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Mientras dos rezagados, el cocinero y el vigilante nocturno, corrían sobre el césped hacia un break o cabriolé al que no había sido enganchado el tiro, y que les saltidaba con sus limoneras levantadas (¿o era, después de todo, una rickshajaponesa? (tío Dan había tenido, en tiempos, un sirviente japonés que tiraba del cochecillo), Van descubrió con placer y emoción, muy cerca de allí, entre los arbustos negros como de tinta china, a Ada, en camisón, con una vela encendida en una mano y un zapato en la otra, como siguiendo a hurtadillas a los rezagados. Pero no era Ada entre los arbustos, sino su reflejo en el cristal de la ventana. Tiró el zapato, que se había encontrado en una papelera, y fue a reunirse con Van en el diván.

—¿Se ve algo, se ve algo? —repetía. Y sus miradas escrutadoras brillaban de extasiada curiosidad, y en sus ojos de ámbar negro ardían centenares de granjas. Van tomó la vela de sus manos y la colocó al lado de la suya, que era mucho más larga, en el alféizar—. Vas desnudo, estás horriblemente indecente —dijo la chica, sin mirarle y sin poner en su comentario insistencia ni reproche. Ramsés de Escocia se ciñó mejor la manta y Ada se arrodilló a su lado. Contemplaron un momento el romántico «efecto nocturno» enmarcado por la ventana. Trémulo, con la mirada perdida hacia delante, Van había empezado a acariciarla, siguiendo con mano de ciego, a través de la fina batista, el surco de su columna vertebral.

—¡Oh, mira! ¡Gitanos! —susurró la chica, indicando con el dedo tres siluetas negras (dos hombres, uno de los cuales llevaba una escalera, y un niño, o un enano) que cruzaban el césped con paso cauteloso y que, al descubrir la ventana iluminada por la doble llama, hicieron marcha atrás (el pequeño andando de espaldas, como si tomase fotografías).

—Me había quedado en casa con toda intención —dijo Ada, o pretendió, más tarde, haber dicho —porque esperaba que tú también te hubieses quedado. Una coincidencia provocada. —Mientras hablaba, Van continuaba acariciándole los largos cabellos, le estrujaba y arrugaba el camisón, sin osar todavía deslizarse por debajo, pero arriesgándose a acariciar sus nalguitas, hasta que, con un ligero silbido, ella se puso en cuclillas y se encontró sentada en la mano de él. En el mismo instante el castillo de naipes se hundió en las llamas. Ada se volvió hacia Van, que estaba ya besando su hombro desnudo y acercándose más a ella, como el soldado que avanza detrás en la fila.

—Es la primera vez que oigo hablar de eso. Yo creía que el viejo señor Nymphopopotus había sido mi único predecesor.

Algún tiempo antes, en primavera. Un viaje a la ciudad. Matinéefrancesa en el Teatro municipal. Mademoiselle había extraviado las entradas. El pobre chico se imaginaba probablemente que Tartufo era una tarta, o una bailarina de striptease.

Lo cual, en el fondo, no es ninguna tontería. Pero sigamos. En la escena de la Granja Incendiada...

—¿Sí, Van...?

—No, nada. Continúa.

—Ay, Van, aquella noche, mientras estábamos arrodillados el uno junto al otro a la luz de las velas, como los «Niños en oración» de un cuadro muy malo, enseñando las cuatro plantas de los pies (arborícolas y trepadoras todavía la víspera) no a la Mamá Buena que recibe su felicitación de Navidad, sino a la Serpiente sorprendida y encantada... ¡si supieras qué ganas sentía de pedirte una información puramente científica! Porque mi mirada, oblicuando un poco...

Ahora, no. Ahora mismo no es un espectáculo bonito. Y peor será dentro de un momento (respuesta de Van, más o menos exacta). No estaba seguro de si Ada era completamente ignorante y pura como el cielo estrellado (al que, por cierto, ya no coloreaba el resplandor del incendio), o si, por el contrario, enterada de todo, se complacía en jugar el juego de la inocencia. Por lo demás, eso no importaba gran cosa.

—Espera, ahora no —respondió, en un murmullo medio ahogado.

Ella insistió:

—Quiero saber. Quiero que me digas...

Él acariciaba y entreabría con sus partes carnosas ( parties très charnuesen el caso de nuestra apasionada parejita), la cortina suave y sedosa de su negra cabellera (cuando Ada echaba la cabeza atrás, los cabellos le llegaban más abajo de los ríñones) y trataba de abrirse camino hasta el esplenio, tibio aún del calor del lecho. (No hace falta, ni aquí ni en otras partes —ya he encontrado otro pasaje similar —echar a perder un estilo relativamente puro con el empleo de esos vagos términos anatómicos que el psiquiatra recuerda de sus años de estudiante. Nota escrita más tarde por Ada.)

—Quería preguntar... —repetía ella, mientras la boca golosa ele Van alcanzaba su cálido y pálido objetivo.

—Quería preguntarte —repitió, esta vez con gran claridad, y, sin embargo, ya algo fuera de sí, pues la mano viajera había vuelto a ascender por el brazo, y el pulgar, que acababa de posarse en un pezoncito, le producía un hormigueo en el paladar, eso que en las novelas georgianas se describe como «llamar a la doncella»... cosa naturalmente inconcebible cuando falta la elletricità...

(Protesto. No tienes derecho. Eso está prohibido, hasta en lituano y en latín. Nota de Ada.)

—Preguntarte...

—¡Pregunta —gritó Van—, pero no lo estropees todo! (es decir: no me impidas que me alimente de ti, que me retuerza contra ti).

—Bien. ¿Por qué? —preguntó, exigió, reclamó, mientras una llama crepitaba y un cojín iba a parar al parquet—. ¿Por qué te pones tan duro y tan gordo por ahí cuando...?

—¿Dónde? ¿Cuando qué?

Con el fin de explicarse mejor, con un tacto y un contacto exquisito, hizo danzar su vientre contra él, que seguía casi arrodillado, estorbada por la larga cabellera que se interponía, y con un ojo casi metido en la oreja del muchacho (sus posiciones recíprocas habían llegado a estar considerablemente embrolladas).

—¡Repítelo! —gritó Van, como si ella estuviese muy lejos, un mero reflejo en la ventana oscura.

—¡Vas a enseñármelo inmediatamente! —dijo Ada, con autoridad.

Van se despojó de su improvisado kilt. Y Ada cambió en seguida de tono.

—¡Dios mío! —murmuró, como un niño que habla a otro niño—. ¡Está todo desollado, en carne viva! ¿Te duele? ¿Te duele mucho?

Él suplico:

—¡Tócalo, pronto!

—¡Van, pobre Van! —siguió ella, con la vocecita que emplean las niñas buenas para hablar a los gatos, a las orugas, a los perritos—. Estoy segura de que eso te quema. ¿Crees que te aliviarías si te lo tocara?