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—Mi prima Ada es una niña de once o doce años, demasiado joven para enamorarse de cualquiera, a no ser de un héroe de novela. Sí, yo también la encuentro agradable. Un poco marisabidilla quizás, y, al mismo tiempo, descarada y caprichosa. Pero, así y todo, agradable.

—Me pregunto... —dijo Córdula, pensativa, con un tono de voz tan sutil que Van no hubiera podido asegurar si trataba de cerrar el capítulo, dejarlo en suspenso, o pasar al capítulo siguiente.

—¿Cómo podremos volver a vernos? —preguntó Van—. ¿Vendrías a Riverlane? ¿Eres virgen?

—No me cito con golfos —dijo Córdula, sin perder la calma—. pero siempre podrás «contactar» conmigo a través de Ada. No pertenecemos a la misma clase, cosa que puede entenderse de más de una manera (riendo): Ada es un pequeño genio, yo una ambivertida americana cualquiera, pero las dos estamos adscritas a la sección de francés superior, que tiene asignado el mismo dormitorio. De modo que una docena de rubias, tres morenitas y una pelirroja, laPelirroja, pueden suspirar en francés en sus sueños (riendo sola).

—Divertido. Está bien, gracias. Supongo que el número par quiere decir que en cada alcoba hay literas dobles. Pues hasta la próxima, como dicen los golfos.

En la primera carta cifrada que escribió a Ada después de aquel episodio, Van le preguntaba si Córdula de Prey no era, por casualidad, la lezbianochkade la que ella había hablado con un sentimiento de culpabilidad tan poco necesario: antes me sentiría celoso de tu manita. Ada contestó: «¡Qué tontería! No mezcles en nuestros asuntos a esa ridícula chica.» Pero Van no quedó del todo convencido, a pesar de que aún ignoraba con cuánto entusiasmo podía Ada cultivar la mentira cuando se trataba de encubrir a un cómplice.

El reglamento del colegio de Ada era estricto y anticuado hasta lindar con lo demencial, pero recordaba a la nostálgica Marina el Instituto Ruso de Doncellas Nobles de Yukonsk, donde en otros tiempos había estado interna, y donde no había dejado de infringir las reglas con infinitamente más facilidad y éxito de lo que Ada, Córdula o Grace, infringían las de Brownhill. Tres o cuatro veces por trimestre se daban en la Sala de Recepción de la Directora unos horribles tés durante los cuales las chicas podían ver a muchachos que mordisqueaban pastas. Un domingo cada tres semanas las chicas de doce y trece años estaban autorizadas a citar a hijos de buenas familias en una chocolatería próxima al internado, siempre que fueran acompañadas por una mayor, de irreprochable moralidad.

Van se armó de valor y resolvió ver a Ada de aquel modo. Contaba con su varita mágica para transformar en cuchara o en nabo a cualquier joven carabina que se presentase a su vista. Según el reglamento de Brownhill, las madres de las jóvenes víctimas debían autorizar la cita con un mínimo de quince días de anticipación. La directora de Brownhill, la melosa Miss Cleft, llamó a Marina por teléfono y recibió la respuesta de que Ada no necesitaba a nadie que le llevase la cesta para salir con su primo después de haber pasado el verano paseando juntos y a solas de la mañana a la noche.

—Precisamente —replicó Miss Cleft —dos jóvenes que se pasean juntos se parecen lo más posible a esos rosales trepadores que tienden a enlazarse. Y la espina está siempre cerca del capullo.

—¡Pero si son prácticamente hermana y hermano! —exclamó Marina, pensando, como mucha gente tonta que «prácticamente» opera en los dos sentidos: atenúa la veracidad de una afirmación y concede a la perogrullada el prestigio de la verdad.

—Eso no hace sino agravar el peligro —opinó Miss Cleft—; pero transijamos. Pediré a la querida Córdula que haga el tercio. Es una admiradora de Ivan y adora a Ada; de modo que sólo puede ayudar a «subir el pastel» (broma de cuaresma ya muy gastada en la época).

—¡Señor, qué figli-migli!—dijo Marina, cuando hubo colgado.

