Un momento más tarde tomaron el relevo los pintores flamencos: muchacha poniéndose bajo la cascada para lavarse los cabellos. El gesto inmemorial de la torsión de los mechones para escurrirlos, acompañado de contorsiones de la boca igualmente inmemoriales.
My sister, do you recollect
that turret, «of the Moor» yclept?
Ma soeur, te souvient-il encore
du château que baignait la Dore?
XXIII
Todo iba perfectamente hasta que Mlle. Larivière decidió guardar cama durante cinco días. Se había desriñonado en el tiovivo de la Fiesta de la Vendimia, marco escogido para una novela que acababa de iniciar (y cuyo tema era la estrangulación de una muchachita llamada Roquette por el alcalde de su pueblo), y sabía por experiencia que no hay nada mejor que el calor del lecho para mantener el prurito de la inspiración. Durante aquel período, Frenen, la segunda doncella del piso alto, cuyo carácter y cuyo palmito estaban muy por debajo de la gracia límpida y el humor amable de Blanche, fue encargada, en principio, del cuidado de Lucette, y ésta hacía cuanto podía por trocar la vigilancia indolente de la criada por la compañía de su primo y su hermana.
Ominosas palabras, como «de acuerdo, si el señorito te deja que vayas...»; o «bueno, estoy segura de que a la señorita Ada no le importará que le acompañes a buscar setas», resonaron pronto en los oídos de nuestros héroes como el toque de difuntos de su libertad amorosa.
Mientras la yaciente autora, agradablemente instalada en su lecho, describía las orillas de un arroyuelo donde la pequeña Roquette gustaba de retozar, Ada leía, sentada al borde de un arroyo muy parecido y, de tanto en tanto, echaba una mirada soñadora a un incitante bosquecillo de coníferas (que más de una vez había dado asilo a nuestros amantes) y a Van, que, con el torso bronceado, los pies descalzos, y el pantalón vaquero subido hasta las rodillas, buscaba su reloj, que creía haber dejado caer entre los nomeolvides (pero que Ada, él lo había olvidado, llevaba en su muñeca). Lucette había abandonado su comba. En cuclillas al borde del riachuelo, hacía flotar una muñeca de goma del tamaño de un feto y, a intervalos, le apretaba el vientre para hacer salir un fascinante chorro de agua de un agujerito que Ada, hermana cariñosa, había tenido el mal gusto de perforar en el juguete rojo-anaranjado. Con la indócil brusquedad de los objetos inanimados, la muñeca se las arregló para que se la llevara la corriente. Van dejó caer los pantalones bajo un sauce y atrapó a la fugitiva. Ada, tras considerar debidamente la situación, cerró su libro y dijo a Lucette (la cual solía dejarse seducir fácilmente) que estaba notando que se convertía en dragón con una rapodez inquietante, que las escamas ya le estaban verdeando, que ahora era ya un dragón y que Lucette debía ser atada a un árbol con su comba para que Van pudiese acudir a salvarla en el momento justo. Por alguna razón desconocida, a Lucette no le gustó el programa; pero la fuerza bruta se impuso. Ada y Van abandonaron a la furibunda cautiva firmemente atada al tronco de un sauce y partieron haciendo cabriolas, fingiendo la huida y la persecución, para desaparecer durante unos preciosos instantes en la oscura arboleda de coniferas. Lucette, debatiéndose, había conseguido liberar de la cuerda una de sus rosadas muñecas y se había casi soltado de sus ligaduras cuando dragón y caballero regresaron caracoleando.
La niña se quejó a su institutriz, la cual interpretó equivocadamente todo el asunto (lo que también podría decirse de su nueva creación literaria), hizo llamar a Van y, desde detrás de las cortinas de su lecho, entre vahos de embrocación y sudor, le rogó que no abandonase nunca más a su primita, haciendo de ella la heroína desgraciada de un cuento de hadas.
A la mañana siguiente, Ada dijo a su madre que Lucette necesitaba urgentemente un baño y que ella misma la bañaría, tanto si a la institutriz le parecía bien como si no. Horocho, dijo Marina (sin dejar de prepararse para recibir la visita de un vecino y de un joven actor, protegido suyo, en su mejor estilo de gran dama del teatro), «pero no olvides que la temperatura debe mantenerse muy exactamente a veintiocho grados (como ha sido regla desde el siglo XVIII), y no la dejes en el agua más de diez o doce minutos».
—Genial idea —dijo Van, ayudando a Ada a calentar el agua, a llenar la vieja bañera abollada y a templar un par de toallas.
Aun cuando sólo tenía nueve años y estaba relativamente poco desarrollada para su edad, Lucette no había escapado a la engañosa pubescencia de las muchachitas pelirrojas. En el hueco de sus sobacos era visible un ligero puntilleo de sedas brillantes y su montículo pubiano estaba espolvoreado de bronce.
La prisión líquida estaba dispuesta y se reguló el plazo de un cuarto de hora en un despertador.
—Déjala que se remoje primero, ya la enjabonarás después —dijo Van, con febril impaciencia.
—Sí, sí, sí —exclamó Ada.
—Soy Van —decía Lucette, de pie en la bañera, apretando entre las piernas la pastilla de jabón violáceo y sacando el vientrecillo brillante.
—Si haces eso te convertirás en niño —dijo Ada, en tono severo —y no sería muy divertido.
Con muchas precauciones, la niña empezó a meter el trasero en el agua.
—¡Está demasiado caliente! —gritó—. ¡Muy demasiado horriblemente caliente!
—Ya se enfriará —dijo Ada—. Déjate caer de modo que haga ¡paf!, y quédate tranquila. Mira, aquí tienes tu muñeca.
—De prisa, Ada, por el amor de Dios, déjala que se remoje —repetía el desventurado Van.
—Y acuérdate bien —dijo Ada—. Si se te ocurre salir de este buen baño bien caliente antes de que suene el despertador, eres niña muerta. Lo ha dicho Krolik. Volveré para enjabonarte, pero no me llames. Nosotros vamos a recoger la ropa blanca y a contar los pañuelos de Van.
Echaron el pestillo interior a la puerta del cuarto de baño (una pieza en forma de ele) y se retiraron al rincón de su parte lateral, entre una cómoda y una vieja enceradora en desuso, refugio inaccesible al ojo verde-mar del espejo del lavabo. Pero apenas habían terminado sus violentos e incómodos ejercicios en el fondo de aquel exiguo reducto (un frasquito de medicina vacío marcaba estúpidamente el compás en la cómoda) cuando Lucette comenzó a llamarles a grandes gritos desde la bañera y la camarera a golpear la puerta: Mlle. Larivière necesitaba también agua caliente...
Imaginaron toda clase de nuevas estratagemas.
Un día Lucette había estado particularmente insoportable. Con la nariz mocosa y la mano inexorablemente agarrada a la de su primo, no dejaba, desde buena mañana, de acosar al desventurado con una obstinación que llegaba a ser obsesionante. Van apeló a todos sus recursos de diplomacia, de encanto, de elocuencia, y dijo en voz baja a Lucette, con aires de conspirador: