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En el apogeo de su vida aventurera, Mr. Plunkett había sido uno de los más grandes manipuladores de cartas —más discretamente llamados «ilusionistas del juego»—, tanto de Inglaterra como de América A los cuarenta años, en medio de una partida de poker, fue traicionado por un desfallecimiento de origen cardíaco (el cual, ay, permitió a las viles manos de un mal perdedor limpiarle los bolsillos). Pasó varios años en la cárcel, se convirtió al catolicismo de sus antepasados y, una vez cumplida la condena, hizo algún trabajo de apostolado misionero, escribió un opúsculo sobre prestidigitación, redactó la sección de bridge en algunos periódicos e hizo un poco de confidente de la policía (tenía dos hijos en la profesión, dos mocetones). Los ultrajes del tiempo, junto con ciertos retoques quirúrgicos practicados sobre sus rudos rasgos, habían hecho que su cara grisácea fuese, ya que no más atractiva, sí irreconocible para todo el mundo, salvo para algunos viejos compinches que de todos modos (desde entonces) procuraban evitar su refrigerante compañía. Van le encontró todavía más fascinante que a King Wing. Brusco, pero amistoso, Mr. Plunkett no pudo por menos de explotar aquella fascinación (a todos nos gusta saber que gustamos) iniciando a su joven admirador en los trucos de un arte que había pasado a ser puro y abstracto, y, por lo tanto, auténtico. Mr. Plunkett consideraba el empleo de toda clase de medios mecánicos (espejos o el vulgar «rastrillo de la manga») como sumamente inseguros, por la misma razón que la gelatina, la muselina o las manos suplementarias de goma empañan y acortan la carrera de muchos médiums profesionales. Enseñó a Van cómo desenmascarar al tramposo que se rodea de objetos brillantes (los profesionales llaman «árboles de Noel» a esos aficionados, algunos de los cuales son socios de clubs respetables). Míster Plunkett sólo creía en la habilidad manual. Los bolsillos secretos resultaban a veces útiles; pero, ay, era posible darles la vuelta, y entonces se volvían contra uno. Lo verdaderamente valioso era el «contacto» de la carta, la delicadeza de la manipulación, la maestría del barajado falso, el falso abanico, la transformación de la primera carta del mazo, la habilidad al repartir, y, por encima de todo, una agilidad digital con la que podía llegarse, a fuerza de práctica, tanto a escamoteos de naturaleza casi milagrosa como a la materialización de un comodín o a La Metamorfosisde dos parejas en cuatro reyes. Una regla de validez absoluta, para el discreto empleo de un mazo adicional, era la referente a la memorización de los descartes, cuando el reparto no había sido preparado de antemano. Durante un par de meses Van practicó trucos con cartas, y luego se dedicó a otros entretenimientos. Era un aprendiz que aprendía a prisa y sabía conservar en buen estado sus frascos etiquetados.

En 1885, cuando terminó sus estudios preparatorios, Van marchó a Inglaterra e ingresó, como lo habían hecho sus antepasados, en la Universidad de Chose. De cuando en cuando hacía una escapada a Londres, o bien a Lute (como los coloniales británicos, prósperos, pero no demasiado refinados, llaman a la encantadora y melancólica ciudad gris perla situada al otro lado de la Mancha). Un día del invierno de 1886-1887, en la lúgubre y fría Chose, durante una partida de poker con dos estudiantes franceses y cierto condiscípulo a quien llamaremos Dick C, en el elegante apartamento que éste ocupaba en Serenity Court, Van se dio cuenta de que los gemelos franceses estaban perdiendo no sólo por el estado de radiante y radical borrachera en que se encontraban, sino también porque Milord era uno de aquellos «cretinos de cristal» del vocabulario de Plunkett, hombre de muchos espejos —pequeñas superficies reflectantes de forma y orientación diversa que lucían discretamente en el reloj o el sello de la sortija, disimuladas como luciérnagas hembras en la espesura, por debajo de la mesa, en el interior de una manga o sobre los bordes de los ceniceros, cuyas posiciones Dick no cesaba de variar con aire de inocencia Todo aquello, como cualquier tramposo sabe, era tan tonto como superfluo.

