Van la interrumpió con crudeza:
—Eso no es verdad. Tú estabas conmigo en la biblioteca. Y mirábanlos juntos el resplandor del incendio.
Tío Dan abrió sus brazos paternales a la inocente Lucette, que acababa de hacer su aparición, a pasitos cortos, apretando en su manita cerrada, como una oriflama, un infantil cazamariposas color rosa.
Van miró a Ada y movió la cabeza en señal de desaprobación. Ella le enseñó el pétalo puntiagudo de su lengua y su amante sintió la súbita indignación de notar que también él se ruborizaba. Eso daba de sí la franqueza. Metió la servilleta en su anilla y se retiró al mestechko(rinconcito) del gran vestíbulo.
Ada terminó su desayuno, y Van le cortó el paso en el rellano de la escalera. La chica tenía todavía la boca llena de mantequilla. No disponían más que de un minuto para hacer sus planes. Hablando historiográficamente, sólo se estaba entonces en el alba de la novela, que languidecía aún entre las manos de señoritas hijas de clérigos y de miembros de la Academia; es decir, que el minuto era precioso. No obstante, Ada, sosteniéndose sobre un solo pie, se rascaba la rodilla. Decidieron dar un paseo antes de la comida de mediodía, en busca de un lugar apartado. Ada debía acabar una traducción para Mlle. Larivière. Le enseñó su borrador. ¿François Coppée? Sí.
Their fall is gentle. The woodchopper
can tell, before they reach the mud,
the oak tree by its leaf of copper,
the maple by its leaf of blood.
— Leur chute est lente—declamó Van—, on peut les suivre du regard en reconnaissant... El retoque parafrástico de choppery de mudes evidentemente puro Lowden (traductor y poeta menor, 1815-1895). En cuanto a sacrificar la primera mitad de la estrofa para salvar la segunda es hacer como aquel señor ruso que arrojó a su cochero a los lobos y luego se cayó él del trineo.
—Creo que eres muy cruel y muy estúpido —dijo Ada—. Esto no pretende ser una obra de arte, ni una parodia brillante. Es sólo el rescate exigido a una desgraciada alumna, agotada de trabajo, por una institutriz demente... Espérame en el cenador de los espantalobos. Yo estaré allí dentro de sesenta y tres minutos exactamente.
Tenía las manos heladas, el cuello ardiente. El chico del cartero acababa de llamar a la puerta. Bout, un joven lacayo, hijo bastardo del mayordomo, atravesó el vestíbulo de losas resonantes.
El domingo por la mañana el correo llegaba tarde, sobrecargado por los suplementos voluminosos de los periódicos de Balticomore, de Kaluga y de Luga, que Robin Sherwood, el viejo cartero, distribuía a caballo, con su uniforme verde manzana, por la campiña somnolienta. Cuando Van bajaba los escalones de la terraza entonando el himno de su colegio (único aire musical que llegó a retener en toda su vida), vio a Robin sobre el viejo caballo bayo que llevaba atado de la brida al semental negro y nervioso de su ayudante de los domingos, un inglés joven y gallardo con quien el viejo, según lo que se rumoreaba por detrás de los setos, era más intensamente cariñoso de lo que requerían sus relaciones profesionales.
Van llegó al tercer parterre y a la glorieta del cenador, donde inspeccionó meticulosamente el escenario preparado para la representación, «como un provinciano llegado a la ópera con una hora de anticipación, después de haber trotado toda la jornada, tacatá-tacatá, entre los campos segados, en su calesa de cuatro ruedas, en las que se enredaban las amapolas y los acianos». Úrsula, de Floeberg.
