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La intimidad que se había establecido entre Ada y su cher, trop cher René(como a veces llamaba, en broma, a Van) cambió radicalmente el problema de la lectura, pese a las prohibiciones, que seguían proclamadas en el vacío. Poco después de su llegada a Ardis, Van había advertido a su ex-institutriz (la cual tenía buenas razones para creerle), que si no obtenía la autorización para sacar de la biblioteca, a cualquier hora del día, para un tiempo indeterminado y sin necesidad de la anotación de «prestado», cualquier volumen, obras completas, folletos o incunables que le apeteciese leer, la bibliotecaria de su padre, Vertograd, solterona de formato y muy probablemente de fecha de publicación análogos a los de Verger, y complaciente hasta la más rendida devoción, recibiría el encargo de enviarle por correo a Ardis Hall maletas llenas de escritos de libertinos del siglo XVIII y sexólogos alemanes, entre un surtido completo de Shastras y Nefsawis en traducción literal y con suplementos apócrifos. A la perpleja Mlle. Larivière le hubiera gustado debatir el dilema con el Dominus de Ardis, pero no discutía nunca con éste de nada importante desde aquel día (enero de 1876) en que la sorprendió con ciertas proposiciones (sin gran convicción, todo hay que decirlo). En cuanto a la querida y frívola Marina, se limitó a declarar que a la edad de Van ella habría envenenado a su institutriz con insecticidas si le hubiese impedido leer, por ejemplo, Humo, de Turgueniev. De resultas de lo cual, todo cuanto Ada quisiese leer, o pudiese querer leer, era depositado por Van para ella en diversos escondites seguros. Y la única consecuencia visible de las angustias y la perplejidad del pobre M. Verger fue la creciente abundancia de un curioso polvo blanco que no dejaba de sembrar, acá y allá, sobre la alfombra oscura, vestigios topográficos de un trabajo asiduo, pero una triste debilidad para un hombrecillo tan aseado.

Algunos años antes, en el curso de una encantadora fiesta de navidad organizada por los bibliotecarios del sector privado, bajo los auspicios del Braille Club de Raduga, la enfática Miss Vertograd había observado que Verger, el de la risa de gallina, con quien ella estaba compartiendo un cucurucho de confitería (partido en dos sin resultado audible, y sin que las extremidades del papel de purpurina dejasen paso al menor caramelo, baratija, u otro cualquier favor de la Fortuna) compartía igualmente con ella una espectacular enfermedad de la piel, descrita poco antes por un célebre novelista americano (en su Chiron), y analizada en un estilo desternillante por un escritor que la padecía, y publicaba sus ensayos en un semanario londinense. Con un tacto ejemplar, Miss Vertograd encargó a Van que transmitiese al francés (no muy conmovido, al parecer, por tanta solicitud) fichas de biblioteca portadoras de alguna lacónica sugerencia, como «Mercurio», o « Höhensonnehace milagros.» Mademoiselle, que estaba en el secreto, consultó el artículo Psoriasisen una enciclopedia médica de un volumen que su difunta madre le había legado y que no solamente le había servido, así como a sus alumnas, en ocasión de diversas pequeñas indisposiciones, sino que también le había proporcionado ideas de enfermedades apropiadas para los personajes de los cuentos y novelas cortas que publicaba en la Québec Quarterly. En el caso presente, el (optimista) tratamiento prescrito consistía en «tomar un baño caliente, al menos dos veces al mes, y abstenerse de comidas con especias». Mlle. Larivière dactilografió la receta y se la pasó a su primo en un sobre con la inscripción «Suerte». Finalmente, Ada dio a leer a Van una carta del doctor Krolik, que trataba del mismo tema en estos términos (una vez traducidos): «Jaspeados en escarlata, con escamas de plata e incristaciones amarillas, los inofensivos psoriáticos (que no pueden contaminar a nadie, y son, aparte de su enfermedad, las gentes más sanas del mundo —porque sus bobosles preservan de bubas y bubones, como solía observar mi maestro —) eran confundidos en la Edad Media con los leprosos (sí, sí, con los leprosos). En aquellos tiempos, millares, si no millones de Verger y Vertograd, han perecido, entre crepitaciones y aullidos, encadenados por entusiastas verdugos a las hogueras levantadas en las plazas públicas de España y otras naciones amantes del fuego.» Renunciando a su primera intención, Ada y Van convinieron en no incluir aquel escrito en el apartado Psdel fichero del humilde mártir. Los lepidopterólogos son demasiado elocuentes cuando hablan de escamas.

El infeliz bibliotecario presentó su «desolada dimisión» el primero de agosto de 1884. Desde entonces, novelas, poesías, obras científicas y filosóficas, vagabundearon sin que nadie se apercibiese. Atravesaban los cuadros de césped, se deslizaban entre los setos —un poco como los objetos transportados por el Hombre Invisible en el delicioso cuento de Wells —y acababan por posarse en el halda de Ada, en cualquier lugar en que ella y Van se hubiesen citado. Ambos buscaban en los libros algo que les apasionase, como hacen hoy los mejores lectores, pero en más de una obra famosa no encontraron sino tedio, pretensiones e informaciones falsas.

