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La ternura redondea el triunfo verdadero, la dulzura lubrifica la liberación genuina: esas emociones no son síntomas de gloria o de pasión en nuestros sueños. La alegría fantástica que Van iba a conocer a partir de entonces (y para siempre, según esperaba) se debía en buena medida a la certidumbre de que podría prodigar sobre Ada, abiertamente y con toda libertad, los tesoros de ternura acariciadora e infantil que el respeto humano, el egoísmo masculino y los escrúpulos morales le habían impedido hasta entonces considerar como un sueño posible.

El sábado y el domingo, las tres comidas del día eran solemnemente anunciadas por tres gongs: uno pequeño, otro mediano y un tercero grande. El primero acababa justamente de anunciar que el desayuno estaba servido en el comedor. Sus vibraciones evocaron en el espíritu de el pensamiento de que en veintiséis pasos habría franqueado la distancia que le separaba de su joven cómplice (de cuyo delicado almizcle sentía aún impregnada su mano) y le hicieron experimentar una especie de deslumbrado asombro; ¿había ocurrido aquello verdaderamente?, ¿somos ahora verdaderamentelibres? Todas las mañanas de Dios, según dicen, con hilaridad de hombres gordos, los chinos que aman, ciertos pájaros cautivos se lanzan, apenas despiertan, contra los barrotes de sus jaulas (y quedan varios minutos inconscientes) en un impulso automático que prolonga sus sueños, mientras que, durante el resto del día, esos tornasolados prisioneros son perfectamente alegres, dóciles y charlatanes.

Van metió su pie desnudo en una zapatilla solitaria y recuperó la otra de debajo de la cama. Bajó la escalera precipitadamente, saludando al pasar a un príncipe Zemski aparentemente satisfecho y a un lúgubre Vincent Veen, obispo del Balticomore y Como.

Pero ella no había bajado todavía... En el comedor inundado de luz, donde las grandes flores amarillas parecían racimos de sol, tío Dan tomaba el alimento. Su atuendo era el adecuado para un día de verano normalmente cálido en el campo: traje de rayas color caramelo sobre una camisa de franela malva, chaleco de piqué blanco, corbata clubazul y roja, cuello blando, muy subido, asegurado con alfiler de oro (si bien todas esas rayas y tintes tan coquetones parecían haber sufrido un cierto desplazamiento durante el proceso de impresión cromotipográfica de la historieta del periódico dominical, pues domingo era aquel día). Acababa de dar fin a su primera tostada con mantequilla, enriquecida con un toque de confitura de Naranja de la Abuelita, y estaba haciendo sus gluglús de pavo para enjuagar in situsu dentadura postiza en un sorbo de café, que en seguida tragó, junto con los restos sápidos. Como yo no era un cobarde (al menos tenía ciertas razones para creerlo así) supe soportar la presencia de la cara rosa de mi tío, con su bigotito rojo en rotación; pero (Van hizo esta reflexión en 1922, en una visión retrospectiva) no había nada que me obligase a seguir contemplando su perfil desprovisto de mentón ni sus rojas patillas rizadas. Van examinaba, pues, no sin apetito, las jarras de cerámica azul llenas de humeante chocolate y las rebanadas de pan preparadas para la glotona infancia. Marina tomaba su desayuno en la cama, y el mayordomo y Price lo hacían en un rincón del office(agradable recuerdo, por alguna razón que ahora se me escapa). En cuanto a Mlle. Larivière, no probaba alimento alguno antes de mediodía: era una midinettede estricta observancia (en cuanto que rendía culto al midi, no a la costura, claro está); hasta había llegado a persuadir a su confesor de que se adhiriese a su secta.

—Podía usted habernos llevado a ver el incendio, querido tío —dijo Van, mientras se servía una taza de chocolate.

—Ada te lo contará todo —respondió el tío Dan, cubriendo amorosamente de mantequilla y confitura una segunda tostada—. Se lo pasó muy bien en nuestra excursión.

