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Una ligera conmoción se produjo en el asiento del cochero. Lucette se volvió, y, dirigiéndose a su hermana, dijo:

—Quiero sentarme a tu lado. Mne tut neudobno, ot nego nehorosho pakhnet(aquí estoy incómoda, y además él no huele bien).

—Llegaremos en seguida —replicó Ada—. Poterpi(ten un poco de paciencia).

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Mlle. Larivière.

—Nada grave —respondió Ada—. Que el cochero apesta...

—¡Oh, Dios mío! A veces me pregunto si es verdad que estuvo al servicio de ese famoso rajá...

XIV

El día siguiente... o el otro. Toda la familia tomaba el té en el jardín. Ada, sentada en la hierba, trataba pacientemente de componer una diadema de margaritas para el perro. Lucette contemplaba su trabajo, masticando la pasta calentita y crujiente de un bollo tostado. Marina tendía a su esposo, por encima de la mesa del jardín, un sombrero de paja de Italia. Permaneció casi un minuto en aquella posición, sin decir palabra. Finalmente, Dan sacudió la cabeza, dirigió una mirada incendiaria al Sol, que se la devolvió generosamente, y se retiró, llevando su copa y el número del día del Enquêteur de Toulouseal asiento rústico situado del otro lado del césped, bajo la sombra de un inmenso olmo.

—Me pregunto quién puede ser eso—murmuró Mlle. Larivière desde detrás del samovar (sobre cuyos flancos pulimentados se reflejaban, en imágenes fantásticas y de un estilo primitivo, los fragmentos del universo que le rodeaba), mientras observaba, entornando los párpados, una parte del paseo principal, visible entre las pilastras de una galería descubierta. Van, que estaba leyendo, acostado boca abajo junto a Ada, levantó los ojos de Atala, el libro que ésta le había prestado.

Un jovencito alto y de piel rosada, equipado con unos pantalones de montar de lo más distinguido, desmontó de un poney negro.

—Es el bonito poney nuevo de Greg —dijo Ada.

Después de haber presentado a Marina sus excusas de niño bien educado, Greg le devolvió el encendedor de platino que tía Ruth había encontrado en su bolso.

—¡Válgame Dios, ni siquiera he tenido tiempo de echarlo de menos! Y ¿cómo está Ruth?

Greg dijo que tía Ruth y Grace estaban en la cama, con una fuerte indigestión. —Pero sus maravillosos bocadillos no tienen nada que ver —se apresuró a añadir—. Las culpables fueron las bayas que recogieron de los arbustos.

Marina se disponía a agitar una campanilla de bronce para pedir al lacayo que trajese alguna tostada más, pero Greg dijo que le esperaban en casa de la condesa de Prey.

—Se ha consolado un poco pronto ( skorovato) —observó Marina, aludiendo a la muerte del conde, ocurrida dos años antes, en un duelo a pistola, en el terreno comunal de Boston.

—Es una mujer muy alegre y muy bella —dijo Greg.

—Cuando se piensa que tiene diez años más que yo...

Pero Lucette reclamó para sí la atención de su madre.

—¿Qué son los judíos?

—Cristianos secesionistas —contestó Marina.

—¿Por qué es judío Greg?

—¡Por qué, por qué! Porque sus padres son judíos.

—¿Y sus abuelos? ¿Y sus bisabuelos?

—La verdad es que no lo sé, hija. ¿Eran judíos tus antepasados, Greg?

—Bueno, no estoy seguro. Hebreos, sí... pero no judíos entre comillas. Quiero decir, no eran personajes de comedia, u hombres de negocios cristianos. Se trasladaron de Tartaria a Inglaterra hace quinientos años. Pero debo decir que un abuelo de mi madre fue un marqués francés que, eso sí lo sé, era de religión católica y tenía pasión por la banca, la bolsa y las joyas. Supongo que por eso decía la gente que era un judío.

—De todas maneras —dijo Marina —no es una religión muy antigua... es decir, para tratarse de una religión. ¿Me equivoco, Van? (Se había vuelto hacia éste, con la vaga intención de que la charla derivase hacia la India, donde ella había sido bailarina mucho antes de que Moisés o cualquier otro naciese entre las aguas cubiertas de lotos.)

—¡Qué nos importa eso! —dijo Van.

—¿Y Belle? —así llamaba Lucette a su institutriz—. ¿Es también una cristiana «secesionista»?

—¿Qué nos importa a nosotros? —siguió Van—. ¿A quién le importan todos esos viejos mitos, de Júpiter o de Jehová, de stabat o de mastaba, de ascetas, anacoretas o bonzos de bronce, del Espíritu o los espíritus, de relicarios, rosarios o costillas de dromedarios blanqueando en el desierto? No son más que polvo y espejismos de la mentalidad colectiva.

—Me gustaría saber quién ha empezado esta conversación idiota —dijo Ada, mientras contemplaba a Dack, parcialmente adornado, y movía la cabeza apreciativamente.

Mea culpa—confesó Mlle. Larivière, con tono de dignidad ofendida—. Todo lo que dije antes del pic-nic fue que Greg podía no querer bocadillos de jamón, porque los judíos y los tártaros no comen cerdo.

—Los romanos —dijo Greg—, los colonizadores romanos, que crucificaban a ios judíos cristianos, a los barabitas, y a otros desgraciados, tampoco comían cerdo. Pero yo lo como, y mis abuelos también.

Lucette había quedado perpleja ante un verbo que Greg acababa de emplear. Van se encargó de proporcionarle una definición ilustrada: juntó los tobillos, extendió los brazos horizontalmente y alzó los ojos al cielo.

—Cuando yo era niña —dijo Marina, con aire disgustado —nos enseñaban la historia de Mesopotamia, prácticamente desde la cuna.

—Pero no todas las niñas llegan a aprender todo lo que se les enseña —observó Ada.

—¿Nosotros somos mesopotámicos? —preguntó Lucette.

—Somos hipopotámicos —dijo Van—. Vamos, ven aquí. Hoy no hemos hecho el arado todavía.

Uno o dos días antes, Lucette le había pedido que la enseñase a caminar sobre las manos. Van la tomó por los tobillos, Lucette extendió sobre la hierba sus palmitas rojas y comenzó a avanzar, lentamente. De cuando en cuando daba en el suelo con la cara, o bien se detenía para coger con los labios una margarita. Dack ladraba sus estridentes protestas.

—Y, sin embargo —decía, crispando el rostro, la institutriz, de oído hipersensible—, yo he leído dos veces la adaptación, en forma de fábula, que ha hecho la Ségur de la obra de Shakespeare sobre el perverso usurero.

—También conoce —intervino Ada —el monólogo del rey loco, compuesto por él mismo y revisado por mí:

Ce beau jardin fleurit en mai,

mais en hiver

jamais, jamais, jamais, jamais, jamais