Выбрать главу

—Muy bonito —dijo Van—, verdaderamente apasionante. Pero eso me ha hecho pensar en la primera vez que pudieras haber sospechado que vo también era un cerdo o un caballo «muy enfermo». Y me acuerdo de la mesa redonda, en el círculo de luz rosada, y de ti, arrodillada en una butaca, a mi lado. Yo estaba encaramado en el brazo redondo de la butaca. Tú hacías un castillo de naipes, y hasta el menor de tus movimientos se sublimizaba, como si estuvieses en trance —lentitud de sueño, pero también extrema atención—, y yo me embriagaba con el olor de niña que exhalaba tu brazo desnudo, y con el olor de tus cabellos, asesinado más tarde por algún perfume de moda. Sitúo ese episodio más o menos el diez de junio. Un anochecer lluvioso, menos de una semana después de mi llegada —mi primera llegada —a Ardis.

—Me acuerdo —dijo Ada —de las cartas, y de la luz rosada, y del ruido de la lluvia, y de tu chaleco de punto azul... Pero no recuerdo nada más, nada extraño ni escabroso. Eso vino después. Por otra parte, sólo en las novelas francesas hay des messieurs qui humenta las jovencitas.

—Bueno, pues eso es lo que yo hacía mientras tú te dedicabas a tu delicado trabajo. Magia táctil, paciencia infinita. Las yemas de los dedos al acecho de la gravedad. Las uñas terriblemente mordidas. Sé indulgente con estas notas. No sé expresar adecuadamente el malestar del pesado deseo, del deseo pegajoso. ¿Sabes lo que yo estaba esperando? Que en el momento en que se derrumbase tu castillo de naipes harías un gran gesto de abandono, al modo ruso y te sentarías sobre mi mano.

—No era un castillo. Era una casa de Pompeya, adornada por dentro con mosaicos y frescos, porque sólo empleaba las figuras de las barajas viejas del abuelo. Y bien, ¿me senté en esa mano dura y ardiente?

—Sobre mi palma abierta, querida. El relieve del paraíso. Te quedaste inmóvil un instante, amoldada a mi copa. Luego te rehiciste y te arrodillaste otra vez.

—Para recoger aprisa, aprisa, muy aprisa los naipes planos y brillantes, y ponerme otra vez a edificar, con la misma lentitud de antes. Éramos abominablemente depravados, ¿no crees?

—Todos los niños brillantes son depravados Veo que te acuerdas muy bien...

—No de esa ocasión determinada. Pero sí del manzano, y del día que me besaste en el cuello y de todo lo demás... Y luego... zdravstvuyte: apofeoz, ¡la Noche de la Granja Incendiada!

XIX

Una especie de enigma a la antigua. ( Los sofismas de Sofía, por mademoiselle Stopchin, en la Biblioteca Vieux, serie rosa): ¿la Granja Incendiada fue antes que la Buhardilla, o la Buhardilla fue antes que la Granja Incendiada? Veamos: hacía mucho tiempo que nos besábamos como primos cuando se incendió la granja. En efecto, hasta compraba en Ladore bálsamo de Chateau Baignet para aplicar a mis pobres labios agrietados. Y nos despertamos sobresaltados, tú y yo —cada uno en su cuarto—, cuando le oímos gritar «¡fuego!». ¿28 de julio? ¿4 de agosto?

¿Cuándo oímos a quién? ¿A Stopchin o a Larivière? ¡Vaya usted a saber! ¿Era Larivière quien gritaba que la granja estaba en llamas?

No, no. Larivière ardía como un leño, quiero decir, dormía como un leño. Yo sé bien quién fue, dijo Van; fue la doncella pintarrajeada, que usaba tu caja de acuarelas para pintarse los ojos, o eso decía Larivière, que las acusaba, a ella y a Blanche, de los pecados más fantásticos.

¡Pues claro! Pero no fue la pobre French, la doncella de Marina, sino Blanche, nuestra pequeña oca. Había atravesado el pasillo a toda carrera, y había perdido, en la escalera principal, una minúscula zapatilla con forro de piel blanca, como Cenicienta.

—¿Y recuerdas, Van, qué calor hacía aquella noche?

