Выбрать главу

XVIII

No solamente en la edad de la trompetilla acústica (la edad que él llamaba su cho-chochez), sino todavía más en su adolescencia (verano de 1888), Van y Ada encontraban placeres de erudito en el estudio del proceso evolutivo de su amor (verano de 1884), de las fases iniciales de su revelación y de las caprichosas divergencias de sus cronologías con lagunas. Ada había releído su diario: el tono del mismo le había parecido melindroso y falso; por eso no conservó más que algunas páginas, aquéllas cuya materia principal era suministrada por la botánica y la entomología. Van había destruido totalmente el suyo, tanto por la torpeza de su estilo de escolar como por la insinceridad de su cinismo desenvuelto. No tenían, pues, más remedio que apoyarse en la tradición oral y en las mutuas rectificaciones que hacían a sus recuerdos comunes. La frase «Y recuerdas... et tu te rappelles, a ty pomnish...» (siempre con la apoyatura temática del «y», anunciando la perla recuperada que va a reinsertarse en el collar roto) llegó a ser, en sus conversaciones, la fórmula consagrada con que comenzaban casi cada réplica. Discutían las fechas del calendario, revisaban y reencadenaban ciertas sucesiones de acontecimientos, comparaban las anotaciones sentimentales, analizaban apasionadamente vacilaciones y decisiones. Si, de vez en cuando, los recuerdos de uno y otro no concordaban con mucha exactitud, había que imputarlo más a la diferencia de sexos que a la de caracteres. A los dos les divertían los tanteos juveniles del destino; a los dos les entristecía la sabiduría del tiempo. Ada tendía a considerar la fase inicial de su amor como un desarrollo difuso e imperceptible, tal vez anormal, probablemente único, pero puramente delicioso, gracias a su evolución uniforme, que hacía imposible toda impulsión bestial, todo estigma vergonzoso. Van, por el contrario, no podía evitar que sus recuerdos amorosos evocasen episodios precisos, decisivamente marcados por seísmos carnales súbitos, intensos, a veces lamentables. Ada se imaginaba que los goces inagotables a que había accedido —por sorpresa, y sin haberlos llamado —no se habían revelado a Van hasta el momento en que ella misma los había descubierto, al cabo de varias semanas de caricias acumulativas. En cuanto a sus primeras reacciones fisiológicas, estimaba conveniente apartarlas de su pensamiento, y las creía más o menos equiparables a las maniobras infantiles que en otro tiempo se había complacido en practicar, y que tenían muy escasa relación con el esplendor y el sabor de la felicidad individual. Van por el contrario, conocía el repertorio de todos los espasmos marginales que le había disimulado antes de convertirse en su amante, y distinguía categóricamente, desde un doble punto de vista filosófico y moral, entre el frenesí del onanismo y la dulzura irresistible de un amor confesado y compartido.

Al rememorar nuestro pasado nos encontramos siempre con ese pequeño personaje de larga sombra, visitante incierto y tardío, detenido en el umbral luminoso, al fondo de un corredor oscuro que va estrechándose en una perspectiva impecable. Ada se veía como una niña perdida, de ojos maravillados, que llevaba en la mano un ramillete ajado. Van se veía bajo los rasgos de un sátiro pequeño y feo, torpemente instalado sobre sus cascos hendidos y provisto de una flauta equívoca. «¡Bueno, yo sólo tenía doce años!», exclamaba Ada ante el recuerdo de un detalle algo escabroso. «Y yo tenía catorce», contestaba Van, con melancolía.

Y ¿recordaba la señorita —preguntaba él, sacándose metafóricamente las notas del bolsillo— cuándo se dio cuenta por primera vez de que el tímido «primo» (su parentesco oficial) estaba físicamente excitado por su presencia, aunque decentemente aislado mediante diversos espesores de algodón y lana, y privado de todo contacto inmediato con ella?

