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—Yo también, Dick —dijo Van—. Es una lástima que hayas tenido que confiar en tus bolas de cristal. Muchas veces me he preguntado por qué la palabra rusa apropiada al caso —creo que tenemos en común un antepasado ruso —se parece a la que quiere decir «escolar» en alemán, menos el « Umlaut».

Sin dejar de charlar, Van reembolsó a los dos franceses, extasiados y atónitos, con un cheque rápidamente cumplimentado, y luego, tomando un puñado de cartas y fichas, se volvió hacia Dick y se las tiró a la cara. No habían los proyectiles acabado aún su trayectoria cuando ya lamentaba aquel gesto cruel y vulgar, porque el infortunado, que no podía contestar de ninguna manera, seguía allí sentado, protegiendo su ojo derecho, mientras con el otro, que sangraba ligeramente, contemplaba sus gafas rotas. Los dos gemelos franceses le ofrecían sus dos pañuelos, que él rechazó amistosamente.

La aurora rosa tiritaba en el verde de Serenity Court. Vieja y laboriosa Chose.

(Aquí debía haber un signo para indicar los aplausos. Nota de Ada.) Van pasó de mal humor el resto de la mañana. Luego, después de haber permanecido largo tiempo sumergido en un baño caliente (el mejor consejero, el mejor instigador y asesor del mundo, salvo, naturalmente, el asiento del W.C.), decidió escribir una nota de excusa al timador timado. Estaba a punto de vestirse cuando apareció un mensajero con un escrito de Lord C. (primo, dicho sea de paso, de uno de sus camaradas de Riverlane) en el cual el magnánimo Dick proponía redimir su deuda con Van mediante la presentación de éste en el Club Villa Venus, al que pertenecía toda su tribu. ¿Qué muchacho de dieciocho años hubiera podido pretender tan alto favor? Era una entrada para el paraíso. Van sostuvo algún forcejeo con su conciencia, ligeramente sobrecargada (entre mutuos guiños de ojos, como si se tratase de dos viejos compinches en su buen viejo colegio). Y acabó aceptando la proposición de Dick.

(Van, me parece que deberías explicar de una manera más inequívoca cómo fue que tú, el más orgulloso, el más limpio de los hombres —y no me refiero a las abyectas servidumbres corporales, pues en eso tú y yo somos de la misma ralea—, cómo fue que tú, el puro, pudiste aceptar la oferta de un bribón, que sin duda siguió «espejeando» como si tal cosa. Creo que debías precisar, primo, que te encontrabas terriblemente fatigado, secundo, que no podías soportar la idea de que el pillo sabía que, al no haber lugar a un duelo [pues a los bribones, no se les provoca], tú no arriesgabas nada, por decirlo así, al insultarle. ¿Tengo razón? Van, ¿me escuchas? Me parece...)

Dick no «espejeó» mucho tiempo. Cinco o seis años más tarde, en Montecarlo, al pasar ante la terraza de un café, Van sintió que le cogían por el codo. Un Dick C, radiante de buen humor y de salud, y relativamente respetable, se inclinaba hacia él por encima de las petunias de la balaustrada de celosía.

—Van —exclamó—, he abandonado esa porquería de los espejos. Créeme, no hay más que un método seguro: ¡marcarlas! Espera, eso no es todo. Figúrate que acaban de inventar una punta microscópica (y digo bien: microscópica) de un metal precioso llamado euforio, que se desliza bajo la uña del pulgar. No se ve a simple vista, pero un minúsculo sector de mi monóculo muestra, ampliada, la marca que hago (como si decapitara una pulga) en todas las cartas, una detrás de otra, a medida que entran en juego. Y ahí está lo bueno. Sin más preparativos, sin más accesorios. ¡Marcarlas, marcarlas! —seguía gritando el bueno de Dick, cuando Van ya se había marchado.

