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En 1880, Van, que entonces tenía diez años, había viajado en trenes de metal plateado equipados con baños-ducha en compañía de su padre, de la muy bella secretaria de su padre, de la hermana de la secretaria que, a los dieciocho años, llevaba guantes blancos (y servía algo así como de institutriz inglesa y de ordeñadora del niño) y de su propio, angélico y casto preceptor ruso Andrei Andreievich Aksakov («AAA»). Habían pasado unos días en alegres lugares turísticos de Luisiana y Nevada. Van recordaba que AAA había explicado a un negrito con el cual él se había peleado que Puchkin y Dumas tenían sangre africana en las venas, a lo cual el chiquillo contestó sacando la lengua a AAA, procedimiento nuevo e interesante que Van ensayó a la primera ocasión y que le valió un bofetón de la menor de las Miss Fortuna («¡métela en la boca!»). Van recordaba también a un alemán que le decía a otro, en el vestíbulo de un gran hotel, que el padre de Van, que acababa de pasar silbando uno de los tres aires de su repertorio, era un «paharro» (¿un pajarito? No, no; «un pájaro... de cuenta»).

Antes de su ingreso en el colegio, el joven Van pasaba los inviernos en casa de su padre, encantadora vivienda de estilo florentino que se alzaba entre dos terrenos desocupados, en el número 5 de Park Lane, en Manhattan (y que pronto se vería flanqueada por dos gigantescos guardas de corps dispuestos a hacerla saltar de allí), a menos que la familia viajase al extranjero. Radugalet, «el otro Ardis», era mucho más frío y triste en verano que «el verdadero Ardis», «el Ardis de Ada». Una vez, una sola (debió ser en 1878), Van había pasado allí el invierno yel verano.

Desde luego, desde luego, porque Ada recordaba que aquella fue la primera vez que le había visto, con su trajecito blanco de marinero y su gorra azul («un típico angelochek», comentó Van, en la jerga de Raduga). Él tenía ocho años y ella seis. Tío Dan había expresado inesperadamente el deseo de volver a ver la vieja propiedad. En el último momento Marina había anunciado que ella también iría, a pesar de las protestas de Dan, y había izado a la pequeña Ada (¡aúpa!) a la calesa con su aro. Tomaron, al parecer, el tren de Ladoga a Raduga, porque Ada se acordaba muy bien de cómo el jefe de estación avanzaba a lo largo del andén, con el pito colgando del cuello, cerrando una tras otra las seis portezuelas de cada vagón —consistente en seis carrozas de una sola ventanilla, soldadas en un mismo cuerpo. «Una torre en la bruma», sugirió Van (Ada llamaba así a todos sus buenos recuerdos). Poco después, el jefe de tren, subido al estribo de la carraca en marcha, avanzaba de vagón en vagón y volvía a abrir las puertas, para picar los billetes, repartirlos, cobrar, mojarse el pulgar y devolver el cambio —un trabajo sucio, sí, pero también «una torre malva». ¿Habían tomado un automóvil lando para trasladarse a Radugalet? Diez millas, calculaba Ada; diez verstas, afirmaba Van. Ella reconocía su error. Él había salido, suponía, na progulke(a pasear) por el tenebroso bosque de abetos, en compañía de Aksakov, su preceptor, y por el chico de un vecino, el nieto de Bagrov, a quien él embromaba y fastidiaba desconsideradamente, un simpático muchachito muy tranquilo que a su vez martirizaba y asesinaba a los topos y a todo cuanto tenía piel, comportamiento verosímilmente patológico. Pero, cuando llegaron, nuestros viajeros descubrieron que Demon no esperaba a las damas. Estaba en la terraza, bebiendo vino de oro (whisky dulce), en compañía de una huérfana que pretendía haber adoptado, una encantadora rosa silvestre de Irlanda en la que Marina reconoció a primera vista a la impúdica fregona que había trabajado algún tiempo en Ardis antes de hacerse raptar por un caballero desconocido... que ahora pasaba de golpe a ser perfectamente conocido. Por aquellos días, tío Dan, para copiar a su primo, llevaba un monóculo, que se ajustó para contemplar a Rosa, la cual, tal vez, también le había sido prometida (aquí Van interrumpió a su interlocutora para recomendarle que cuidase su vocabulario). La escena acabó en catástrofe. Con lánguidos gestos, la huérfana se quitó los pendientes de perlas para dárselos a admirar a Marina. El abuelo Bagrov, que acababa de echar un suefiecito en el gabinete, entró arrastrando los pies y tomó a Marina por una grande cocotte, o, al menos, eso fue lo que conjeturó la ofendida dama en la primera ocasión que tuvo de hacerse oír al desgraciado Dan. Marina renunció a pasar la noche en aquella pocilga, y salió con paso majestuoso, llamando a Ada, la cual había recibido la consigna de «jugar en el jardín» y estaba ocupada en mascullar, y en numerar en color de carne viva los troncos blancos de una hilera de abedules jóvenes, valiéndose de un lápiz de labios hurtado a Rosa en los preámbulos de un juego del que no se acordaba (¡qué lástima!, comentó Van). Su madre, tomándola impetuosamente de la mano, se la llevó a Ardis en el mismo taxi, abandonando a Dan a sus propios medios (y a sus sucios fines, nueva interpolación de Van). Llegaron a la salida del sol. Pero, añadió Ada, justo antes de ser sacada del jardín y privada de su lápiz (arrojado por Marina k chertyam sobach'im, a los perros del infierno, lo que nos recuerda, por asociación de ideas, al perrito de Rosa empeñado en apretar la pantorrilla de Dan), el azar le ofreció la encantadora visión del pequeño Van, que volvía a casa en compañía de otro tierno muchacho, y de Aksakov, con su blusa blanca y su barba rubia; y... ¡ah, sí!, había olvidado su aro... o no, el aro seguía en el taxi. Van, por su parte, no conservaba ni el menor recuerdo de aquella visita, ni siquiera de aquel verano en particular, y, de todos modos, la vida de su padre era una rosaleda en cualquier estación, y él mismo había sido muchas veces acariciado por las lindas manos sin guantes de la joven Miss Fortuna, lo que, desde luego, no era cosa que interesara a Ada.

