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Hablaron de sus estudios, de sus profesores. Y Van dijo:

—Me gustaría conocer tu opinión, Ada, y la tuya, Córdula, sobre este problema literario: nuestro profesor de literatura francesa sostiene que en la exposición del asunto Marcel-Albertine hay un grave defecto filosófico y, por lo tanto, artístico. La novela sólo tiene sentido si el lector sabeque el narrador es una loca, y que las hermosas y gruesas mejillas de Albertine no son otra cosa que las hermosas y gruesas nalgas de Albert. Si no se supone, o si no se exige, que el lector sepa todolo referente a las particularidades sexuales del autor, para poder saborear hasta la última gota de su narración, el libro entero pierde su significado. Según mi profesor, si el lector no está al corriente de la perversión de Proust, la descripción detallada de los tormentos de un hoterosexual celoso de una homosexual es un absurdo manifiesto, por cuanto un hombre normal no puede sino divertirse ante los retozos de su amiguita con una pareja del mismo sexo. Conclusión de mi profesor: una novela que sólo podría ser apreciada por la lavandera que hubiera examinado la ropa sucia del autor, es, desde el punto de vista artístico, un fracaso.

—¿De qué está hablando, Ada? ¿De alguna película italiana que ha visto?

—Van —dijo Ada con voz cansada—, creo que no te das cuenta de que nuestro grupo de francés superior no ha pasado aún de Racan y Racine.

—No hablemos más del asunto —dijo Van.

—Tú, en cambio, has leído demasiado a Marcel —murmuró Ada.

El edificio de la estación albergaba un salón de té semirreservado, puesto bajo la vigilancia de la mujer del jefe de estación y bajo los ineptos auspicios del colegio. En la salita no había nadie, a excepción de una dama alta y delgada vestida de terciopelo negro y tocada con un soberbio Gainsborough del mismo terciopelo. Se sentaba de espaldas al bar y ni una sola vez dejó ver su rostro; pero a Van le pasó por la cabeza la idea de que debía ser una cocottede Toulouse. Nuestro remojado trío encontró una estratégica mesa en un rincón, y los tres se desabrocharon el impermeable, con suspiros de alivio poco originales. Van esperaba que Ada se quitase su sombrero de lobo de mar, pero su esperanza quedó frustrada: se había cortado el pelo (luego de padecer terribles jaquecas) y no quería aparecer en el papel de Romeo moribundo.

(Se hace el «gran Joyce» después de haber hecho de «el pequeño Proust». De la encantadora mano de Ada.)

(Sí, pero sigue leyendo, y verás que es puro V. V. ¡Vaya con la dama! Garrapateado por Van, en la cama, sobre una carpeta.)

Cuando Ada alargaba el brazo para coger el tarro de la mermelada, Van le tomó una mano —que ella dejó muerta —y la examinó. No nos hemos olvidado aún de la mariposa que ha yacido por un instante en nuestra mano abierta, con las alas bien plegadas, cuando ya ha desaparecido. Van advirtió con satisfacción que Ada había dejado de morderse las uñas, ahora puntiagudas.

—No demasiado puntiagudas, querida —dijo, destinando su inoría a la duraCórdula, la cual habría hecho mejor en ir a poner en orden su maquillaje... Débil rayo de esperanza.

—No, no —dijo Ada.

—¿No arañas a los bebés cuando les acaricias? —continuó Van, incapaz de detenerse—. Mira la mano de tu amiguita (tomando la mano de Córdula). Mira qué uñas tan monas, tan cortas (¡una garrita dócil, inocente, fría, pequeña!) No se engancharía ni en la seda más fina, desde luego que no. ¿Verdad, Árdula... quiero decir Córdula?

Las dos chicas rieron nerviosamente y Córdula besó a Ada en la mejilla. Van no sabía bien qué reacción había querido provocar, pero aquel simple beso le desarmó y le decepcionó. El ruido de la lluvia fue apagado por un fragor de ruedas sobre los raíles. Van miró su reloj, miró también el de la pared de la sala, y dijo que lo sentía muchísimo, pero que aquel era su tren.

(«No hablemos más —escribió Ada, a la que en este pasaje parafraseamos —de esas miserables excusas—. Todo lo que nosotras nos dijimos es que estabas bebido. Pero nunca más te invitaré a Brownhill, amor mío.»)

XXVIII

El año 1880 (todavía vivía Aqua, Dios sabe cómo, Dios sabe dónde) resultaría el más genial, el más fértil en recuerdos de la larga, demasiado larga, nunca demasiado larga vida de Van. Tenía entonces diez años de edad. Su padre había pasado bastante tiempo en las regiones del Oeste, donde el espectáculo de las montañas multicolores producía en Van el efecto que siempre ha producido en los jóvenes rusos de genio. Era capaz de resolver un problema de integrales de Euler o de aprender de memoria El caballero sin cabezade Puchkin en menos de veinte minutos. Indolentemente tumbado a la sombra violeta de los farallones color de rosa, en compañía de un tal Andrei Andreievich, sudoroso de entusiasmo en su blusa blanca, que pasaba las horas estudiando poetas rusos de primera y segunda fila, y descifrando, a través de las facetas diamantinas de los tetrámetros de Lermontov, las alusiones desorbitadas, pero, en el fondo aduladoras, a los'ámóres y a los viajes aèreos de su padre en una vida anterior. Tuvo que esforzarse en contener las lágrimas (AAA se sonaba ruidosamente la gruesa nariz roja) cuando su preceptor le enseñó la huella rústica del pie desnudo de Tolstoi, grabada en la arcilla de un autódromo de Utah donde nuestro autor había escrito la historia de Murat, el jefe navajo, bastardo de un general francés, asesinado en su piscina por Cora Day. ¡Qué soprano, aquella Cora, en sus buenos tiempos! Demon llevó a Van a la mundialmente famosa Ópera House de Telluride, Colorado Occidental, donde pudo admirar (y a veces detestar) los más grandes espectáculos internacionales: comedias inglesas en verso libre, tragedias francesas en dísticos rimados, tonitronantes dramas musicales germánicos, con gigantes, hechiceros y un caballo blanco que defeca. Hizo la experiencia de diversas aficiones menores: magia de salón, ajedrez, combates de boxeo de peso pluma en las ferias de pueblo, acrobacia ecuestre, etcétera, sin olvidar, desde luego, los inolvidables pases de iniciación, excesivamente precoces, que le prodigaba su joven y encantadora institutriz inglesa de menudos senos cuando le mimaba con pericia entre el batido de leche y la cama, mientras se vestía para pasar la noche en compañía de su hermana, de Demon y de un personaje que acompañaba siempre a Demon en sus recorridos a los casinos, un tal Mr. Plunkett, fullero rege, nerado, en funciones de guardia de corps y ángel guardián, monitor consejero.