Eschchyo bil(¡Cómo iba a olvidarme!). Aquella noche, por culpa de los guiños...

Sí, aquella noche, por culpa de los guiños lejanos, pero inoportunos, de los relámpagos de calor que taladraban los corazones negros de su frondoso dormitorio, el arborícola Van había abandonado sus dos tuliperos y se había acostado en su habitación. El tumulto en el interior de la casa y los gritos de la doncella interrumpieron un sueño raro, brillante, dramático, cuyo tema no pudo recuperar, a pesar de que lo guardó encerrado en un joyero. Como de costumbre, había dormido desnudo: tuvo que decidir si se pondría unos calzoncillos o si se cubriría con su manta de viaje escocesa. Habiendo optado por la segunda posibilidad, sacudió una caja de cerillas para asegurarse de que no estaba vacía, encendió una vela, y salió con presteza de su habitación, dispuesto a socorrer a Ada y sus larvas. El corredor estaba sombrío; en alguna parte, Dack ladraba extáticamente Las exclamaciones, que iban decreciendo, hicieron saber a Van que ¿llamada «Granja del barón», una inmensa y cara construcción, a más de una legua de distancia, estaba ardiendo. Si el acontecimiento se hubiese producido más avanzada la estación, cincuenta vacas lecheras habrían qUe. dado privadas de su heno cotidiano, y Larivière de la crema para su café de mediodía. Van se sintió ofendido. «Se han marchado todos, y me han dejado solo», como dice gruñendo el viejo Firmus en la última escena de El jardín de los cerezos(Marina había estado aceptable en el papel de madame Ranevski).

Ceñido con su toga escocesa, Van acompañó a su negra sombra por la pequeña escalera de caracol que conducía a la biblioteca. Allí, apoyando la rodilla desnuda en el diván de terciopelo raído colocado bajo la ventana, apartó las pesadas cortinas rojas.

Tío Dan, con un puro entre los dientes, y Marina, que llevaba un pañuelo al cuello y a Dack entre sus brazos, estaban a punto de partir, entre manos tendidas y linternas oscilantes, en su deportivo, rojo como un coche de bomberos. Pero, apenas en marcha, fueron adelantados, en la curva de la avenida, por tres lacayos ingleses a caballo, con tres doncellas francesas a la grupa. Todo el personal de servicio parecía dirigirse a admirar el incendio (acontecimiento poco frecuente en nuestros climas húmedos y de escasos vientos), utilizando todos los medios de locomoción disponibles o imaginables: telesillas, botes de ruedas, biciclos tándems, e incluso carretillas mecánicas para el transporte de equipajes, que el jefe de estación proporcionaba gratis a la familia, en recuerdo de su inventor, Erasmus Veen. Solamente la institutriz continuaba durmiendo (de lo que Ada, aunque no Van, se había dado cuenta), roncando y silbando en la habitación contigua al antiguo cuarto de los niños, donde la pequeña Lucette estuvo despierta durante un minuto antes de echar a correr tras su sueño y saltar a la última camioneta de transporte de muebles.

Van, arrodillado ante la ventana panorámica, vio cómo el ojo inflamado del cigarro puro se alejaba y desaparecía en la noche. Aquella salida múltiple... Pero sigue tú ahora.

Aquella salida múltiple constituía verdaderamente un espectáculo maravilloso sobre el fondo del firmamento pálido, con polvo de estrellas, de la casi subtropical Ardis, y aquella lejana llamarada color rosa flamenco entre el negro de los árboles, donde ardía la granja. Para llegar allí había que contornear una gran extensión de agua, sobre la cual veía brillar, a lo lejos, escamas de luz, cada vez que un mozo de servicio o un palafrenero arriesgado la atravesaba en alguna máquina flotante, como esquís náuticos o balsas con típicas ondulaciones luminosas, como de dragones japoneses. Se podían seguir con ojos de artista los faros de los automóviles y sus luces posteriores, avanzando hacia el este según la dimensión AB de aquel lago rectangular y girando bruscamente en el ángulo B para ás& cribir la anchura del cuadrilátero y volver luego hacia el oeste, disminuidas, atenuadas, hasta un punto situado a la mitad de la orilla opuesta en el que viraban hacia el norte y desaparecían.