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Van descubrió sus manos (olvidemos esas historias de uñas mordidas). El patetismo del carpo, la gracia de las falanges, que exigían genuflexiones rendidas, miradas nubladas por lágrimas desbordantes, suplicios de adoración irreductible. Él la tomaba el pulso como un médico moribundo. Le acariciaba —loco pacífico —las estrías paralelas de delicado vello que sombreaban su antebrazo. Después regresaba a las regiones metacarpianas. Tus dedos, por favor.

Ada: «Soy una sentimental. Podría disecar un koala, pero no a su cachorro. Me gustan las palabras damisela, eglantina, elegante. Me encanta que beses mi larga y blanca mano.»

Tenía en el dorso de la mano izquierda la misma manchita oscura que había en la derecha de Van. Fuese que quisiese hacerlo creer, fuese hablar por hablar, afirmaba que aquella mancha era el vestigio de un antojo que Marina había hecho extirpar con el bisturí algunos años antes, porque estaba enamorada de un sinvergüenza que encontraba que «aquello parecía una chinche».

En los atardeceres silenciosos se podía oír el repetido pitido, pit-pit, del tren entrando en el túnel, desde lo alto de la colina en que se intercambiaban estas réplicas:

Van:

—Un poco exagerado, eso de «sinvergüenza».

Ada:

—Es un término amistoso.

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—Aun así. Creo que conozco al tipo. Tiene menos corazón que ingenio, eso es seguro.

Mientras él la mira, la palma de la gitanilla que pide una limosna se convierte en la de la dadivosa que expresa sus buenos deseos (¿cuándo alcanzarán los cineastas el nivel que ya hemos alcanzado nosotros?). Deslumbrada por el sol verde que atravesaba el ramaje de un abedul, Ada explicaba, entornando los ojos, a su adivinador de buenaventura, que los jaspeados circulares que ella compartía con la Katya de Turgenev (otra chiquilla inocente) eran llamados «valses» en California («porque la señoritava a estar toda la noche bailando»).

El 21 de julio de 1884, el día de su duodécimo aniversario, Ada había dejado de morderse las uñas (las de las manos, quiero decir; las otras tendrán su tiempo). Toda una proeza (como lo sería, veinte años más tarde, la renuncia a los cigarrillos). Para ser completamente honrados, reconozcamos que se permitió ciertas excepciones —como una recaída en el delicioso pecado en las navidades en que no vuela el Culex ChateaubriandiBrown—. Renovó su voto, esta vez de modo definitivo, la noche de fin de año, luego que Mlle. Larivière la amenazase con llenarle los dedos de mostaza y cubrírselos con caperucitas rosa, roja, naranja, amarilla y verde (el índice amarillo fue todo un hallazgo).

Poco tiempo después del pic-nic de cumpleaños, cuando el deseo de besar las manos de su pequeña enamorada se había convertido para Van en la más tierna de las obsesiones, las uñas de sus manos, librándose poco a poco de su forma cuadrangular, habían adquirido suficiente resistencia para enfrentarse con las lacerantes comezones que atormentaban a la mocedad del lugar en el centro del verano.

Durante la primera semana de julio, con diabólica puntualidad, aparecía la hembra del mosquito de Chateaubriand. Este Chateaubriand (Charles), que fue el primero, no ya en ser picado por el mosquito, sino en capturarle en su frasco de caza, y en hacerlo llegar, con clamores de exultante vindicación, al profesor Brown, el cual redactó una «Descripción Original» del insecto algo chapucera («pequeños palpos negros... alas transparentes... que amarillean a ciertas luces... las cuales deberán apagarse si uno tiene abiertas las bentanen [¡el impresor es alemán!]... El entomólogo de Boston, años de 1840, número de agosto, compuesto con muchas prisas, en todo caso), Chateaubriand (Charles) no tenía el menor lazo de parentesco con el gran poeta y memorialista nacido entre París y Tagne (o Rimatagne, según Ada, que tan aficionada era a cruzar orquídeas).

