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—¿Que si lo creo? ¡Puedes apostar!

—Mapa en relieve: los ríos de África —dijo la pedantilla. Su índice remontó el Nilo Azul, hasta las selvas, y luego volvió a seguir la dirección de la corriente—. ¿Y esto? El sombrerete del champiñón rojo no es ni la mitad de suave. De veras (en un tono intrascendente), me recuerda una flor de geranio, o, mejor, de pelargonio.

—¡Dios mío, ya estás con la botánica!

—¡Ay, Van, Van, ese fruto me gusta! ¡Francamente, me gusta!

—¡Apriétalo entonces, tonta! ¿No ves que me muero?

Pero la ingenua botánica no tenía la menor idea de cómo manejar aquel objeto. Van, ya in extremis, lo oprimió contra el volante de su camisón y gimió, al disolverse en un charco de placer.

Ella observaba, consternada.

—No es lo que tú crees —comentó Van, calmoso—. No tiene nada que ver con el pipí. Es limpio, como la savia de una hierba. Bien. El curso del Nilo ya está precisado: telegrama del explorador Speke.

(Van, me pregunto por quéte esfuerzas tanto en transformar un pasado poético e inigualable en una farsa sucia. Honradamente, Van. ¡Pero si soy honrado, todo lo honrado que se puede ser! Fue así como pasaron las cosas. Yo no conocía bien el terreno en que me aventuraba, y de ahí las audacias y los fingimientos. Eso es cosa tuya. Por mi parte, querida, afirmo que esas famosas excursiones digitales desde tu África hasta el fin del mundo no comenzaron hasta mucho más tarde, cuando ya me sabía de memoria el itinerario. Lo lamento, pero te engañas. Y además, si las personas tuviesen iguales recuerdos, ¿cómo diablos iban a ser unos seres distintos? Fue-así-como-pasaron-las-cosas. ¡Pero nosotros no somos diferentes! En buen francés, pensar y soñar son sinónimos. Van, piensa en 'a dulzura... ¡Oh, ya pienso en ella, desde luego que pienso! Todo fue dulzura, mi niña, mi rima. Eso está mejor, dijo Ada.)

—Sigue tú, ¿quieres?

Van se tendió, desnudo, a la luz ahora inmóvil de la vela.

—Durmamos aquí —dijo—. No regresarán antes de que el alba cienda de nuevo el cigarro de mi tío.

—Tengo empapado el camisón —musitó Ada.

—Quítatelo. Esta manta puede taparnos a los dos.

—¡No mires, Van!

—Eso no vale —dijo éste, ayudándola a pasarse el camisón por los rebeldes cabellos. Sólo un ligero toque de carbón sombreaba el punto de misterio de su cuerpo blanco como la tiza. Entre dos costillas, un grano maligno le había dejado una cicatriz rosa. Van puso un beso en aquel lugar, y se acostó de espaldas, a reposar, con las manos cruzadas bajo la nuca. Ada, inclinada sobre su cuerpo moreno, contemplaba la caravana de pelos que subían desde el hormiguero hacia el oasis del ombligo. Para ser un muchacho tan joven, Van era notablemente hirsuto. Los juveniles pechos redondos de Ada estaban justo sobre la cara de él. En tanto que médico, y en tanto que artista, repruebo el uso pequeño burgués del cigarrillo después de hacer el amor. Reconozcamos sin embargo, en atención a la verdad, que Van no era indiferente a la presencia de una caja de cristal con «Traumatis» turcos, pero la consola en la que se encontraban estaba demasiado lejos para que pudiese alcanzarla con un indolente movimiento del brazo. El gran reloj dejó oír un cuarto de una hora anónima: Ada, con la mejilla apoyada en un puño, contemplaba ahora la inquietud emotiva, aunque extrañamente morosa, el lento y continuado desperezo, la erección finalmente poderosa del renacimiento viril.