¿Qué diremos de 1881? Las niñas, que tenían respectivamente ocho-nueve y cinco años, habían visitado la Riviera, Suiza y los lagos italianos en compañía de un amigo de Marina, el as del teatro, Gran D. du Mont (la D significaba también Duke, el nombre de soltera de su madre, «de la nobleza campesina irlandesa, qué se ha creído usted»). Gran D. viajaba, por discreción, en el tren siguiente al de las damas — Méditerranée Express, Simplon-Express, Orient Express, o cualquiera que fuese el tren de lujo que transportaba a las tres Veen, una institutriz francesa, una nurserusa y dos doncellas, mientras un Dan medio divorciado viajaba a África Ecuatorial para fotografiar tigres (que le extrañó no encontrar) y otras notorias fieras adiestradas para atravesar en puntos convenidos la ruta de los automovilistas, así como a algunas negritas regordetas que aparecían en el acogedor alojamiento de algún agente de turismo, en mitad de las soledades de Mozambique. Cuando Ada y Lucette se entretenían en confrontar sus impresiones de viaje, la mayor, por supuesto, recordaba mucho mejor que la pequeña todo lo que fuesen itinerarios, curiosidades botánicas, modas, trapos, galerías cubiertas llenas de almacenes de todas clases, y aquel guapo señor bronceado por el sol y de negro bigote que la miraba fijamente, sentado solo a su mesa, en un rincón del restaurante del Manhattan Palace, en Ginebra. Pero Lucette, aunque mucho más joven, se acordaba de multitud de bagatelas, «torrecillas», «pequeñas cascadas», biryul'ki proshlago. Ella, Lucette, era, como la joven heroína de Ah, cette Line(una novela popular), «una macedonia de intuición, estupidez, ingenuidad y astucia». Por otra parte, Lucette había confesado —o, mejor, Ada le había hechoconfesar, según sospechaba Van— que cuando caballero y dragón reaparecieron ante la afligida señorita, ésta, lejos de tratar de librarse de sus ataduras, lo que hacía era atarse de nuevo; en el intervalo se había liberado para espiar, entre los alerces, el combate de los dos fugitivos —¡Dios mío! —dijo Van— eso explica el episodio del jaboncito—. Pero, ¿qué importaba eso y a quién podía preocuparle? Ada sólo deseaba una cosa: que la pobre pequeña fuese, a su edad, tan feliz como ella lo era en aquel momento; amor mío, amor mío, amor mío, amor mío. Van confiaba en que las dos bicicletas ocultas entre los arbustos no revelasen, entre la hojarasca, su metal brillante a algún frecuentador de la ruta forestal.