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—Me pregunto cuántos kilómetros habréis podido hacer hoy. Nuestro atleta estaba completamente agotado.

—Solamente siete —respondió Ada, sonriente y sin dejar de masticar.

XXV

Una soleada mañana de septiembre, cuando los árboles estaban aún verdes pero en las hondonadas ya florecían el áster y la pulicaria, Van salió para Ladoga, N.A., donde debía pasar dos semanas junto a su padre y tres preceptores, antes de reintegrarse al colegio, en la fría Luga, Mayne.

Van besó a Lucette en ambos hoyuelos, y luego en el cuello, y saludó con un guiño de ojos a la envarada Larivière, que miró a Marina.

Había llegado la hora de separarse. Prácticamente todo el personal de la casa asistió a la despedida de Van: Marina, envuelta en su shlafrok; Lucette, apretando a Dack (como sucedáneo) contra su corazón; MademoiselleLarivière, sin saber todavía que su antiguo alumno no se llevaba consigo el übro dedicado que ella le había regalado la víspera, y una veintena de criados a quienes Van había concedido generosas propinas (y entre los cuales destacamos a Kim, el pinche de la cocina, armado con su cámara fotográfica). Sólo faltaban Blanche, que tenía jaqueca, y la meticulosa Ada, que había presentado sus excusas, porque había prometido visitar a un enfermo del pueblo (tenía, verdaderamente, un corazón de oro, esta chiquilla, como tan complacida y prudentemente hacía notar Marina).

El baúl negro, la maleta negra y las halteras negras (modelo grande) de Van fueron cargadas en el compartimento posterior del automóvil familiar. Bouteillan se puso una gorra de capitán, demasiado grande para él, y unas gruesas gafas azul verdosas. «Mueva el trasero —le dijo Van—, yo conduciré.» Y así acabó el verano de 1884.

—El coche rueda suavemente, señor —dijo Bouteillan, en su curioso inglés pasado de moda—. Todos los neumáticos son nuevos, pero, ay, en la carretera hay machas piedras y la juventud conduce tan a prisa... El señor hará bien en ser prudente. Los vientos de las soledades son indiscretos. Como un lirio silvestre confiado al desierto.

—Exactamente el viejo servidor de comedia, ¿no es eso? —le corto en seco Van.

—¡Oh, no, señor! —contestó Bouteillan, con la gorra entre las manos—. No. Sólo que yo aprecio mucho al señor y a la señorita.

—Si se refiere usted a la pequeña Blanche —dijo Van —será mejor que dedique las citas de Delille a su hijo, y no a mí: cualquier día la va a engordar.

El viejo francés contempló a Van por el rabillo del ojo. Pozheval gubami(se mordió los labios) y no dijo nada.

Cuando llegaban a la bifurcación del bosque, Van dijo:

—Nos detendremos aquí unos instantes —apenas acababan de ponerse en camino—. Quiero coger algunas setas para mi padre... a quien, ciertamente, transmitiré sus saludos (Bouteillan había esbozado un gesto de deferencia). Este freno de mano, el diablo le lleve, debía servir ya cuando Luis XVI emigró a Inglaterra.

—Necesita ser engrasado —dijo Bouteillan, consultando su reloj—. Sí, tenemos tiempo de sobra para coger el tren de las nueve y cuarto.

Van desapareció en las profundidades de la maleza. Llevaba una camisa de seda, una chaqueta de terciopelo, un pantalón negro y botas de montar con espuelas de estrella. El atavío no era de lo más adecuado para atravesar los arbustos espinosos y franquear un arroyo antes de reunirse con Ada en un cenador natural de álamos temblones. Se abrazaron estrechamente, después de lo cual Ada dijo:

—Sí... para que no te olvides, aquí tienes la clave que utilizaremos en nuestra correspondencia. Cuando te la hayas aprendido de memoria, te la tragas, como un buen espía.