XXIX

A mediados de julio de 1886, mientras Van ganaba un campeonato de ping-ponga bordo de un paquebote de lujo (que empleaba toda una semana en ir, en su majestuosa blancura, de Dover a Manhattan), Marina, sus dos hijas, la institutriz de éstas y dos doncellas, que regresaban en tren de Los Ángeles a Ladore, tiritaban simultáneamente, en estadios más o menos sincronizados de la enfermedad, por efecto de una común gripe rusa. Un hidrograma fechado en Chicago el 21 de julio (aniversario de la amada) esperaba a Van en casa de su padre: DADAISTA IMPACIENTE PACIENTE LLEGA ENTRE VEINTICUATRO Y SIETE LLAMA DORIS ENCUENTRO SALUDOS PROXIMIDAD.

—Eso me recuerda cruelmente los golubyanki(azulitos) que me enviaba Aqua —suspiró Demon, que había abierto maquinalmente el mensaje—. ¿Esa proximidad es alguna chica que yo conozca? Porque, aunque pongas cara de enfadado, está claro que esto noes un mensaje de médico a médico.

Van alzó los ojos al techo (pintado por Boucher) de la sala del desayuno, sacudió la cabeza con un gesto de admiración burlesca y felicitó a Demon por su perspicacia. Sí, tenía razón: había que viajar inmediatamente a Losdusa (anagrama de «saludos»), para ver allí a una dibujante loca, llamada Doris, u Odris, que sólo dibujaba da-das.

Van alquiló una habitación, con el pseudónimo de Boucher, en el único albergue de Malahar, pueblecito situado sobre el Ladore, a unas veinte millas de Ardis. Pasó la noche combatiendo al ilustre mosquito (o su primo), que pareció amarle más que en otros tiempos el bicho de Ardis. El retrete, en lo alto de la escalera, consistía en un agujero negro que conservaba la huella de una explosión fecal entre las de las dos plantas gigantescas de un anterior ocupante en cuclillas. A las siete de la mañana del 25 de julio, Van llamó a Ardis Hall desde la oficina de correos de Malahar y se encontró en conexión con Bout, que estaba en conexión con Blanche y que tomó la voz de Van por la del mayordomo.

—¡Demonios, papá! —dijo en su dorófono de cabecera—. ¿No ves que estoy ocupado?

—Es por Blanche por quien pregunto, pedazo de idiota —gruñó Van.

—¡Oh, perdón! —exclamó Bout—. Un momento, señor.

Van oyó un sonido como de un tapón que saltase de su botella (¡beber vino a las siete de la mañana!) y Blanche se puso al aparato. Pero apenas había comenzado a dictarle el mensaje cuidadosamente formulado que debía transmitir a Ada, cuando la propia Ada, que había estado alerta toda la noche, respondió desde la habitación de los niños, donde el aparato más límpido de la casa vibraba y borbotaba bajo un barómetro difunto.

—Bifurcación del bosque, dentro de cuarenta y cinco minutos. Y perdona los perdigones.

—¡Torre! —respondió la dulce y armoniosa voz, como un aviador en el cielo azul hubiera podido decir «Roger».

Van alquiló una motocicleta, venerable máquina con un sillín guarnecido de fieltro de billar y un pretencioso manillar de falso nácar, y se lanzó por una ruta forestal estrecha y cruzada por raíces sobre las que iba saltando. Lo primero que distinguió fue el brillo estrellado de su bici abandonada. Ada estaba allí cerca, en pie, con las manos en las caderas, un ángel blanco de cabellos negros que miraba con aire de timidez. Llevaba puesto un albornoz y zapatillas de baño. Mientras él la llevaba en brazos hasta la espesura más próxima sentía que el cuerpo le ardía de fiebre, pero sólo comprendió hasta qué punto estaba enferma cuando, después de los espasmos apasionados, se levantó vacilante, con el cuerpo cubierto de hormiguitas rosas, y casi se desmayó, murmurando algo acerca de gitanos que les robaban los jeeps.