Ada no se enfadaba con facilidad, y su delicadeza no era nada excesiva: «Estoy loca por todo lo que repta.» Van no había tenido nunca ocasión de notar en ella el menor sobresalto de repulsión virginal. Sin embargo, le bastaba rememorar dos o tres sueños horribles para imaginársela —en la vida real, o, al menos, en el orden íntimo de sus propias responsabilidades —retrocediendo, con una mirada ofendida, relegando al agresor al desierto de su deseo mientras ella iba a hablar del asunto a su institutriz, a su madre o incluso a un gigantesco lacayo (inexistente en la vivienda, pero sí en sueños, en los que podía ser perforado a placer, como una vejiga de sangre que es posible reventar con una suela llena de clavos); incidente que él sabía que iría seguido por la expulsión definitiva de Ardis...
(Comentario manuscrito de Ada: protesto indignada contra esa «delicadeza» que no tenía «nada de excesiva». Es algo vago en la forma y falso en el fondo. Hay que suprimirlo. Van, en el margen: lo siento muchísimo, pajarito; tiene que mantenerse.)
...Pero aunque quisiera burlarse de aquella imagen para expulsarla de su conciencia, Van no podía en ningún caso sentirse orgulloso de su conducta. Las cosas que hacía, el modo como las hacía, los deleites secretos que sacaba de ellas, todo eso le daba la sensación de que engañaba a Ada, que abusaba de su inocencia, que la ponía en el compromiso de disimularle, a él, el disimulador, que entendía muy bien lo que él le ocultaba.
Después del primer encuentro, mudo y levísimo, de sus labios tiernos de adolescente con la piel aún más tierna de ella, allá, en el manzano, sin más vecino que aquella ardillita extraviada que les espiaba entre el follaje, nada pareció cambiar, en cierto sentido, y, por otra parte, todo estaba perdido. Esa clase de contactos acaban por establecer un cierto vínculo. Una sensación táctil es un punctum coecum: simples siluetas que se tocan. Así, en la indolencia ordinaria de los días, en ciertos accesos recurrentes de locura contenida, una señal secreta se alzaba y una cortina caía entre ella y él...
(Ada: Prácticamente han desaparecido de Ardis. Van: ¿Quiénes? ¡Ah, ya veo!)
...y esa cortina no podía volver a abrirse hasta que Van se liberaba de aquello que la necesidad de disimulo rebajaba al nivel de una miserable comezón.
(¡Qué cosas eres capaz de decir, Van!)
Más tarde tuvo ocasión de hablar con ella de aquellas cosas feas y algo patéticas, pero le habría sido difícil afirmar si había temido verdaderamente que su avournine(como diría más tarde Blanche, en su extraño francés) reaccionase con una explosión de cólera, verdadera o fingida ante la exhibición desvergonzada de su deseo, o si sus intentos sombríos y solapados le había sido dictados por consideraciones de decencia y piedad hacia una niña casta, cuyo encanto era demasiado irresistible para no gozar de él en secreto, y demasiado sagrado para ser profanado abiertamente. Pero allí había algo reprochable, eso, al menos, no era dudoso. Los vagos lugares comunes de un vago pudor, tan terriblemente vigentes hace ochenta años, las insoportables naderías de un enamorado tímido agobiado de novelerías arcaicas, arcadianas, todas esas modas y modos estaban latentes tras el silencio de las emboscadas de él y las tolerancias de ella. No disponemos de ningún documento que nos informe de cuál fuera el preciso día del verano en que Van inauguró sus roces minuciosos, sus caricias precavidas. Pero desde que Ada se dio cuenta de que en ciertos momentos él permanecía de pie tras ella, demasiado próximo para que la decencia pudiera quedar a salvo, con el aliento ardiente y los labios en libación, la chica supo que aquellas aproximaciones silenciosas, exóticas, debían habet comenzado mucho tiempo antes, en un pasado indefinido, infinito, y que no podía seguir oponiéndose a ellas sin reconocer que hasta entonces había aceptado tácitamente su repetición convertida ya en habitual.