Cierta frase de un relato de Chateaubriand (la romántica historia de dos vástagos del mismo tronco) no había parecido muy clara a Ada la primera vez que la leyó, a la edad de nueve o diez años: « los dos niños podían, pues, abandonarse al placer sin ningún temor» En una colección de artículos ( Las musas se divierten) que Ada podía ahora consultar no sin malicia, un crítico de pluma indecente explicaba que el «pues» se refería a la vez a la falta de fertilidad de la tierna edad y a la esterilidad de una no menos tierna consanguinidad. Pero Van sostenía que tanto el escritor como el crítico estaban en un error, y, en apoyo de su propia opinión, dio a leer a su hermanita un capítulo de la gruesa obra Sex et Lex (Sexo y Ley)en el que se trataban las consecuencias que entraña, para la comunidad, un desastroso capricho de la naturaleza.

En aquel tiempo y en este país, la palabra «incestuoso» no significaba solamente «impúdico» (cuestión más lingüística que legalista), sino que implicaba también (en expresiones como «cohabitación incestuosa», etc.) una indebida interferencia en la continuidad de la evolución humana. La historia había remplazado, desde mucho tiempo antes, la invocación a la «ley divina» por el recurso al sentido común y a la ciencia popular. Desde ese punto de vista, el incesto sólo podía pasar por un crimen en la medida en que la endogamia fuera considerada criminal. Sin embargo, como el juez Bald lo había hecho observar ya en 1835, durante la Insurrección de los Albinos, casi todos los agricultores interesados en la cría de animales o plantas, lo mismo en la América del Norte que en la Tartaria, recurrían a la endogamia como un método de multiplicación adecuado para conservar, estimular y estabilizar los caracteres favorables, e incluso para provocar la aparición de caracteres inéditos en el seno de una raza o una estirpe, a condición de que se practicase sin excesiva rigidez; pues una práctica demasiado rígida conducía a diversas formas de degeneración, a descendencia enfermiza, abortos, mutantes mudos, y, en definitiva, a la esterilidad. Ahíestaba el crimen. Y como a nadie se podía hacer razonablemente responsable de la debida vigilancia de las orgías endógamas (en alguna apartada comarca de la Tartaria cincuenta generaciones de carneros, cada una más lanuda que la precedente, acababan de llegar a su agotamiento y ultimación en la persona única de un cordero de cinco patas desprovisto de pelo y de virilidad... y la degollación de cierto número de granjeros no había servido para resucitar la opulenta raza), lo más prudente era, quizás, prohibir de manera absoluta la «cohabitación incestuosa». El juez Bald y sus partidarios no compartían esa opinión. En la «supresión deliberada de un bien posible con el fin de evitar un mal probable» veían un atentado a uno de los derechos fundamentales de la humanidad: el de disfrutar de la libertad de su evolución, una libertad que ninguna otra criatura ha conocido nunca. Por desgracia, en el momento culminante de la controversia, tras el eco de la desventura de los rebaños y los pastores del Volga, un hecho nuevo y apoyado por informaciones más precisas llegó a conocimiento de la opinión norteamericana. Cierto ciudadano de USA, un tal Ivan Ivanov, de Yukonsk, presentado al público como «trabajador en estado de borrachera permanente» («buena definición del artista auténtico», dijo alegremente Ada) se las arregló para fecundar durante su sueño —punto que fue bien especificado por él mismo y por su populosa familia —a su bisnieta, María Ivanov, de cinco años de edad. Cinco años más tarde, en un nuevo acceso de somnolencia, engordó a Daría, hija de María. Todos los periódicos publicaron fotografías de María, abuela de diez s años, con la pequeña Daría y el pequeñín Varía que gateaba a sus pies. Aquella comedia genealógica, representada ante los ojos de un Yukonsk indignado por los numerosos miembros vivos, y no siempre virtuosos, del clan Ivanov, proporcionó abundante materia para toda clase de divertidas adivinanzas. El sexagenario sonámbulo no tuvo tiempo de llevar más adelante su obra de procreación: fue encerrado por quince años en un monasterio, según lo exigía una antigua ley rusa. Al recuperar la libertad, decidido a una honorable reparación, se casó con Daría, convertida en una muchacha rolliza y que tenía sus problemas, como todo el mundo. Los periodistas hicieron mucho ruido a propósito de aquel matrimonio y de los innumerables regalos dirigidos a la pareja por amigos desconocidos (ancianas damas de Nueva Inglaterra, un poeta progresista con residencia en el Colegio de Tennesee Waltz, la totalidad de los efectivos de un colegio mejicano de segunda enseñanza, etc.). El mismo día, Gamaliel (entonces, joven y robusto senador) dio un puñetazo sobre una mesa de conferencias, con tanta energía que se hizo una herida, y reclamó una revisión del juicio y una condena a la pena capital. Simple acceso de mal humor, desde luego; pero eso no impidió que el asunto Ivanov proyectase una sombra duradera sobre el pequeño problema de la «endogamia favorable». A mediados del siglo pasado, no solamente ¡primo y prima, sino tío y sobrina-nieta habían perdido el derecho de entre-casarse, y, en ciertas regiones fértiles de Estocia, las ventanas de las isbas de las grandes familias campesinas —donde hasta doce personas de tallas y sexos diferentes dormían sobre el mismo jergón— debían permanecer con las persianas y cortinas abiertas para facilitar el trabajo de las patrullas de inspección dotadas de linternas de petróleo (los «mirones de Erín», como les llamaba la Prensa sensacionalista, enemiga de los policías de origen irlandés).