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—Mira, encanto: este libro marrón es uno de mis tesoros más preciados. Mi chaqueta del colegio tiene un bolsillo especial dedicado exclusivamente a llevarlo. Por él me he peleado cien veces con niños malos que querían robármelo. Lo que hay aquí (Van volvía sus páginas con veneración) no es nada menos que una colección de poemas, los más bellos y más famosos de la lengua inglesa. Éste tan pequeño, por ejemplo, lo escribió llorando, hace cuarenta años, el laureado poeta Robert Brown, aquel anciano caballero que me enseñó una vez mi padre en Niza, de pie bajo un ciprés en lo alto del acantilado, contemplando a sus pies la espuma del oleaje en el mar azul turquesa... un espectáculo inolvidable para todos los asistentes. Se titula «Peter y la princesa Margarita». Pues bien, te lo doy (aquí Van se volvió hacia Ada para consultarla solemnemente con la mirada)...cuarenta minutos... («Déjaselo una hora entera, no es capaz de aprenderse ni el estribillo Mironton-mirontaine...») Bien, te lo doy una hora entera, para que te aprendas de memoria esos ocho versos. Tú y yo (cuchicheo confidencial) vamos a demostrar a tu impertinente hermana que la tonta de Lucette es capaz de hacer cualquier cosa. Si (rozando con los labios su pelito corto) llegas a recitar esa poesía y a dejar boquiabierta a Ada por no tener ni una falta —¡ten mucho cuidado con los «aquí», «allí», y otros pequeños detalles! — siconsigues esa proeza, el precioso volumen es tuyo. («Déjala que pruebe con esa en que se trata de encontrar una pluma de pavo real y de ver al poeta Peacock en persona» —dijo Ada, con sequedad— «es un poco más difícil.»)

—No, no. Lucette y yo hemos escogido esta pequeña balada. Está decidido. Y ahora (abriendo una puerta) entra aquí, y no salgas hasta que yo te llame. En caso contrario, perderás la recompensa y lo lamentarás toda tu vida.

—¡Van, eres muy bueno! —dijo Lucette, entrando lentamente en la habitación, con los ojos fijos en las fascinantes maravillas de la primera página: el nombre de Van, su audaz rúbrica, algunos dibujos en tinta, obras de arte salidas de supluma: una margarita negra (conseguida mediante La Metamorfosisde un borrón casual), una columna dórica (transformación de un dibujo anterior, más obsceno), la delicada filigrana de un árbol desprovisto de hojas (tal como se veía desde la ventana de su clase) y varios perfiles de muchachos (Chesh el gato, Zog el perro y el propio Van, un Van muy parecido a Ada).

Van corrió a reunirse con ésta en la buhardilla. En aquel momento se sentía muy orgulloso de su estratagema. Diecisiete años más tarde la recordaría, con un estremecimiento fatídico, al leer la última nota recibida de Lucette. Ésta se la había enviado desde París, a su dirección de la Kingston University, el 2 de junio de 1901, «para el caso de que...»

«He guardado años y años la antología que un día me regalaste. Debe seguir en Ardis, en mi habitación de niña. La poesía que quisiste que me aprendiera se ha conservado perfectamente, en algún oscuro rincón de mi memoria caótica, entre mozos que tratan a puntapiés mis maletas, y cajas revueltas, y voces que dicen a gritos que ya es la hora de ponerse en marcha. Puedes buscar el texto en Brown y felicitarme otra vez por la precocidad de mi inteligencia (¡sólo tenía ocho años!) como hicisteis tú y la dichosa Ada aquel día lejano que tintinea en el estante, como una botellita vacía. Y, ahora, lee:

Allí, dijo el guía, estaba el campo

allí, dijo, empezaba el bosque.

Aquí se arrodilló Peter,

allá estaba Margarita.

El visitante lo negó:

eres , guía, el fantasma.

Robles y trigos habrán muerto,

pero ella sigue a mi lado.»