—Lista de correos, en ambos sentidos. Y quiero al menos tres cartas por semana, mi blanca amada.

Era la primera vez que la veía con aquel vestido luminoso, casi tan vaporoso como un camisón. Llevaba el cabello trenzado y Van dijo que se parecía a la joven soprano Maria Kuznetsova, en la escena de la carta de Oneginy Olga, la ópera de Tschchaikow.

Ada, que hacía cuanto su feminidad le permitía para contener y disfrazar sus sollozos convirtiéndolos en exclamaciones emotivas, señaló con el dedo hacia un maldito insecto que se había posado en la corteza de un álamo.

(¿Maldito? ¿Maldito? Era la rarísima Vanesa, descrita hacía poquísimo; la Nymphalis danausNab., de un oscuro anaranjado y con la región apical negra con puntos blancos, que imita a la Danaide Monarca, aunque indirectamente, por así decirlo [como supo advertir su descubridor, el profesor Nabodinus, del colegio de Babylon, Nebraska], a través de una especie de un tercer género, el Sylvano Virrey, uno de los más célebres imitadores de la Danaide. Escrito por Ada, con pluma irritada.)

—Mañana volverás aquí con tu red verde, mariposa mía —dijo Van, con amargura.

Ella le besó en toda la cara, besó sus manos, y otra vez sus labios, sus párpados, sus cabellos negros y sedosos. Él la besó los tobillos, las rodillas, el toisón negro y sedoso.

—¿Cuándo, amor mío? ¿Cuándo será la próxima vez? ¿En Luga? ¿En Kaluga? ¿En Ladoga? ¿Dónde? ¿Cuándo?

—Ese no es el problema —exclamó Van, excitado—. El problema, el problema... es saber si me serás fiel.

—Ten cuidado con la saliva, amor —dijo Ada, limpiándose de la cara las salpicaduras de las «pes» y la «efe» de la anterior réplica de Van—. ¿Qué puedo contestarte? Te adoro. Nunca, hasta el día de mi muerte, amaré a nadie tanto como te adoro a ti. En ningún tiempo, en ningún lugar. Ni en la eternidad ni en la terrenidad, ni en Ladore ni en esa Terra a donde dicen que van nuestras almas. Pero... pero, amor mío, Van mío, yo soy carnal, terriblemente carnal. No puedo responderte. Soy franca, ya ves. No, amor mío, no me preguntes. En el colegio hay una chica que está enamorada de mí, ya no sé lo que estoy diciendo...

—Las chicas no importan —dijo Van—. Son los chicos. Mataré al que se te acerque. Anoche traté de escribir para ti un poema sobre eso, pero los versos no son mi fuerte. «Ada, nuestros ardores y nuestros árboles...» Pero esto sólo es el comienzo, y todo lo demás es bruma. Trata tú de imaginar el resto.

Se abrazaron por última vez. Él salió huyendo, sin mirar atrás.

Tropezando en los melones, decapitando furiosamente con su fusta los altos hinojos arrogantes, Van regresó a la bifurcación. Allí le esperaba el joven Moore, teniendo por la brida a Morio, su caballo negro favorito. Van gratificó al palafrenero con un puñado de ducados y partió al galope, con los guantes bañados en lágrimas.

XXVI

Para su correspondencia durante el primer período de su separación, Ada y Van habían elaborado un código que no dejaron de perfeccionar en el curso de los quince meses que siguieron a su despedida. Iban a permanecer cerca de cuatro años separados, desde septiembre de 1884 hasta junio de 1888. Aquella larga separación (nuestro negro arco iris, decía Ada) fue interrumpida por dos breves intermedios (en agosto de 1885 y en junio de 1886), de una felicidad casi insoportable, y por algunos encuentros fortuitos («a través de una verja de lluvia...») La descripción de los sistemas criptográficos es una cosa bastante aburrida; pero, aun así, no podemos por menos de facilitar al lector algunas indicaciones básicas.