En el calor implacable de las tarde de julio, Ada gustaba de sentarse en el salón de música, en una banqueta de piano con incrustaciones de marfil y deliciosamente fresca, que ella colocaba ante una mesa cubierta de hule blanco, y copiar en colores, sobre papel satinado, tal o cual flor extraña cuyo modelo encontraba en su atlas favorito, abierto ante sus ojos. Podía escoger una de esas orquídeas de forma de insecto que sabía ampliar con notable habilidad, de cambiar una especie con otra (desconocida, pero no imposible), introduciendo de su cosecha ciertas pequeñas transformaciones, ciertas alteraciones insólitas que podían parecer mórbidas en una chica tan joven y tan sucintamente vestida. Un rayo de luz oblicua pasaba por la rendija de la contraventana y proyectaba su fuego sobre el vaso tallado lleno de agua coloreada y sobre el esmalte de la caja de colores. Ada trazaba con pincel delicado un ocelo o el lóbulo de un pétalo, y, en el éxtasis de la concentración, la punta de su lengua se retorcía en la comisura de sus labios, y, bajo la mirada del sol, la fantástica niña de cabellos negro-azul-castaños parecía a su vez convertirse en la reproducción de una orquídea espejo-de-Venus. Su vestido ligero y flotante estaba tan abierto por la espalda que cada vez que la ahuecaba por un movimiento de sus omóplatos prominentes (bien porque, con la cabeza ladeada y el pincel en alto, contemplase apreciativamente su húmeda obra, bien porque apartase, con el dorso de la mano, algún mechón que le cayese por la sien), Van, que se había aproximado al taburete tanto como se lo permitía la prudencia, podía ver hasta el coxis su ensilladura marfileña y respirar todo el calor de su cuerpo. Con el corazón saltándole en el pecho, y la mano lamentablemente hundida en el bolsillo del pantalón (donde, para disimular su previsible situación, llevaba siempre un monedero que contenía media docena de monedas de diez dólares), se inclinaba sobre ella, mientras ella se inclinaba sobre su obra, y permitía a sus labios sedientos que se deslizasen ingrávidamente desde la cabellera tibia a la ardiente nuca. Era la sensación más dulce, más poderosa, más misteriosa, que nunca había experimentado. En la sórdida lujuria del invierno anterior nada podía haberle hecho presentir aquella ternura acariciadora, aquel desconsuelo del deseo. Habría querido permanecer indefinidamente sobre la redondez exquisita de la pequeña protuberancia ósea que destacaba por debajo de su nuca, si ella, indefinidamente, hubiera mantenido la cabeza inclinada, y si el pobre muchacho hubiese sido capaz de soportar por más tiempo el éxtasis de aquel contacto en su boca, convertida en cera inmóvil, sin apretujarse contra la chica en un loco abandono. El intenso enrojecimiento de una oreja visible y la progresiva torpeza que se apoderaba del ágil pincel eran los únicos —pero temibles —indicios de que Ada advertía la insistencia creciente de su caricia. Van se retiraba entonces furtivamente, subía a encerrarse en su habitación, cogía una toalla, se desnudaba, evocaba la imagen apenas desaparecida (imagen todavía intacta y clara como una llama que llevamos, de noche, haciéndole pantalla con las manos), y se apresuraba a liberarse de ella, con un celo brutal. Después, momentáneamente drenado, con los ríñones agotados y las pantorrillas vacilantes, regresaba a la inocencia de una sala bañada de>sol en la que una jovencita sudorosa continuaba pintando su flor: la flor maravillosa que imita una falena brillante que a su vez imita un escarabajo.
Si no hubiera tenido otra preocupación que la de aliviar (no importa de qué modo) sus ardores juveniles, en otros términos, si el amor no hubiese contado para nadu en el asunto, Van se habría acomodado sin duda, para un fugaz verano, a la ignominia y la ambigüedad de su conducta. Pero Van amaba a Ada. Aquel complicado desahogo no podía ser un fin en sí, o, mejor, era solamente el final de un callejón sin salida, puesto que no era compartido, y puesto que se escondía sórdidamente y nunca podría fundirse con otras delicias incomparablemente mayores que, como una cima entre la bruma, más allá de un collado amenazador, prometían ser algún día el verdadero punto culminante de su peligrosa aventura con Ada. Durante aquella semana, o quincena, de mitad de verano, y a pesar de sus etèreos besos cotidianos en los cabellos o en la nuca de Ada, Van se sintió aún más lejos de ella que antes del día en que su boca había dado, por azar, entre el dédalo de las ramas del manzano, con una parcela de carne apenas perceptible a sus sentidos.