Pero el pelo del sofá era tan cosquilleante al tacto como lo era a la vista el cielo espolvoreado de estrellas. Antes de que ocurriese cualquier cosa nueva, Ada se puso a cuatro patas para colocar bien los cojines y la manta. Niña indígena imitando un conejo. Van tendió una mano exploradora. Su palma se adaptó, por detrás, a la pequeña hendidura cálida. De un bote frenético, tomó la posición del niño que construye un castillo de arena, pero Ada se volvió boca arriba, dispuesta ingenuamente a abrazarle como se recomendaba a Julieta que recibiese a su Romeo. Hizo bien. Por primera vez en su aventura amorosa, la gracia, el genio y la inspiración lírica descendieron sobre el atropellado joven. Susurrando, gimiendo, besaba el pálido rostro con una voluble ternura, gritaba en tres idiomas —los tres grandes del mundo —palabras mimosas que debían más tarde proporcionar la materia para un Diccionario de diminutivos secretos, muchas veces revisado y corregido hasta la edición definitiva de 1967. Cuando se ponía demasiado ardoroso, ella trataba de calmarle como se calma a un niño, haciéndole «sssh, sssh» y soplándole en la boca, y sus cuatro miembros estaban anudados sin pudor en torno a él, como si hubiera hecho el amor desde siempre, en todos nuestros sueños, pero la impaciencia de la pasión juvenil (desbordante como la bañera de Van, del viejo Van, maníaco incubador de palabras, ocupado en retocar estas páginas sentado al borde de la cama en una habitación de hotel) no resistió a las primeras estocadas aplicadas a ciegas: estalló sobre el labelo de la orquídea. Un mirlo azul emitió su «choc-choc» de alarma, y los faroles lejanos reaparecieron al fondo de un alba rugosa y volvieron a dar la vuelta al estanque. Pronto los puntos luminosos de los coches se convirtieron en estrellas y las ruedas de las carretas rechinaron en la gravilla. perros de toda especie regresaron muy complacidos de sus correrías nocturnas. Blanche, la sobrina del cocinero, se apeó de un coche de policía color calabaza, calzada únicamente con las medias (¡ay, las doce de la noche habían sonado mucho tiempo antes!), y los dos niños desnudos, recogiendo manta y camisón, se despidieron del sofá cómplice con una palmadita y volvieron a subir a hurtadillas a sus cuartitos de inocencia, llevando cada uno su vela.

—Y... ¿te acuerdas? —dijo Van el del bigote gris, tomando un cigarrillo Cannabina de su mesa de noche y sacudiendo una caja de cerillas amarilla y azul—. ¿Te acuerdas de nuestra despreocupación, y de cómo Larivière dejó de roncar para volver a atronar la casa un momento más tarde, y qué fríos estaban los escalones de hierro, y de lo desconcertado que yo estaba por tu... cómo lo diría... por tu falta de comedimiento?

—Idiota —dijo Ada, que se había vuelto hacia la pared y ni siquiera le dirigió una mirada.

¿Verano de 1960? ¿Un hotel atestado de viajeros en cualquier lugar entre Ex y Ardez?

Debería empezar a poner las fechas en las páginas de este manuscrito, por consideración a mis soñadores desconocidos.

XX

A la mañana siguiente, con la nariz todavía hundida en el saco de los sueños de una mullida almohada, único detalle que moderaba la austeridad de su lecho y que debía al favor de la dulce Blanche (a la cual, en una angustiosa pesadilla, había cogido la mano tiernamente: porque así lo querían las reglas del Salón de Juegos del Sueño, o quizá, simplemente, su perfume barato), Van supo que la felicidad llamaba a su puerta. Se esforzó en prolongar el ardiente incógnito de aquel visitante, recreándose en los últimos vestigios, lágrimas y jazmín, de un sueño ingenuo. Pero el tigre de la felicidad franqueó de un salto las puertas de la realidad.

¡Qué alegría de libertad recién adquirida! Van había conservado su reflejo, y se lo había llevado consigo hasta el fondo de su sueño: en la última parte de éste revelaba a Blanche que había aprendido el arte de la levitación. La facultad de recorrer los aires con mágica facilidad iba a permitirle batir todos los récords de salto de longitud, lo que para él no sería más que un cómodo paseo a algunas pulgadas del suelo sobre una distancia de diez o doce metros (una distancia mayor podía parecer sospechosa) ante unas tribunas delirantes de entusiasmo, mientras Zambovski, de Zambia, con las manos en las caderas, le miraría con ojos consternados y estupefactos.