Cuando llevaban perdidos varios miles de libras, Van, que estaba esperando su hora, juzgó oportuno poner en práctica algunas antiguas lecciones. El juego se había interrumpido momentáneamente. Dick se levantó y se dirigió al interfono instalado al fondo de la pieza para encargar que subieran más vino. Los desgraciados gemelos se pasaban de mano en mano una estilográfica para proceder a la estimación de sus pérdidas, todavía superiores a las de Van. Éste deslizó una baraja en su bolsillo y se levantó para desentumecerse las espaldas.

—A propósito, Dick, ¿no habrás conocido por casualidad en Estados Unidos a un jugador llamado Plunkett? Cuando yo le conocí era un buen hombre, gris y calvo.

—¿Plunkett? ¿Plunkett? Debe ser de una época anterior. ¿Es ése que se hizo vicario o algo así? ¿Por qué?

—Era amigo de mi padre. Un gran artista.

—¿Un artista?

—Sí, un artista. Yo también lo soy. Y supongo que tú también te consideras un artista. Hay muchas personas así.

—¿Qué es exactamente un artista?

—Un observatorio subterráneo —replicó Van instantáneamente.

—Eso lo has sacado de alguna novela moderna —dijo Dick, aplastando su cigarrillo después de dar ávidamente algunas chupadas.

—Lo he encontrado en Van Veen —dijo Van Veen.

Dick se acercó negligentemente a la mesa mientras entraba su criado con la botella. Van se retiró al lavabo y se dedicó a «cuidar las cartas», como decía el bueno de Plunkett. La última vez que había practicado fue para realizar algunos juegos de manos ante Demon, que no había apreciado positivamente su posible utilización en el poker. Ah, sí, y también cuando había tranquilizado al ilusionista loco del hospital cuya idea fija era que la gravedad está vinculada a la circulación sanguínea del Ser Supremo. Van no dudaba de su propia destreza —ni de la estupidez de Milord —pero no estaba seguro de resistir mucho tiempo. Por lo demás sentía lástima de Dick, el cual, aparte de su afición a las trampas, era un tipo tan simpático como indolente, de cara terrosa, cuerpo flojo, que no tenía media bofetada y que confesaba sin rubor que, si su familia se obstinaba en no pagar sus enormes (y triviales) deudas, no tendría más remedio que marcharse a Australia para endeudarse allí otra vez después de repartir unos cuantos cheques sin fondos. Ahora, según decía a sus víctimas, «comprobaba con placer» que sólo unos cientos de libras le separaban de la cantidad mínima que le permitiría apaciguar momentáneamente a su más despiadado acreedor. Y, en consecuencia, continuó desplumando a Jean y Jacques, con una premura desvergonzada... para encontrarse, al cabo de un momento, con tres honrados ases (afectuosamente distribuidos por Van) frente a cuatro nueves (diestramente reunidos en la mano del mismo Van). Aquella operación fue seguida por un bonito farol apagado con otro farol más bonito aún, mientras el martirio del joven lord alcanzaba su colmo (sastres londinenses retorciéndose las manos en la niebla, y el reputado prestamista St-Priest, de Chose, solicitando ser recibido por el padre de Dick). Cuando en el centro de la mesa se amontonaba la más suculenta puesta que Van había visto hasta entonces, Jacques descubrió un «color» sin esperanzas (como él mismo declaró, con un suspiro de agonía)... pero Dick, con un repóker, tuvo que rendirse ante la escalera de color de su verdugo. Mientras recogía y ponía a buen recaudo el «arco iris de marfil» (el bueno de Plunkett era todo un poeta), Van, que hasta entonces había disimulado sin la menor dificultad sus delicadas maniobras a los prismas estúpidos de Dick, tuvo el placer de verle descubrir que él, Van, llevaba aún en la palma de la mano el segundo comodín. Los gemelos volvieron a ponerse corbatas y chaquetas, y dijeron que tenían que marcharse.