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n'est vert, n'est vert, n'est vert, n'est vert,

n'est vert.

—¡Es estupendo! —exclamó Greg, con un verdadero sollozo de admiración.

—¡No tan energichno, niños! —gritó Marina, en dirección Van-Lucette.

Elle devient pourpre, se está poniendo roja —comentó la institutriz—. Sostengo que esa gimnasia indecente no le hace ningún bien.

Con la sonrisa en los ojos, Van sostenía en sus manos suaves y fuertes las piernas de Lucette, color de sopa de zanahorias fría, y «labraba la tierra» con Lucette como arado. Los luminosos cabellos de la niña le caían por la cara y sus braguitas se veían bajo el dobladillo de la falda; pero pedía al labrador que prosiguiese su tarea.

—¡Bueno, ya está bien por hoy! —dijo Marina al equipo de laboreo.

Van depositó suavemente en el suelo las piernas de la niña y volvió a poner en buen estado su vestido. Lucette permaneció un momento tendida, jadeante por el esfuerzo realizado.

—Mira, Ada, te lo prestaré con mucho gusto, y todo el tiempo por que quieras. Además, yo tengo otro, negro también.

Pero Ada, obstinadamente, sacudía la cabeza, que mantenía inclinada mientras continuaba entrelazando y trenzando las margaritas.

—Bien —dijo Greg, levantándose—, tengo que irme. Hasta la vista a todos. Hasta la vista, Ada. Mira, me parece que allí está tu padre debajo de la encina.

—No, es un olmo —dijo Ada.

Van miró por encima del césped, y dijo, con aire soñador, quizá con un punto de vanidad infanticlass="underline"

—Me gustaría echar un vistazo al periódico cuando mi tío lo termine. Tenía que haber jugado el partido de cricketde ayer, con mi colegio. Veen, enfermo y sin alinearse, derrota del Riverlane.

XV

Una tarde, Ada y Van trepaban por las ramas lisas de un manzano, al fondo del jardín. Ocultas por una cortina de arbustos, pero perfectamente al alcance de la voz, Lucette y Mlle. Larivière jugaban a los aros. Por encima de los arbustos, o en los claros de éstos, se veía ir y venir el aro que volaba de una varita a la otra. La primera cigarra de la estación afinaba, incansable, su instrumento. Un skybab, especie de ardilla de plata y arena, saboreaba un piñón sentado en el respaldo de un banco.

Van, en traje azul de gimnasia, había conseguido encaramarse a una horqueta del árbol, a un nivel más bajo que su ágil compañera (naturalmente, más habituada a la confusa topografía de las ramas); pero, como no podía verle la cara, mantenía con ella una conversación muda agarrándole el tobillo entre el pulgar y el índice, como ella habría hecho con una mariposa de alas plegadas. Ada iba descalza. De pronto, resbaló. Los dos jovencitos se encontraron ignominiosamente enredados entre las ramas, bajo una lluvia de drupas y hojas, con la respiración entrecortada y apretados el uno contra el otro Apenas necesitaron un instante para restablecer mejor o peor el equilibrio... Pero la cabeza de Van, con sus cabellos cortos y su cara impasible, quedó aprisionada entre las piernas de Ada. Un último fruto cayó con un sonido mate, como un signo de admiración invertido. Ada llevaba el reloj de pulsera de Van y un vestido de algodón.

(—¿Te acuerdas?

—¿Que si me acuerdo? Tú me besaste ahí, en el hueco...

—Y tú quisiste estrangularme con esas rodillas de diablesa...

—Es que necesitaba algún punto de apoyo.)

Todo eso pudo muy bien ser verdad. Aunque, según una versión más reciente (considerablemente más reciente), estaban todavía en el árbol, con las mejillas acaloradas, cuando Van se sacó de entre los labios el hilo de seda de un nido de orugas mariposa, y comentó que la negligencia en el vestir llevada hasta ese extremo era una forma de histeria.

