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Prosiguiendo su investigación, se esforzaron en establecer si los caminos que habían seguido aquel año en Europa había coincidido en alguna parte; o, al menos, si habían sido paralelos en cualquier momento. En la primavera de 1881, Van, que tenía once años, había pasado unos meses con su preceptor ruso y su ayuda de cámara inglés en el hotelito de su abuela, cerca de Niza, mientras Demon, en Cuba, se divertía mucho más que Dan en Mocuba. En junio, Van fue llevado a Florencia a Roma y a Capri, donde su padre hizo una breve aparición. Después volvieron a separarse. Demon regresó a América. Van y su preceptor fueron en primer lugar a Gardona, junto al lago de Garda, donde Aksakov mostró con veneración a su joven alumno las huellas de los pasos de Goethe y de D'Annunzio perpetuadas en mármol. Luego, llegado el otoño, pasaron unas semanas en un hotel construido en una pendiente montañosa sobre el lago Leman (por donde habían trepado en otro tiempo Karamzin y el conde Tolstoi). ¿Sospechó Marina que, durante todo el año de 1881, ella y Van habían vagabundeado por las mismas regiones? Probablemente no. En Cannes, Ada y Lucette habían cogido la escarlatina, mientras Marina visitaba España con su Grande. Después de haber confrontado metódicamente sus recuerdos, Ada y Van llegaron a la conclusión de que no era imposible que se hubiesen cruzado en alguna cornisa de la Costa, en sendas victorias de alquiler, verdes (los dos lo recordaban), con caballos de arneses verdes, o en dos trenes que iban quizás en la misma dirección: la niña, en la ventanilla de un coche-cama, mirando a un tren paralelo que se desviaba gradualmente para aproximarse al mar, que el niño veía brillar al sol, al otro lado de la vía. Coincidencia demasiado dulce para ser verdaderamente romántica. Igualmente, la idea de que hubiesen podido cruzarse al correr por los muelles de una ciudad suiza no les causaba ninguna emoción concreta. Pero al haber enfocado fortuitamente el proyector de la retrospección sobre el dédalo del pasado (cuyos estrechos senderos flanqueados de espejos no solamente se encaminaban en direcciones diferentes, sino que incluso discurrían a diferentes niveles, como la carreta tirada por la mula pasa bajo el arco de un viaducto sobre el cual corre un automóvil), Van se encontró, de un modo todavía vago y distraído, luchando con la ciencia que sería más tarde la preocupación obsesiva de su edad madura: los problemas del tiempo y el espacio, el espacio contra el tiempo, el espacio distorsionado por el tiempo, el tiempo como espacio y el espacio como tiempo, y el espacio, en fin, separándose del tiempo en el triunfo último y trágico de la reflexión humana: «muero, luego soy».

—¡Pero estosí es cierto! —exclamó Ada—. Es la realidad, el hecho en estado puro. Este bosque, este musgo, tu mano, esta mariquita que se ha posado en mi pierna, todo esto no puede sernos arrebatado. ¿O puede? (Lo sería. Lo fue.) Todo estose ha reunido aquí, a pesar de las sinuosidades, los recodos de los senderos recorridos: ¡no podía ser de otro modo!

—Por el momento —dijo Van—, tratemos de encontrar nuestras bicicletas. Estamos perdidos «en otra parte del bosque».

—¡Oh, no, no volvamos todavía! ¡Espera!

—Pero quiero asegurarme de nuestra situación en el espacio y en el tiempo. Es una exigencia filosófica.

El día se ensombrecía. Un luminoso vestigio del astro se demoraba, a occidente, sobre una playa del cielo oscurecido. Todos hemos tenido ocasión de contemplar esta pequeña escena: un hombre que acaba de saludar cordialmente a un amigo atraviesa la calle, con el rostro aún iluminado por la sonrisa... hasta que ésta es eclipsada por la mirada fija del extraño que, desconocedor de su causa, cree reconocer en el efecto el rictus radiante de la locura. Una vez extraído el jugo de esta metáfora, Ada y Van juzgaron que verdaderamente había llegado el momento de volver a casa. Cuando atravesaban Gamlet, la vista de un traktirruso les abrió el apetito hasta tal punto que descendieron de la bicicleta y empujaron la puerta de la oscura taberna. Un cochero bebía su té en el platito de la taza: lo levantaba con su ancha zarpa, y lo vaciaba a ruidosos sorbos, como si saliese directamente de una vieja novela de costumbres populares. En aquella madriguera llena de vaho no había más que una buena mujer tocada con un pañuelo, tratando de convencer a un tipo con camisa roja y las piernas bamboleantes, de que terminase su sopa de pescado. La mujer, que resultó ser la patrona del traktir, se levantó, «secándose las manos en su delantal», para servir a Ada (a quien reconoció en seguida) y a Van (a quien tomó, no sin razón, por el «joven amiguito» de la castellana) algunas de esas hamburguesas de estilo ruso llamadas bitochki. Cada uno devoró media docena antes de volver a recoger sus bicis, bajo los jazmines. Pronto tuvieron que encender las linternas de carburo. Hicieron un último alto antes de recogerse bajo las sombras de Ardis Park.

Por una especie de coincidencia lírica, Marina y Mlle. Larivière tomaban el té en la galería acristalada de estilo ruso, que no se utilizaba sino muy raramente. La novelista, vestida aún con su negligéefloreada (aunque ya estaba completamente restablecida), acababa de dar fin a la lectura de nueva novela, puesta en limpio por primera vez (y que debía ser mecanografiada al día siguiente). Marina, que la escuchaba dando traguitos a su tokai y que tenía el vino triste, parecía muy afectada por el suicidio del caballero «con cuello rojo y potente de viudo aún lleno de savia». Este hombre, horrorizado, por así decirlo, por el horror de su víctima, había apretado con excesiva fuerza el cuello de la jovencita a la que acababa de violar en un instante de «imperdonable glotonería».

Van bebió un vaso de leche y se sintió de pronto invadido por una ola de agotamiento tan deliciosa que decidió meterse en la cama sin más dilación.

—Tanto peor —dijo Ada, apoderándose ávidamente de un trozo de keks(tarta de frutas)—. ¿Hamaca? —inquirió. Pero Van, que ya no se tenía sobre sus piernas, sacudió la cabeza y se retiró, después de besar la melancólica mano de Marina.

—Tanto peor —repitió Ada, y con un invencible apetito se dedicó a colmar de mantequilla la superficie de la tarta, color amarillo de huevo, y sus ricas incrustaciones de cerezas, cabello de ángel y limón.

Mlle. Larivière observaba la maniobra con estupor y disgusto.

—Estoy soñando. No es posible que alguien ponga mantequilla encima de esta pasta británica, esta masa indigesta e inmunda.

—Y no es más que la primera rebanada —dijo Ada.

—¿Quieres una pizquita de canela en tu leche cuajada? —preguntó Marina—. Ya sabes, Belle(dirigiéndose a Mlle. Larivière), que ella llamaba a esto «nieve a la arena» cuando era chiquitina.

—Ada no fue nunca chiquitina —dijo Belle, enfáticamente—. Tenía fuerzas para desriñonar a su poney incluso antes de aprender a andar.