No. Francamente, no. Ada no se acordaba de nada parecido. Por otra parte, eso habría sido imposible, porque a los once años de edad, por mucho que hubiera intentado encontrar entre todas las llaves de la casa la que pudiera abrir cierto armario en el que Walter Daniel Veen guardaba sus «estampas erot., Jap. e Ind.» (etiqueta perfectamente visible a través de la puerta vidriera), Ada tenía aún nociones relativamente nebulosas sobre el modo en que se apareaban los seres humanos (Van encontró aquella llave en un abrir y cerrar de ojos: estaba colgada en la parte posterior del frontón). Es verdad que no era precisamente espíritu de observación lo que faltaba a Ada. Había examinado de cerca diversos insectos in copula, pero, en la época de la que hablamos, los atributos claros y distintos del mamífero macho se habían ofrecido muy pocas veces a sus miradas, y de un modo perfectamente inconexo con cualquier idea de una posible función sexual (por ejemplo, aquel día de 1883 en que pudo contemplar el pico beige claro de un chiquillo, hijo del portero negro de su primer colegio, que venía a veces a orinar en los lavabos de las niñas).

Otros dos fenómenos observados por ella en una fecha anterior la habían inducido a error de una manera absurda. Tenía unos nueve años cuando aquel caballero más que maduro, aquel pintor eminente cuyo nombre no podía ni quería decir, vino varias veces a cenar a Ardis. La profesora de dibujo de las niñas, Miss Wintergreen, le tenía en gran estima, a pesar de que en 1888 (y también en 1958) las naturalezas muertas de Miss Wintergreen hubiesen conquistado una reputación infinitamente más alta que las del ilustre viejo verde, el cual representaba invariablemente sus diminutos desnudos vistos por detrás (pequeñas ninfas de nalgas de melocotón subiendo a una higuera para darse un atracón de fruta, exploradoras montañeras en pantalón corto ajustado hasta reventar, escalando rocas, etc.).

Van, interrumpiendo con ironía el discurso:

—Sé perfectamente a quién te refieres, y quiero hacer constar que, aunque su delicioso talento no esté hoy muy en gracia, yo reconozco retrospectivamente a Paul Gigment el absoluto derecho a representar a sus colegialas o bañistas de sol por el lado que más le gustara: Puedes continuar.

Ada volvía a tomar tranquilamente el hilo para decir que, a cada visita de Pig Pigment, ella temblaba en cuanto oía sus pisadas y resoplidos en la escalera. Se la aproximaba inexorablemente, como el Convidado de Piedra, inmemorial espectro de mármol, y la buscaba, y la llamaba con una voz aguda, débil y doliente, francamente impropiada para un mármol.

—Pobre hombre —suspiró Van.

Su método de contacto, ya que abordamos el tema— decía Ada —(y quede bien entendido que no intento hacer comparaciones hirientes), consistía en ofrecerse a la niña, con una furiosa insistencia, para ayudarla a alcanzar un objeto cualquiera: cualquier regalito que hubiera traído para ella, un paquete de caramelos o alguna muñeca vieja encontrada en el suelo del cuarto de los niños y colgaba por él en la pared, bien alta, o una vela rosa de un árbol de navidad que le pedía que apagase de un soplo. Y a pesar de las protestas de la pobre Ada, tomarla por los codos y elevarla, calmosamente, trabajosamente, dando ronquidos, diciendo «oh, cuánto pesa, oh, qué guapa es». Y aquellas maniobras proseguían hasta que sonaba el timbre que anunciaba la hora de la cena, o aparecía la institutriz con un vaso de zumo de frutas en la mano. ¡Qué alivio para cada uno de los interesados cuando, de vueltas de su fraudulenta ascensión, el pobre trasero de la niña patinaba al fin por la nieve resbaladiza de la almidonada pechera de la camisa, y él volvía a abrocharse el smoking! Y ella se acordaba...

«Ridículamente exagerado, y, supongo, coloreado a la luz artificial de acontecimientos ocurridos más tarde y revelados más tarde aún» (comentario de Van).

...Se acordaba del doloroso rubor que le subió a las mejillas al oír decir a alguien delante de ella que el pobre Pig tenía una mente enferma y padecía de un «endurecimiento de la arteria» o de algo parecido. Pero lo que sí sabía ya era que la arteria podía hacerse terriblemente larga: cierto día había sorprendido a Drongo, el caballo negro, en el espectáculo (que la dejó terriblemente confundida, tenía que reconocerlo) de la transformación experimentada en mitad de un prado, a la vista de todas sus margaritas. Ada había creído, decía (vaya usted a saber si era digna de fe), que aquel apéndice de caucho negro era la pata de un potrillo que salía del vientre de Drongo, porque no había comprendido aún que Drongo no era una yegua y no estaba equipado de bolsa marsupial como el canguro de cierta imagen que ella idolatraba. Después, su institutriz inglesa le explicó que Drongo era un caballo muy enfermo, y todo volvió a estar en orden.