Mon enfant, ma soeur,

songe a l'épaisseur

du grand chéne a Tagne:

songe à la montagne,

songe a la douceur...

...de rascar, con las garras o las uñas, los lugares visitados por el insecto de velludas patas, caracterizado por su insaciable y temerario apetito de sangre de Ada y de Ardelia, de Lucette, Lucinda y Lucila (multiplicadas por sus comezones).

El monstruo aparecía y desaparecía con la misma brusquedad. Se posaba sobre un bracito, o sobre una piernecita desnuda, sin producir el menor zumbido, en un recogido silencio. Por el contrario, la penetración de su trompa, ingenio verdaderamente infernal, hacía el efecto de la explosión del bronce en una banda militar.

Cinco minutos después del ataque del crepúsculo, entre la escalinata del porche y el césped crepitante de grillos, comenzaba la irritación que. mante despreciada por el fuerte y flemático (que sabían que no duraría más de una horita), pero que hacía que el débil, el adorable, el voluptuoso, se propinase unas rascaduras de rechupete (jerga de cantina escolar). «¡ Sladko! (¡Exquisito!)», solía exclamar Pushkin, atacado en el Yukon por una especie diferente. Las uñas de la desventurada Ada permanecían teñidas de granate durante toda la semana que seguía a su aniversario. Se rascaba con transportes capaces de abolir en su alma la conciencia del mundo: después de una sesión extática hasta el exceso, la sangre chorreaba literalmente por sus pantorrillas mártires —una lástima, según musitaba, para sí, su acongojado admirador, pero, al mismo tiempo, un espectáculo escandalosamente fascinante (estamos visitando y explorando un universo muy, muy extraño, en verdad).

La piel lechosa de la jovencita, tan excitante en su delicadeza, a los ojos de Van, tan vulnerable al aguijón del monstruo, era al mismo tiempo sólida como un tejido de seda de Samarcanda, y resistía en general a las tentativas de autotomía de que era objeto cuando Ada, con la mirada velada como en el éxtasis amoroso (aquella mirada que Van empezaba a descubrir ya cuando se besaban inmoderadamente), los labios entreabiertos, los dientes brillantes de saliva, rascaba a cinco uñas los habones rosas producidos por la picadura del raro insecto (pues verdaderamente es un raro y notable insecto aquel mosquito, dos veces descrito, no exactamente al mismo tiempo, por dos viejos malhumorados —el segundo fue Braun, dipterólogo de Filadelfia, mucho más estimable en su campo que el Brown de Boston—), y ¡qué raro objeto de entusiasmo, aquella imagen de la amada tratando de calmar los ardores de su preciosa piel, trazando ferozmente sobre su pierna hechicera surcos primero color de perla, luego color de rubí, hasta alcanzar, en breve tiempo, una especie de bienaventurada embriaguez en la que el furor del prurito se precipitaba como en el vacío con renovada energía!

—Escúchame bien —dijo Van—, voy a contar hasta tres. Si no te detienes inmediatamente, abro mi navaja (la abrió) y me corto la pierna, para que hagamos juego. Te lo suplico, vuelve a morderte las uñas. Todo antes que esto.

Tal vez porque el río de la vida corría ya demasiado amargo por las venas de Van (incluso en aquella época feliz), el mosquito de Chateaubriand nunca se interesó mucho por él. Hoy la especie parece estar a punto de extinguirse. Sin duda hay que acusar de ello al enfriamiento del clima y a la estúpida desecación de los encantadores pantanos, pululantes de vida, que abundaban en otro tiempo en la región de Ladore y en las inmediaciones de Kaluga, Conn., y de Lugano, Pa. (Me dicen que un pequeño número de ejemplares —hembras exclusivamente, repletas de la sangre de su afortunado cazador— han sido recientemente recogidas en un habitat secreto, muy alejado de las tres estaciones susodichas. Nota de Ada.)