Van, con sombrío humor, y no sabiendo bien qué giro iban a tomar los acontecimientos (algo de presciencia estratégica le hubiera ayudado a soportar la prueba), esperaba a Ada en la vía de acceso al colegio, una alameda triste en cuyos charcos se reflejaban un cielo hosco y la tapia de un campo de hockey. A pocos pasos de él, otro bachiller de la localidad, compañero de espera, aguardaba, todo emperifollado, ante la puerta. Van iba a tomar de nuevo el camino de la estación cuando vio aparecer a Ada... y a Córdula. ¡Qué estupenda sorpresa! Las recibió con una dudosa cordialidad.

—¡Vaya! ¿Cómo va eso, primita? ¡Ah, Córdula! ¿Quién es aquí la carabina? ¿Tú o la señorita Veen?

La primita llevaba un impermeable negro y reluciente y una gorra de hule con el borde vuelto, como preparada a guarecerse de alguno de los peligros del mar, o de los peligros de la vida. Una minúscula tirita de esparadrapo no llegaba a ocultar del todo un grano junto a la comisura de sus labios. Su aliento olía a éter. Estaba todavía de peor humor que Van. Éste anunció alegremente que iba a llover. Llovió. A cántaros. Córdula encontró que la gabardina de Van era estupenda y que no necesitaban volver al colegio para coger paraguas. Y que la meta ideal del paseo estaba en «el rincón del rond-point». Van dijo que ni punto ni redondo pueden tener rincón. Broma aceptable. Córdula rió. Ada no rió. Según todas las apariencias, nadie había escapado al naufragio.

La chocolatería estaba llena. Decidieron ir al café de la estación, pasando por los soportales. Van sabía (pero sin encontrar el remedio) que pasaría aquella noche presa de los remordimientos por haber ignorado deliberadamente el hecho (enervante, pero esencial) de que llevaba tres meses sin ver a Ada y de que la última carta que ésta le había escrito ardía de pasión hasta tal punto que la burbuja criptográfica había estallado en mitad del humilde mensaje de promesa y de esperanza, dejando al desnudo una línea altiva, divina, de amor no cifrado.

A simple vista, habría podido creerse que era la primera vez que se veían, en un encuentro casual y sin perspectivas. Ideas extrañas y malévolas se agitaban en la mente de Van. ¿Qué habían hecho exactamente aquellas dos chiquillas (no es que eso importase nada, pero de todos modos, uno tiene su orgullo, su curiosidad) antes de las vacaciones, después de las vacaciones, la noche anterior, todas las noches, sin otro vestido que las chaquetas de los pijamas, entre los rumores y los gemidos de su dormitorio antinatural? ¿Podía preguntárselo? ¿Sabría dar con las palabras adecuadas para no herir a Ada, sin dejar de hacer comprender a su compañera de lecho que la despreciaba por excitar a una niña tan morena y tan pálida, coral y cuervo, zanquilarga y floja, y que lloriqueaba cuando llegaba al colmo del gozo? Un momento antes, al verlas caminar lado a lado —la desangelada Ada en lucha contra el mareo, como un marinero cumplidor de su deber; Córdula, manzana podrida, pero valiente; como dos prisioneros arrastrados, en cadenas, a los pies del vencedor —Van se había prometido, en venganza, describirles en términos pulcros pero circunstanciados, las últimas orgías homosexuales o pseudo homosexuales de que su colegio había sido escenario (un «grande», que no era otro que el primo de Córdula, se había dejado coger con «una-disfrazada-de-uno» en las habitaciones de un prefecto ecléctico). Habría dejado boquiabiertas a las chicas, les habría reclamado una historia digna de rivalizar con la suya. Pero se le pasaron las ganas. Todavía esperaba poder desembarazarse un momento de la pesada Córdula y encontrar algo cruel que decir a Ada y que la hiciese deshacerse en lágrimas Pero lo que le inspiraba era su «amor propio», y no el «amor impropio» de ellas. (¡Van moriría con un juego de palabras en los labios!) Pero, ¿por qué «impropio»? ¿Acaso le afectaban también a él las agonías proustianas? De ninguna manera. Muy al contrario, el cuadro íntimo de aquellas caricias aguijoneaba exquisitamente su propia perversidad. Su mirada interior, inyectada de concupiscencia, le presentaba una Ada duplicada, enriquecida, enigmáticamente geminada, dando lo que él le había dado, tomando lo que él le había tomado, Corada, Adula. Se dijo que la con desita retaca se parecía bastante a su primera putilla, lo que no hizo más que afilar el aguijón.