mohín de disgusto, y dijo:

—Dile que coja unas tenazas y lleve todo eso al cubo de la basura de la clínica.

Bednyachok: pobre, pobre hombrecillo —exclamó Marina, con los ojos desbordantes de piedad—. Desde luego que iré. Tu dureza, Ada, tiene a veces algo, no sé... algo satánico.

Con la cara contraída por una determinación violenta, Marina se dirigió al vehículo, haciendo «caminar» su bastón con presteza. El coche se puso en marcha, viró para esquivar la calesa estacionada, y, al hacerlo así, atropello una botella vacía, mientras uno de los guardabarros se abría paso entre el follaje de un encrespado arbusto silvestre de bayas encarnadas.

La cólera que acababa de vibrar en el aire no tardó en apaciguarse. Ada pidió papel y lápices a su institutriz. Van, acostado boca abajo y con la mejilla apoyada en un puño, contemplaba el cuello inclinado de su amor, que jugaba a los anagramas con Grace. Ésta había propuesto, inocentemente, la palabra «insecto».

—«Ticenos» —dijo Ada, procediendo a escribir su hallazgo.

—¡No vale! —gritó Grace.

—Sí que vale. Es una palabra bien formada, «partidarios de Tico», un astrónomo renacentista que también sabía mucho de insectos.

Grace meditó, tamborileando en su estudiosa frente con la gomita adherida al extremo de su lápiz.

—«¡Cientos!»

Ada no tardó un segundo en consumir su nuevo turno:

—«Incesto.»

—Abandono —dijo Grace—. Necesitaríamos un diccionario para comprobar tus pequeñas invenciones.

Pero el bochorno de la tarde había alcanzado su fase más opresiva. El primer mal mosquito de la estación fue abatido de una palmada en la pierna de Ada por la vigilante Lucette. El coche de bancos había partido otra vez, llevándose las butacas, las cestas y a los tres lacayos, Essex, Middlesex y Somerset, que todavía masticaban. Y ya la señorita Larivière y la señora Forestier intercambiaron adioses melodiosos. Las manos se agitaron, y el landó se alejó con los mellizos, su vieja institutriz y su joven tía somnolienta. Una mariposa les seguía, pálida y diáfana, con el cuerpo de un negro intenso. Ada gritó: «¡Mirad!», e informó a sus acompañantes de lo que se trataba: una especie emparentada por la Parnasiana japonesa. Mlle. Larivière declaró de pronto que adoptaría un seudónimo cuando su novela conociera los honores de la imprenta. Dicho eso, se dirigió a la calesa con sus dos jóvenes alumnas, y encontró a Ben Wright escandalosamente dormido en la trasera del coche, bajo los festones colgantes del follaje. Mademoiselle Larivière golpeó sin contemplaciones con la punta de su sombrilla el grueso cuello enrojecido del cochero. Ada echó su sombrero en el halda de Ida y corrió a donde estaba Van. El profano, ignorando aún el itinerario del sol y de las sombras en el claro de los pic-nics, había dejado su bicicleta expuesta durante un mínimo de tres horas a los rayos incendiarios. Ada montó en la máquina, lanzó un grito de dolor, creyó que iba a caerse, se tambaleó, se recobró y el neumático posterior estalló con un cómico ruido. La bicicleta descompuesta fue abandonada bajo un arbusto, en espera de que Bouteillan hijo, otro miembro del personal de la casa, se encargase de reintegrarla a la misma. Lucette se negó a renunciar a su pescante (aunque aceptando con un movimiento de cabeza los consejos del bebido Ben, a quien se vio poner sobre las rodillas desnudas de la pequeña su gruesa zarpa amistosa). Como no había asiento plegable, Ada tuvo que contentarse con las duras rodillas de Van.

Era la primera vez que sus cuerpos se tocaban y tanto uno como otro experimentaron cierta incomodidad. Ella se sentó de espaldas a Van, volvió a acomodarse tras la sacudida del coche al arrancar y se removió un poco más para colocar a su gusto su amplia falda con olor a pino, de modo que envolvió a Van como si de un peinador de barbero se tratase. Él la sujetaba por las caderas, sumido en un trance de incómoda beatitud. Brillantes gotas de sol se deslizaban por el jersey acebrado de la jovencita y por la parte posterior de sus brazos desnudos. Y a Van le parecía sentir que proseguían su viaje por los subterráneos de su propio cuerpo.

—¿Por qué has llorado? —le preguntó, respirando sus cabellos y la tibieza de su oreja rosa. Ella se volvió y le miró un momento desde muy cerca, en un silencio enigmático.

(«¿Había llorado yo? No lo sé. Estaba trastornada. No sabría explicar por qué, pero sentía que en todo aquello había algo terrible, brutal, tenebroso... En fin, terrible.» Nota añadida en una época posterior).

—Perdón —dijo Van, mientras ella volvía la cabeza—. No lo haré nunca más delante de ti.

En todas las fibras de su ser, lleno de un ardor a punto de desbordar, Van experimentaba, con delicia, la presión de aquel cuerpo joven que respondía a cada bache del camino entreabriéndose en dos tiernas mitades y aplastando con su peso la inflación de un deseo que Van creía deber contener, por miedo de que un escurrimiento accidental de savia relajada sorprendiera la inocencia de Ada. Aun así, se habría abandonado, disuelto en licencia animal, si la institutriz no hubiese salvado la situación al dirigirse a él. El pobre Van transbordó a su rodilla derecha el trasero de Ada y, mediante aquella maniobra, dio una holgura, siquiera pequeña, a lo que en la jerga de la Cámara de Tortura se solía llamar «el ángulo de la agonía».

La calesa atravesaba el caserío de Gamlet. En la triste pesadez del deseo no satisfecho. Van veía desfilar una fila de isbas.

—No —decía Mlle. Laparure—. Nunca podré acostumbrarme al contraste entre la opulencia de la naturaleza y la indigencia de la vida humana. ¡Mirad a ese viejo mujikdescarnado, con la camisa rota! ¡Ved su miserable cabaña! Y, ahora, ¡contemplad esa ágil golondrina! ¡Qué feliz es la naturaleza y cuán desgraciado el hombre! Ninguno de vosotros me ha dicho qué pensaba de mi novela... ¿verdad, Van?

—Es un buen cuento de hadas —contestó el muchacho.

—Es un cuento de hadas —dijo Ada, más circunspecta.

—Pero, ¿cómo? —exclamó Mlle. Larivière—. ¡Nada de eso! Todos los detalles son de lo más realista. Es todo el drama de la pequeña burguesía, con sus problemas de clase, sus sueños de clase, su orgullo de clase.

Tal podía haber sido el intento de Mademoiselle, pero la anécdota estaba falta de «realismo», justamente en el sentido que ella asignaba al término, porque un empleadillo detallista y acostumbrado a las economías se las habría arreglado, ante todo, y por no importa qué medio, incluso contándoselo todo a la viuda si era necesario, para conocer exactamente el valor del collar perdido. Ahí radicaba el defecto que destruía el patetismo de la obra. Pero por entonces el joven Van y la jovencísima Ada no podían poner el dedo en la llaga, aunque su instinto les advirtiese que toda la historia era tan falsa como el collar en cuestión.