—¡Ah! ¿Es que iba con ustedes?

—Sí, en el coche negro, con los mayordomos. Fue una excursión estupenda.

—Debía ser una de las chicas de la cocina, y no Ada —observó Van. Y añadió:

—No me había dado cuenta de que había varios... varios mayordomos, quiero decir.

—Oh, supongo que sí —dijo vagamente tío Dan. Renovó sus operaciones de enjuague interno y luego se puso las gafas; pero los periódicos no habían llegado todavía: se quitó las gafas.

De pronto, Van oyó en la escalera la voz grave y encantadora que decía, en dirección al piso de arriba: Je l'ai vu dans une des corbeilles de la bibliothèque. Alusión probable a algún geranio, violeta u orquídea del género zapato o zapatilla. Hubo una «pausa de balaustrada», para usar el lenguaje de los fotógrafos, y, cuando llegó de la biblioteca el lejano grito de alegría de la doncella, Ada añadió: «Me pregunto quién lo ha puesto allí» —y acto seguido entró en el comedor.

Llevaba (aunque no se habían puesto de acuerdo) pantalones cortos negros, un jersey blanco y zapatos de lona. Sus cabellos peinados hacia atrás formaban una gruesa cola de caballo y dejaban al descubierto su frente ancha y abombada. Una irritación de la piel, bajo el labio inferior, disimulaba algo su color rosa con el brillo de la glicerina y el mate de los polvos. Estaba demasiado pálida para parecer verdaderamente bonita. La mayor de mis hijas es más bien ordinaria, repetía a menudo Marina, pero tiene un bonito pelo. Y la menor es guapa, pero pelirroja como un zorro. Ingrata edad, ingrata luz, ingrato artista; pero noingrato amante. Una ola de adoración empujó a Van desde la boca del estómago y le elevó hasta el paraíso. La idea de volver a verla, y de saber que sabía, y de saber que nadie más sabía lo que habían hecho tan francamente, tan suciamente, tan deleitablemente, menos de seis horas antes, era más de lo que podía soportar nuestro amante novicio —aunque tratase de trivializar el acontecimiento recurriendo al correctivo moralizador de un adverbio infamante—. Aventuró, y pronunció lamentablemente, un hello, forma de saludo mañanero a la que él no estaba acostumbrado (y que, por otra parte, ella no pareció oír), y se dedicó a su desayuno, sin dejar de espiar hasta el menor gesto de Ada por medio de un secreto órgano polifémico. Ella se deslizó por detrás del señor Veen, cuyo cráneo calvo rozó con su libro, y tiró ruidosamente de la silla más próxima, que era la opuesta a la de Van. Se sirvió una gran taza de chocolate, parpadeando como upa muñeca. Aunque el chocolate ya estaba azucarado hasta el límite de lo razonable, colocó un terrón en la cuchara y lo sumergió delicadamente en su taza, observando con gran placer cómo el hirviente líquido oscuro disolvía primero un ángulo del conglomerado cristaloide y luezo el trozo entero.

Mientras tanto, el tío Dan espantaba retrospectivamente de su calva un imaginario insecto, miraba hada arriba, hacia abajo, a su alrededor, y acababa por descubrir a la recién llegada.

—A propósito, Ada: Van querría saber una cosa. ¿Qué hacías tú, querida, mientras él y yo nos ocupábamos del incendio?

El reflejo del incendio invadió las mejillas de Ada. Van no había visto nunca a una chica (tan blanca y transparente de piel), ni, a decir verdad, persona o cosa en el mundo, melocotón o porcelana, enrojecer tan frecuente y sustancialmente. Aquella propensión le afligía como una debilidad mucho más indecente que cualquiera de los actos que pudieran producirla. Ella dirigió una mirada bastante estúpida al enfurruñado adolescente y dijo, más o menos, que había estado en su dormitorio sin enterarse de nada.