Mariposas azules de una especie parecida a la gran piérida y, como ésta, de origen europeo, revoloteaban veloces en torno a los arbustos o se posaban sobre sus racimos de flores amarillas. Cuarenta años más tarde, en circunstancias menos complejas, nuestros dos amantes volvieron a encontrar con maravillado placer el mismo insecto y el mismo espantalobos en la cuneta de un camino extranjero, cerca de Susten-en-Valais. En el momento presente, Van se complacía en amueblar su memoria con imágenes que más tarde rememoraría. Tendido en el césped, contemplaba las audaces flores azules, encendido por el recuerdo de los pálidos miembros de Ada a la luz abigarrada de la glorieta verde, y luego se dijo fríamente que la realidad quedaría siempre algo corta respecto de lo imaginado. Le entró el deseo de bañarse en un riachuelo ancho y profundo que corría por detrás del bosquecillo. Salió de él con los cabellos mojados y la piel vibrante, y se encontró —favor precioso y raro— a su sueño, presagio de vivo marfil, reproducido con toda exactitud, salvo que ella se había soltado el cabello y había cambiado de ropa: llevaba el vestidito de algodón claro que a él tanto le gustaba y que tan locamente había deseado ensuciar en un pasado tan próximo.
Tenía decidido dedicarse ante todo a sus piernas, que le parecía no haber celebrado dignamente la noche anterior; cubrirlas de besos desde la A del Arco del pie hasta la V del Vellón. Y así lo cumplió en cuanto hubieron penetrado lo bastante en el bosque de alerces que limitaba el parque por la vertiente escarpada de la cresta rocosa, entre Ardis y Ladore.
Ni él ni ella pudieron establecer retrospectivamente —ni, por otra parte, insistieron demasiado para conseguirlo —dónde, cuándo y cómo Van verdaderamente la «desfloró» (expresión trivial, que nuestra Ada en el País de las Maravillas había descubierto por casualidad en la Enciclopedia de Phrodycon esta definición: «Romper la membrana vaginal de una virgen con instrumento viril o mecánico. Ejemplo: la frescura de su alma había sido desflorada (Jeremy Taylor)». ¿Había sido la víspera, sobre la manta escocesa? ¿O fue entonces, en el bosque de alerces? ¿O más tarde, en la galería de tiro, o en la buhardilla, o sobre el tejado? ¿En un balcón al sol, en el cuarto de baño, o quizá (posición más bien incómoda) sobre la Alfombra Voladora? No lo sabemos, y poco nos importa.
(Tú me besabas ahí, me mordisqueabas, me hurgabas y me removías tan fuertemente y tan a menudo que mi virginidad desapareció en el trajín. Pero recuerdo muy bien, querido, que desde mediados de verano la maquinita que nuestros antepasados llamaban «sexo» funcionaba ya tan agradablemente como más tarde, en 1888, etc. Nota marginal en tinta roja.)
XXI
A Ada no se le permitía el libre acceso a la biblioteca. Según 9 último catálogo impreso (1 de mayo de 1884), ésta contenía 14.841 volúmenes. Incluso aquel catálogo prefirió Mlle. Larivière sustraerlo a las manos de la niña pour ne pas lui donner des idées. Como es lógico, en las estanterías que le pertenecían, había colocado Ada, al lado de sus libros de clase, obras de taxonomía entomológica y botánica, y algunas novelas populares muy inocentes. Pero era algo sobreentendido que no debía hojear sin vigilancia los libros de la biblioteca; y aún peor: cualquier obra que se llevase para leer en la cama o en el cenador, era obligatoriamente controlada y anotada con el nombre, la fecha (impresa con sello de goma), y la palabra «prestada» en el fichero que llevaba, en escrupuloso desorden, Mlle. Larivière, y en un orden casi monstruoso (con inserciones de notas interrogativas, notas de disgusto y hasta imprecaciones, todo ello escrito en pedacitos de papel rosa, rojo o violeta) un primo de la señorita, monsieurPhilippe Verger, solterón enclenque, de un mutismo y una timidez enfermizos, que venía a husmear en la biblioteca de Ardis de quince en quince días, y pasaba allí unas horas de trabajo oscuro y silencioso; tan silencioso, en verdad, que un día que la gran escalera de la biblioteca se puso a describir en el espacio, con sobrenatural lentitud, un arco de trayectoria retrógrada, monsieurVerger, que ocupaba el vértice del sistema y estrechaba entre los brazos una pila de volúmenes, aterrizó sobre su espalda con escalera y libros haciendo tan poco ruido que la culpable Ada, que se creía sola (y hojeaba, uno tras otro, los tomos tan decepcionantes de Las Mil y Una Noches) tomó la caída de M. Verger por la sombra de una puerta abierta a hurtadillas por algún eunuco de carnes flojas.