—En todo caso —dijo Ada, a horcajadas en su rama favorita—, Mlle. Larivière des Diamants (ahora, todos lo sabemos) no ve inconveniente alguno en que una jovencita histérica renuncia a su braga en el ardor de la canícula.

—Me niego a compartir con un manzano el ardor de tu pequeña canícula.

—Sin embargo, es el Árbol del Conocimiento... Un ejemplar de importación que nos han enviado hace ahora un año desde el Parque Nacional de Edén, donde el hijo del doctor Krolik es criador y director.

—Que ese joven críe y dirija lo que guste —dijo Van, a quien ya hacía tiempo que la historia natural de Ada le ponía nervioso—, pero te juro que no puede hacer que crezca un manzano en el Irak.

—Tienes razón. Pero nuestro manzano no es un manzano como los demás.

(«Tienes razón y no la tienes —comentó Ada, también mucho más tarde—. Sin duda, hemos debatido ya la cuestión, pero es muy cierto que entonces no habrías podido permitirte respuestas tan vulgares. ¡En un tiempo en que el más casto y raro de los azares te autorizaba todo lo más a "arrebatar", como suele decirse, un primer beso tímido! ¡Qué vergüenza! Y, además, no existía ningún Parque Nacional en Irak hace ochenta años.» «Es verdad —dijo Van—, y nunca encontré ni un solo nido de orugas en aquel árbol de nuestro vergel.» En aquella época, la Historia Natural se había convertido en Historia Antigua.)

Ada y Van escribían sus diarios. Poco tiempo después de haber gustado, como acabamos de ver, las primicias del conocimiento, fueron víctimas de un divertido error. Ada iba camino de la casa del doctor Krolik con una caja llena de mariposas recién salidas del capullo y debidamente cloroformizadas. Acababa de pasar el huerto de árboles frutales, cuando se detuvo bruscamente y lanzó un juramento (¡ chort!). En el mismo instante, Van, que había partido en dirección contraria para hacer prácticas de tiro en un pabellón vecino (provisto de una bolera y otras facilidades recreativas muy estimadas, en otros tiempos, por anteriores Veen), se detuvo con la misma súbita inquietud. Por una graciosa coincidencia, cada uno de ellos volvió corriendo a la casa, para ocultar el diario que temía haber dejado abierto en su habitación. Ada, que recelaba de la curiosidad de Lucette y de Blanche (de Larivière no había nada que temer, pues era una persona patológicamente desprovista de espíritu de observación), descubrió, aliviada, que se había inquietado inútilmente: el álbum, con su última anotación, estaba bien guardado. Van sabía que Ada era un poco curiosa, pero fue a Blanche a quien descubrió en su habitación, simulando hacerle la cama, que ya estaba hecha. El diario descansaba, abierto, en un taburete vecino. Van aplicó una benigna palmada en el trasero de Blanche, cerró las cubiertas de tafilete y llevó el objeto a un lugar más seguro. A continuación, Ada y Van se cruzaron en el pasillo: en un estadio menos avanzado de la Evolución de la Novela en la historia de la literatura, habría sido aquí donde intercambiaran su primer beso verdadero. Elegante apéndice del episodio del manzano. Pero en vez de eso cada uno se alejó por su lado, y Blanche, supongo, se fue a llorar a su torrecilla.

XVI

Sus primeras caricias francas y frenéticas fueron precedidas por un breve período de extrañas astucias, de disimulos solapados. El malhechor enmascarado era Van; pero Ada, al tolerar con pasividad sus aproximaciones, parecía reconocer tácitamente el carácter escandaloso, hasta monstruoso, de las mismas. Algunas semanas más tarde ambos consideraron aquella fase de estrategia amorosa con una indulgencia divertida. Pero, en su momento, la cobardía implícita que revelaba intrigaba a Ada y desolaba a Van (principalmente porque tenía conciencia de que la chica estaba desconcertada).