XXIV

Luego que Lettrocalamitas (¡vieja broma de Vanvitelli!) hubo sido anatematizado en todo el mundo (su mismo nombre se había convertido en una «palabrota» en las familias de la Muy Alta categoría social a la que tenían la suerte de pertenecer los Veen y los Durmanov), y que los ingeniosos dispositivos que le habían sido sustituidos quedaron exclusivamente reservados a esos aparatos de eminente utilidad llamados teléfonos, a los motores (¿qué más?) y, en fin, a todos esos pequeños inventos ante los cuales la gente común se queda con la lengua fuera, una lengua sedienta, más anhelante que la de un perro de caza, algunas amables fantasías, como las cintas magnetofónicas, juguetes favoritos de los antepasados de Van y Ada (el príncipe Zemski tenía uno por cada cama de su harén de colegialas) dejaron de fabricarse, excepto en Tartaria, donde habían dado origen a los minirechi(o «minaretes parlantes»), de fabricación secreta. Si el derecho y las buenas costumbres hubieran autorizado a nuestros eruditos enamorados a poner en marcha el misterioso aparato que descubrieron un día en su buhardilla mágica, no dudamos que habrían registrado (para volver a oírlas ocho decenios más tarde) las arias de Giorgio Vanvitelli o las conversaciones de Van Veen con su enamorada. He aquí, por ejemplo, lo que habrían podido oír hoy... divertidos, confundidos, tristes, maravillados...

(El narrador: aquel día de verano, Ada y Van, que habían entrado hacía poco en la fase «besos» de una aventura infinitamente prematura y, en muchos aspectos, fatal, se dirigían hacia el Pabellón de Armas, aliasGalería de Tiro. Habían descubierto allí, en el piso superior, una pequeña pieza de estilo oriental, con vitrinas empañadas que en otro tiempo habían contenido pistolas y puñales, a juzgar por los contornos sombreados impresos en el viejo terciopelo; un refugio melancólico y encantador, con un cierto olor a moho, un banquillo con almohadones en el hueco de una ventana y una lechuza disecada en un estante, al lado de una botella de cerveza vacía abandonada por un viejo jardinero muerto sin duda años antes; en la etiqueta, de una marca anticuada, se leía aún la fecha de 1842.)

—Procura que no hagan ruido las llaves —dijo Ada—. Lucette la que algún día estrangularé, nos está espiando.

Atravesaron un bosquecillo y pasaron ante una gruta.

—Oficialmente —dijo Ada— somos primos hermanos, y los primos pueden casarse con una licencia especial, siprometen esterilizar a sus cinco primeros hijos. Pero, al mismo tiempo, el suegro de mi madre era hermano de tu abuelo. ¿Estoy en lo cierto?

—Al menos, eso es lo que me han dicho —replicó Van, con seré-nidad.

—No es un parentesco lo bastante lejano —murmuró Ada—. ¿O quizás sí?

—Lo bastante para que seamos amantes.

—Es curioso... Acabo de ver esa frase escrita en pequeñas letras violetas, medio segundo antes de que tú la expreses en naranja. Como la nubécula de humo que precede al estampido del cañón lejano.

—Físicamente —continuó Ada— parecemos gemelos más que primos; y, evidentemente, los gemelos, como en general los hijos de los mismos padres, no tienen derecho a casarse; y, si lo hacen, son encarcelados; y, si reinciden, se les castra.

—A menos —dijo Van— que hayan sido declarados primos por un decreto especial.

(Van estaba ya ocupado en descorrer el cerrojo de la puerta, aquella puerta verde que tantas veces debían golpear con puños sin huesos en sus posteriores sueños separados.)

En otra ocasión, durante un paseo en bicicleta (salpimentado por algunas paradas) sobre caminos forestales y rutas agrestes, poco después de la Noche de la Granja Incendiada, pero antes de que hubiesen descubierto el herbario de la buhardilla y encontrado la confirmación de algo que uno y otro habían presentido oscuramente y de un modo divertido, más corporal que moral, Van mencionó que él había nacido en Suiza y había ido dos veces a Europa durante su infancia. Ada no había ido más que una vez. Solía pasar el verano en la casa de Ardis, y el invierno en Kaluga, en la vivienda urbana de sus padres: dos pisos altos del antiguo chertog(palacio) Zemski.