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La biblioteca había proporcionado un teatro a los héroes de la vidable escena de la Granja Incendiada: les había abierto de par en sus armarios vidrieros, permitiéndoles un largo idilio de bibliolatría. Aquello habría podido convertirse en el capítulo de una de las viejas novelas que adornaban sus estantes. Un asomo de parodia comunicaba a su tema austero el relieve cómico de la vida.

XXII

My sister, do you still recall

the blue Ladore and Ardis Hall?

Don't you remember any more

that castle bathed by the Ladore?

Ma soeur, te-souvient-il encore

du Château que baignait la Dore?

My sister, do you still recall

The Ladore-washed oíd castle Wall?

Sestra moia ti potnnish'goru

dub visokiy, Ladoru?

My sister, you remember still

The spreading oak tree and my hill?

Oh! qui me rendra mon Aline

et le grand chêne et ma colline?

Oh, who will give me back my Jill

and the big oak tree and my hill?

Oh! qui me rendra mon Adèle,

et ma montagne et l'hirondelle?

Oh! qui me rendra ma Lucile,

la Dore et l'hirondelle agile?

Oh, who will render in our tongue

the tender things he loved and sung?

Fueron a Ladore a nadar, a pasear en barca. Siguieron los meandros del río adorado, le buscaron nuevas rimas, treparon por la colina en la que se elevaban las ruinas ennegrecidas de Château-Bryant, cuya torre sobrevolaban siempre los vencejos. Llegaron hasta Kaluga, fueron a beber a las Aguas y a visitar al dentista. Van, ocupado en hojear una revista, oyó cómo Ada gritaba en la pieza vecina y exclamaba « chort!» (¡diablo!), lo que nunca le había oído antes. Tomaron el té en casa de una amiga, la condesa de Prey —que trató de venderles, sin éxito, un caballo cojo—. Fueron a la feria de Ardisville, donde admiraron especialmente a los volatineros chinos, un payaso alemán, y una robusta princesa circasiana, tragadora de sables, que comenzó por un cuchillo de postre, continuó por un puñal ornado de pedrería, y terminó engulléndose una enorme salchicha, con cuerda y todo.

Hicieron el amor... principalmente en vallecillos y hondonadas.

A los ojos de un fisiólogo corriente, la energía de aquellos jovencitos habría podido parecer anormal. El deseo desenfrenado que sentían el uno por el otro les resultaba insoportable si, en el espacio de algunas horas, no lo satisfacían varias veces, al sol o a la sombra, en el tejado o en el sótano, dondequiera que fuese. A pesar de sus recursos poco comunes, Van no podía apenas sostener el paso que le marcaba su pálida y pequeña «amorette» (por valemos de la jerga francesa del lugar). Explotaban el placer con una prodigalidad que rayaba en locura y que indudablemente habría acortado sus jóvenes existencias si el verano, que en principio se les había aparecido como la promesa de un río sin límites, inagotable de libertad y esplendores verdes, no les hubiese proporcionado ciertas alusiones veladas a posibles desfallecimientos: la fatiga producida por las variaciones sobre el mismo tema (último recurso de la naturaleza); elocuentes hallazgos aliterativos (cuando flores y mariposas nocturnas se imitan entre sí); la aparición de una primera pausa a fines de agosto y un primer silencio a principios de septiembre. Aquel año, los huertos de frutales y las viñas se mostraban particularmente pintorescos, y Ben Wright, el cochero, fue despedido por haber soltado ventosidades cuando llevaba a Marina y a Mlle. Larivière, de vuelta de la Fiesta de la Vendimia de Brantôme-lès-Ladore.

Lo cual nos recuerda otra cosa.

El catálogo de la biblioteca de Ardis registraba, bajo la rúbrica «LIBID. EXÓT/.», un suntuoso volumen (conocido por Van gracias a los buenos oficios de Miss Vertograd), que se titulaba: Obras maestras perdidas: cien cuadros procedentes de las colecciones reservadas de la Nat. Gal. (Sct.Sp.), impresos para S.M. el Rey Victor.Se trataba de espléndidas fotografías en color que reproducían esas escenas tiernas y voluptuosas que los maestros italianos se permitieron pintar entre las demasiado numerosas «Resurrecciones» durante un demasiado prolongado y demasiado robusto Renacimiento. El ejemplar de Ardis había sido perdido o robado, o se encontraba escondido en la buhardilla, entre los efectos personales del tío Ivan, algunos de los cuales eran bastante curiosos. Van no se acordaba nunca del nombre del autor de cierto cuadro, pero le parecía que éste podía ser razonablemente atribuido al joven talento de Michelangelo da Caravaggio. Era una tela sin marco que representaba dos figuras desnudas —muchacho y muchacha —sorprendidas en flagrante delito de mala conducta en una gruta tapizada de hiedra o de pámpanos, o cerca de una pequeña cascada coronada por un arco de verdura y de un follaje color bronce y esmeralda, con grávidos racimos de uvas diáfanas; y las sombras y los reflejos límpidos de los frutos y las hojas se fundían mágicamente con las carnes jaspeadas de delicadas venas. Sea como fuere (esta transición puede ser un simple artificio de estilo), Van se sintió transportado a la obra de arte prohibida el día en que, después de comer, y cuando todos los demás habían partido hacia Bramóme, Ada y él tomaban un baño de sol cerca de la cascada, en el bosquecillo de alerces de Ardis Park. Ada se había inclinado sobre él y sobre los detalles circunstanciados de su deseo. La larga cabellera lisa de la pequeña ninfa, que en la sombra parecía de un azul-negro uniforme, revelaba ahora, bajo el fuego de la gema solar, estratos alternos de castaño rojizo y ámbar intenso, cayendo en crenchas que le cubrían las mejillas o se abrían graciosamente en su extremidad sobre el marfil de su hombro ligeramente alzado. En los primeros días de aquel verano fatídico, la sustancia, el lustre, el olor de aquella cabellera morena habían abrasado los sentidos de Van, y siguieron ejerciendo sobre él el mismo intenso efecto hasta mucho después de que su erotismo juvenil hubiese descubierto en Ada otras fuentes de incurable dicha, A los noventa años Van recordaba su primera caída del caballo con una emoción apenas menor que la de aquel primer día en que Ada se inclinó sobre él y le dio a poseer su cabellera. Los cabellos de la chica le harían cosquillas en los muslos, le serpenteaban entre las piernas, se desplegaban sobre su vientre palpitante. A través de ellos, el estudiante de arte podía entrever la cúspide de la técnica del trompe-l'oeil, monumental, multicolor, proyectándose sobre un fondo oscuro, perfilándose en altorrelieve por una iluminación lateral de luz caravagiana. Ada le acariciaba, le enlazaba, como los zarcillos de una enredadera se abrazan a una columna, estrechándose cada vez más, apretando cada vez más, hasta que su mordisco amoroso acababa por disolver su fuerza en suavidad purpurina. En el borde de una hoja de vid había una muesca, en forma de cuarto creciente, de la mordedura de una oruga de esfinge. Había también un microlepidopterólogo inglés muy conocido que, habiendo agotado los nombres griegos y latinos, forjaba nombres de géneros nuevos mediante juegos de palabras: «Adabesa», «Adabraza», «Besamada», «Besahí». Ella supo hacerlo. ¿De quién era ahora el pincel? ¿De un Tiziano titilante? ¿De un Palma el Viejo embriagado? No, Ada no tenía nada de veneciana rubia. ¿Dosso Dossi, quizás? ¿Fauno Agotado por una Ninfa? ¿Sátiro desvaneciéndose? Ese molar que acaban de empastarte, ¿no te hiere en la lengua, Ada? ¡A mí me ha despellejado! No te preocupes, es una broma, mi circasiana circense.